A Borges lo conocí a los doce años.
Cuando mi viejo me ordenó «Apagá la tele, vamos a ver a Borges al Colegio Nacional», reconozco que me hinchó bastante las pelotas. Estaba por empezar un capítulo de Cosmos 1999 (esa serie de la base terrícola en la Luna que, salida de órbita de la Tierra, viaja por el espacio, con la Luna como nave).
A él no le gustó ni medio mi cara de culo. De camino al Nacional, me dijo: «Cuando seas grande me vas a agradecer que te haya traído». Preferí no responderle.
El salón de actos del Colegio Nacional estaba hasta las bolas. Desde el estreno de Star Wars en el Cine Español que no veía un sala tan colmada. Nos hicieron subir al gallinero. Fuimos derecho a la primera fila, me senté en la butaca y apreté las manos en los apoyabrazos, el vértigo de la altura me mataba.
Desde la planta baja brotaron los aplausos, mi viejo me dijo: «Ahí viene». Sin soltar mis manos, estiré el cogote y me asomé al abismo del gallinero. Por el pasillo que dividía el ala izquierda y la derecha de los asientos de la planta baja, apareció un anciano, de traje gris, menudo, peinado a la gomina, con la cabeza tornando a un lado y al otro, y la espalda combada. La estabilidad de los pasos de Borges se definía en el apoyo tembleque del bastón.
«Se parece a e.t.», le dije a mi viejo. Él no me escuchó o prefirió hacer que no me había oído.
La gente acompañó la lenta y prolongada caminata del ilustre visitante con una espontánea composición de palmas que, habiendo empezado graves y acogedoras, casi diez minutos después terminaron agudas y repelentes.
Mientras se hacían las maniobras de aterrizaje del anciano en uno de los asientos instalados al pie del escenario, le dije a mi viejo: «Para la salida, así no perdemos más tiempo, me voy a buscar la bici a casa y lo subimos a e.t. en el canasto, vas a ver cómo huimos volando».
Mi papá me miró fulero, entendí que, si abría de nuevo la boca, su patada en el culo me convertiría en el primer humano sin escafandras en llegar a la Luna.
Opté por atrincherarme en el silencio y la contemplación. Miré al frente, donde estaba sentado el ilustre disertante.
Delante de Borges pusieron un pie de micrófono. El muchacho del sonido luchó un buen rato para acertar la flor del micrófono en la boca de un Borges que le complicaba la tarea al mover a un lado y el otro la cabeza. Mi viejo, tentado, me dijo: «El pelotudo no se dio cuenta de que Borges es ciego». Y forcé el dibujo de una risa, más por corresponder a mi viejo que por su chiste.
Y si no me daba naturalmente por reír no era por un tema de respeto frente a alguien con una incapacidad física. Era por miedo.
Es que, al ver de frente al anciano, con las cuencas conteniéndole los ojos blancos, me paralicé. Lo asocié al maestro ciego de la serie Kung-Fu, un chino que se las sabía todas, que no veía un pomo y que siempre estaba en un lugar oscuro, lleno de velas encendidas, muy del estilo de los templos de la magia negra. Siempre sostuve que el maestro de Kung-Fu era un tipo siniestro. Y esa asociación que estaba haciendo se terminó de armar cuando apareció Kung-Fu en versión femenina y aplicó una toma de pinza con la mano derecha al brazo del sonidista, para sacarlo de escena.
El David Carradine con pollera, rasgos orientales y pelo lacio, y de color ceniza, ajustó el pie del micrófono, hizo señas con la palma abierta al del equipo de sonido, dijo algo al oído de Borges, el anciano movió los labios sin abrir la boca y se sentó a la diestra del escritor.
La conferencia de Borges era un embole. En ese entonces tenía un recurso para huir de esos momentos. Cuando algo me aburría, buscaba una ventana y me imaginaba cosas que pasaban al otro lado, como si el vidrio fuese el límite que separaba dos planos de realidades paralelas, y yo me transportaba mentalmente a esa otra realidad, donde pasaban cosas mucho más interesantes.
Estaba metido en ese jueguito, ajeno a todo, cuando mi viejo me trajo a este mundo con un «Qué mina más pelotuda». Focalicé en Borges, al frente. El tipo seguía con el movimiento pendular de la cabeza, mirando la nada, mientras la Kung-Fu le pedía a alguien que repitiera la pregunta porque el maestro no había escuchado.
Una señora del público se puso de pie y a grito pelado le preguntó al anciano qué había querido decir en un fragmento de «El Aleph» cuando escribió (leyó de un libro con el tonito recitador de las maestras en acto patrio) «el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros».
Borges, mirando en dirección a un radiador de calor empotrado contra una pared, y a cinco metros de la mujer que acababa de hacer la consulta, contestó: «No me acuerdo».
El silencio colmó la sala.
Me lo quedé mirando. El anciano movía los labios y tenía levemente abierta la boca, parecía estar hablándole a alguien que no estaba acá. Pensé, más bien me gustó pensar, si el tipo no haría como yo: si, para salir de los momentos embolantes, se mandaría con los pensamientos a otra dimensión.
Ante la prolongación de un silencio que implantó una atmósfera de temor, la David Carradine con pollera se acercó al micrófono y dijo con voz débil: «Si no hay más preguntas para el maestro, se da por finalizada la conferencia».
La gente sacó chispas de las manos y los aplausos ascendieron en vibraciones ignífugas que devoraron todo rastro de temor, prendido del aire.
Borges se fue de mi pueblo aquella misma noche.
Al llegar a casa me sorprendió, y me alivió, que mi viejo no me diera una clase de Borges. Muy por el contrario, durante la cena, repitió, tentado de la risa, la anécdota de la mujer del público que se había querido lucir. Mi vieja se reía y mis hermanos también, aunque ellos se mofaban de mí, porque me había perdido el capítulo de Cosmos 1999 y, antes de dormir, me lo iban a contar como el culo, para cagarme la vida.