La voz / Nicolás Correa

La voz, es la voz siempre. Una y otra vez. ¿La escuchás, nena? Negué con la cabeza y de pronto se hizo la oscuridad, una oscuridad que murmuraba. Sentí el susto de Mariel, que rápido le pegó un manotazo a la luz del pasillo. Ahora ya no está, nena, se fue. Siempre la voz hace lo mismo. Te juro. Hace dos semanas la vengo oyendo. Asentí automáticamente, sosteniendo el pote de crema en la mano derecha, mirando el final del pasillo, las paredes descascaradas de humedad, un viento frío descendía desde el último piso. Ayer a la noche sentí que alguien arrastraba los pies ahí arriba, después esa voz, nena, esa voz. No sabés el miedo que me entró. Otra vez la oscuridad como un manto impenetrable cayó sobre nosotras. Mariel se exaltó y volvió a manotear el botón. Se puso la palma de la mano en el pecho y respiró profundo. Sin decir palabra ante mi silencio, miró el ascensor y asintió con la cabeza. Perdón por molestarte a estas horas, querida. Enfiló por el corredor arrastrando las pantuflas. Se dio vuelta dos veces, como para ver si yo seguía ahí. Me quedé unos segundos pensando en la voz; traté de afinar el oído, de apartar los ruidos molestos, los que ensuciaban mi percepción profunda del ambiente; cada uno de los ruidos tenía que ser asociado a un objeto o a una imagen, lo sabía. Me pasaba cuando era chica y papá se iba de viaje. Yo me quedaba con la abuela sin pegar un ojo. Tenía miedo de la oscuridad, del viento pegándole a la persiana; entonces, cuando escuchaba algún sonido siniestro trataba de afinar mi oído y buscarle una imagen, asociarlo a un objeto conocido. Además del viento pude distinguir el sonido de la ropa flameando, el carillón que la mujer del portero, Norma, tenía colgado en la entrada de la puerta o el murmullo tubular del caño del desagüe; había otros ruidos que me eran desconocidos pero no extraños. Giré para entrar y fue cuando oí una nota discordante. El corazón se aceleró, giré nuevamente y la oscuridad me impactó de lleno provocando en mí un gritito de bestia. Retrocedí unos pasos hasta entrar y cerrar la puerta.
    
     Después de bañarme salí al balcón y sin buscarlo fijé la vista en el departamento del portero o lo que se veía de él; buscaba con la mirada, algo, no sabía qué. Colgué la ropa muy despacio tratando de asimilar los detalles de ese espacio y darle un origen a esa nota discordante que había escuchado la noche anterior. Salí apurada, dejé la tele prendida, como siempre. Lo había aprendido de papá: si a alguien se le ocurre querer entrarnos, va a pensar que hay gente, decía. Ascensor y planta baja, abrí y ni bien puse un pie fuera del ascensor, patiné y caí al suelo. Se me cayó la cartera y el celular voló hacia la puerta de entrada. Enseguida vi que Norma se me venía encima: Nena, más cuidado. Estás en cualquier cosa, querida. La mujer estaba baldeando. Rápido me puse de pie, agarré las cosas con una sonrisa forzada y al hacer unos pasos entendí que el pie me dolía más de la cuenta, mientras ella Tené cuidado, chiquita. Disimulé el dolor para no extender esa situación. Asentí y antes de bajar el primer escalón preguntó: ¿Vos no oíste nada, nena, ayer a la noche? Un frío helado me subió por la espalda hasta clavarse en la nuca. Mi respuesta: negativa. El Enrique dice que oyó unos cuchicheos, como que hablaban ahí en el pasillo de ustedes, viste. Será el viento nomás que a veces parece que habla por allá arriba.
    
     Estiré la mano y rocé la tela, estaba fría, pero no porque estuviese mojada, más bien era el frío invernal que descendía como una masa incorpórea. Levanté la ropa seca y descubrí que el señor Hoffmann subía por una escalera al cuartito más alto del edificio. La noche era todo estrellas y no había viento. Pensé que eso era positivo para tratar de descubrir los ruidos que se daban fuera del departamento mientras intentaba dormir. Preparé té de boldo, me senté en el sillón y agarré Historia, ritual y arte en la Tanatopraxia del Renacimiento, que trajo Edi de España, Especialmente para vos, Negri, y es un regalo, mamu, eh. Era lógico que fuese un regalo porque si no iba a tener que cobrarle las treinta y seis horas extras que hice durante todo ese mes gracias a ella. Estuve entretenida con las láminas hasta que perdí noción de todo y caí dormida.
     Desperté sobresaltada, tiré el libro y miré a mi alrededor. Permanecí concentrada en los sonidos de la casa: las gotas que venían de la canilla de la cocina se multiplicaban por el pasillo que unía cocina y comedor, el movimiento de la mano del gato chino, mi propia respiración y mis pensamientos, pero había algo discordante. Me puse de pie y sentí un dolor agudo en el tobillo. Quedé cerca de la puerta ventana que daba al balcón y cerré los ojos tratando de concentrarme en el exterior. Los sonidos conocidos, y uno que me desconcertaba, rápido memoricé la media sombra. Fui imaginando el espacio y asociando ruido y objeto, sospeché que el ruido desconcertante era algo que se arrastraba. Arrimé la cabeza a la abertura que había entre el marco y la puerta ventana y una leve brisa fría me heló la cara, después de ese primer impacto volví a concentrarme. El reconocimiento de los sonidos conocidos y otra vez el arrastre, ahora con interrupciones. Salí espantada hacia el centro del comedor y sentí la aceleración de mi corazón. Instintivamente agarré la crema para manos, mientras imaginaba millones de posibilidades y pensé en avisarle a Mariel. Golpear su puerta hasta que abriera y contarle mi descubrimiento. El dolor del pie me devolvió una rara tranquilidad, y me dije que había muchos sonidos que no conocía en este mundo, y todos ellos podían ser causantes del ruido. Puse un poco de crema en mi mano y me la pasé por la cara. Odiaba que el frío cuarteara mi piel.
     El reloj marcaba la una y media de la mañana. Sin pensarlo me acosté en la cama, pero dejé todas las luces prendidas. La almohada estaba fría, me reproché no haber prendido la estufa para calentar el ambiente. Siempre evitaba dormirme cerca de las tres de la mañana. Papá me había contado que era la hora del mal y le llamaban así porque, si la muerte de Cristo había sido a las tres de la tarde y desde ese momento se consideraba el inicio del nuevo mundo, el demonio se burlaba de eso y se potenciaba en la oscuridad para recordarle a la divinidad que él regía en la tierra. Las tres de la mañana era la hora en que todas sus potencias salían a darle caza al hombre. Nunca creí mucho en esa historia, sólo pensaba en el consejo que papá me había dado y que ese consejo se había anclado en mí de muy chica, y se volvió algo incuestionable, casi instintivo.
    
     Llegué tarde a la funeraria. El médico dijo que tenía un principio de esguince; me puso una bota ortopédica para que el tobillo se mantuviera inmóvil. Cuando entré en servicio, Edi estaba tomando café, nos miramos y alcanzó para que diagnosticara: Estás hecha mierda, negri. Preparé café y me apoyé en la mesada. El calor fue removiendo mi sangre: Esa cara no es de haberla pasado bien, mamu. Encima con esa bota… Me encogí de hombros para no tener que hablar, igual con Edi nunca había que hablar, ella hablaba por todo el mundo: Yo estoy espléndida, salí con el cubano, que la tiene más grande que la mano, ay, me salió versito y todo, y la pasamos bomba: salsa, merengue y bachata. Tiré lo que quedaba del café en la pileta y encaré a las camillas, Edi se abalanzó detrás.Dijo que no me acercara, que mantuviera distancia porque nunca había visto nada igual. La miré pensando que era un chiste y ella negó con la cabeza. No lo pude agarrar yo, mamu. Es un espanto. Edi se quedó en el umbral de la puerta, la taza de café en la mano. Avancé lentamente, la bota me quitaba velocidad al moverme; Qué tan espantoso puede ser, pensé. Enfrentarme con los muertos era estar al borde de un precipicio: mirar el abismo, sentir un malestar primero y, después, el vértigo de la muerte. Quizá un primer impulso era retroceder ante el cadáver, pero inexplicablemente me quedaba. En lenta graduación, el malestar y el vértigo se confundían en una nube de sentimientos inexplicables. Por grados aún más imperceptibles esa nube cobraba forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nubeal borde del precipicio adquiría consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio, y, sin embargo, era sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Era simplemente la idea de lo que serían las sensaciones durante el momento exacto de la muerte, el instante en que el alma abandonaba la carne, y lo imaginaba como una caída. Y esa caída, esa fulminante aniquilación, por la simple razón de que implicaba la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a la imaginación, por esa simple razón la deseaba con más fuerza. Y si Edi o alguien me decía que el horror se podía ver en el cadáver que me esperaba, con más razón sentía que no había en la naturaleza pasión de una impaciencia sin nombre como la de quien se mantenía erguido frente a la máxima aberración de un cadáver. ¿De dónde procedía esa impaciencia? Nunca pude saberlo. Me detuve frente al cuerpo y tomé la punta de la manta que lo cubría; vi las piernas y descubrí que tenían una especie de deformidad: eran demasiado flacas. Quité la manta de un tirón y el resto del cadáver quedó descubierto por el manto de luz pobre. El cuerpo era una masa amorfa coronada por una cabeza llena de protuberancias e irregularidades. Tenía el labio partido al medio y el resto de la composición facial era indescriptible. Giré para ver a Edi, que negó con la cabeza y salió de mi vista.
    
     Mientras me lavaba en la pileta del baño escuché que golpeaban la puerta. Es Mariel otra vez. Abrí y ahí estaba la mujer, el horror en su rostro delataba por qué estaba otra vez frente a mí. Miró al final del pasillo y negó varias veces con la cabeza. Perdón, nena, perdón pero no puedo dejar que la voz me siga haciendo esto, ¿entendés? Traté de decirle que se tenía que calmar pero me interrumpió: Esa voz ahí arriba, gime, no soporto más esto, nena, por favor, ayudame… Solamente me mantuve en silencio frente a ella, sin decir una palabra. Nena, nena, ¿vos me crees lo que te digo? Se hizo la oscuridad pero ninguna de nosotras prendió el botón de encendido, alguien más lo hizo. El eco hacía rebotar el sonido hueco de los pasos que descendían por las escaleras que daban a la casa del portero, a quien no me sorprendió descubrir segundos después en la mitad del pasillo: Señoras, ¿qué pasó? Mariel se acercó más a mí y negó con la cabeza como extrañada. Escuché gritos, ¿pasó algo? La mujer salió de su ensimismamiento: Nada, señor Hoffmann, nada que tenga que ver con usté. Hablaba con mi vecina nomás. El portero miró al piso y levantó apenas los pies del piso: Mire, Mariel, yo sé que usté anda diciendo que de allá arriba sale una voz y qué sé yo cuántas pavadas más, discúlpeme que le hable así, pero ya me dijo la del octavo que le fue con ese cuento de la voz y, la verdá, la invito a que investigue para que vea que no hay nada allá arriba, ninguna voz ni nada. La mujer me miró y después le devolvió la mirada al señor Hoffmann: Está bien, descuide, deben de ser cosas mías. Una luz extraña sacudió la mirada de Mariel, que salió arrastrando las pantuflas hacia su departamento. El portero me preguntó si estaba todo bien, asentí con la cabeza, entré y antes de que cerrara me dijo, señalándome el pie, que tenía que evitar andar a las corridas por la vida. Había que cuidarse porque la muerte estaba a la vuelta de la esquina. Ensayé varias respuestas, que evité realizar. Antes de cerrar la puerta vi que la luz se apagaba y parecía descender de un modo siniestro sobre el portero.
    
     Un golpe me sobresaltó. Venía del comedor. Otro más y entendí que alguien golpeaba la puerta. Otro golpe y uno más. Por la mirilla vi la cara maximizada de Mariel. Pensé en dejarla ahí cuando un nuevo golpe me tomó de sorpresa, me alejé de la puerta y escuché que del otro lado Mariel susurraba que no la abandonara así. Abrí y se metió de un empujón, cerró la puerta, miró alrededor y se ubicó al lado de la puerta ventana. Estaba por decirle que me tenía repodrida; cuando giró sobre sí, desorbitada, su mirada se clavó en mí: La voz viene de allá arriba, nena. la escuché otra vez y ese viejo de mierda no quiere que se sepa… Yo sé lo que te digo, nena, no estoy loca. Están escondiendo algo, algo grande. Vos tenés que acompañarme. Pensé que la mayor cantidad de las veces que alguien esconde algo, suele tener una razón. Nena, yo sola no puedo con esto, sola no puedo subir ni un escalón. Vos, nena, vos tenés que venir conmigo y vas a ver que es de en serio la voz. Salió al pasillo, despacio, prendió la luz y se quedó parada. Nunca voy a saber qué fue lo que me impulsó a ir detrás de Mariel. Tomé las llaves, cerré la puerta despacio, sin hacer ruidos, y fui detrás de la mujer, que ya ascendía por la escalera que iba al piso del portero. A medida que subíamos el frío se intensificaba. Mariel ya me esperaba en el corredor cuando se hizo una oscuridad de murmullos. Tomada de la baranda, ascendí con dificultad por los escalones. El mismo sonido tubular del caño del desagüe ocultaba mi respiración agitada, y el carillón con su resonancia aguda parecía dar unas campanadas siniestras y lejanas. Al llegar al pasillo, quedé enfrentada a la puerta del departamento del señor Hoffmann, encontré el botón de la luz, y estaba por apretarlo, pero Mariel me tomó del brazo con fuerza y negó con la cabeza, sólo pude ver el brillo de sus ojos. Encaró hacia la salida del pasillo y la seguí con la mirada. Se detuvo a mitad de camino y me hizo señas para que avanzara. En ese momento sentí un profundo desconcierto: ver a la vieja agachada, en pantuflas, haciéndome señas con los brazos como si fuera una bestia desesperada en el medio de un pasillo tétrico, sintiendo cómo la helada atravesaba las húmedas paredes. Avancé hacia ella como si una mano invisible jalara de mí. Vamos, nena, tenemos que hacer rápido, a ver si sale el viejo maldito ése, dijo murmurando. Al final del corredor había una puerta angosta, Mariel la empujó apenas, con la mano, y con un quejido se entreabrió a una escalera que ascendía escasos metros. Subimos en silencio hasta que llegamos a otra puerta, que la mujer intentó abrir pero se mostraba infranqueable. Empujó con el hombro y no tuvo suerte. Giré para volver y ella me tomó del brazo: Por favor, no, ahora que ya estamos cerca no. Volvió a intentar mientras murmuraba Por favor por favor para que la puerta cediera, no hubo caso. Se desesperó y empezó a chocar su cuerpo contra la puerta hasta que ésta se abrió y la vi salir disparada al vacío. Me apuré y fui detrás para ver si estaba bien, sentí un dolor agudo en el tobillo. Una vez afuera contemplé el juego de la niebla que descendía sobre los edificios. Mariel se levantó con dificultad, se puso las pantuflas, sin dejar de murmurar que Conmigo no van a poder. Indicó hacia el cuartito que estaba sobre mi balcón y enfiló rengueando y emprolijándose la bata.
     La puerta del cuartito se abrió, la niebla se movía de una manera imposible de describir, un olor nauseabundo nos asfixió de repente, Mariel tuvo unas arcadas, yo estaba un poco acostumbrada a los olores pútridos, por eso ni me inmuté. La mujer se repuso y entró decidida a la oscuridad. Me quedé del otro lado, atontada por los dibujos de la neblina que caía densa. Encontré algo, nena, acá hay otra puerta, vamos. La escalera daba a un pasillo más oscuro de donde venía el vaho asfixiante. Mariel se tapó con la manga de la bata y empezó a descender. Entonces fue que escuchamos un sonido de algo que se arrastraba al fondo, reconocí la nota discordante de una noche atrás. Se me contrajo el corazón. Ella me agarró del brazo y murmuró: Eso es, eso es, nena. ¿Viste? Seguimos descendiendo hasta llegar a lo que parecía el final del corredor, que desembocaba en una sala iluminada apenas por una lamparita. El olor hediondo venía de ahí. Detrás de unas cajas escuchamos una voz nítida que hablaba de manera inentendible. ¡Ésa es la voz, nena! ¡La voz era de acá, querida! Se produjo un silencio y las dos miramos al fondo de la sala. Escuchamos el arrastre y unos segundos después descubrimos una figura entre las sombras. Mariel dio un paso hacia delante: ¿Quién sos vos? ¿Sos el que habla de noche? Sorprendida por la reacción de ella, di un paso hacia atrás. La figura emitió un sonido discordante y cavernoso desde las sombras y la mujer avanzó un paso más: la bata blanca brillaba y le daba una presencia angelical. Giró y me buscó con la mirada invitándome a entrar con un movimiento de cabeza. Di dos pasos y la entidad gruñó, quedé en mi lugar. Ella le dijo que todo estaba bien, Somos tus amigas, pidió que entrara y apenas intenté dar un paso, la figura gritó y salió de las sombras mostrando su inhumana forma. Sentí un terror imposible, aunque había visto muchas aberraciones, nunca había estado frente a una que tuviera vida. Mariel empezó a gritar y al ver que la figura se arrastraba hacia nosotras empezamos a ascender por el corredor. Con mucha dificultad llegué a la puerta del cuartito, pero ella venía retrasada: no podía correr porque trastabillaba con las pantuflas, hasta que finalmente tropezó y cayó. ¡Ayudame, nena, por favor, ayudame que ahí viene! Corrí hasta ella al mismo tiempo que la bestia. Quedamos a la misma distancia de Mariel, que me estiraba la mano para que la sacara del trance, pero yo no pude moverme, estaba perpleja ante la cara del horror. En una fracción de segundos decidí volver hacia la puerta y salvarme. La mujer se desesperó y empezó a gritar. La niebla seguía bajando fría y vi que Mariel se ponía de pie y se lanzaba a correr hacia la puerta. Antes de que llegara la cerré y quedé agarrada al picaporte. Escuché sus gritos rogando para que le abriera, sentí su forcejeo, después los alaridos de desesperación y la voz. ¡Nena, no me dejes acá! ¡Hija de putaaa! Supuse que luchaban porque oí que ella se resistía, hasta que largó un rugido horrísono que me dejó helada. Solté el picaporte y di unos pasos atrás. Los alaridos se fueron alejando y los imaginé a ambos perdiéndose al fondo del pasillo.
    
El vaso de café me temblaba en la mano. Edi entró apurada, nos miramos y vi en su cara la imagen del espanto. No puede ser, negri, carajo, no puede ser… Parece que estoy meada por una manada de elefantes. Negué con la cabeza sin entender a qué se refería. Yo no puedo, negri, no puedo así. Le di un sorbo al café, me dolían los ojos, el líquido caliente iba avanzando por mis entrañas y le iba dando vida a mi interior. Negri, estás monstruosa hoy… ¿Tuvimos acción? Ni siquiera atiné a responder, ella lo hizo por mí. Siempre igual, sos terrible, nena, con vos misma sos terrible. Otro sorbo de café me obligó a sacarme el saco. Negri, mirá, yo no puedo con éste, vos sabés cómo soy. Es un horror. Es algo… no tiene palabras. Dejé el vaso, el ojo derecho me temblaba, Edi lo percibió: ¿Estás bien, negri? Asentí y me cambié en el vestuario lo más rápido que pude.
     Enfilé hacia el cuerpo, tenía frío, la luz blanca de la sala me lastimaba los ojos. Edi estaba apoyada en el marco de la puerta: siempre supuse que su sensación era de admiración y aberración al mismo tiempo. Yendo hacia el cadáver empecé a sentir esa impaciencia sin nombre; quedé parada frente a la camilla, la luz del portalámparas caía tenue. Levanté la manta y el espanto se apoderó de mí. La vista se me nubló y a los tumbos retrocedí: un horror sin nombre me sorprendió. La mitad de la cara, o lo que quedaba de ella, como si hubiese sido arrancada a mordiscones, me delataba de que ese cadáver era de Mariel. Edi se dio cuenta de que algo me pasaba y salió de su silencio: Negrita, negrita, ¿estás bien? Con la poca fuerza que me quedaba me repuse y asentí sin girar. Avancé hacia la camilla sin dejar de repetir una y otra vez que era sólo un cadáver, que el abismo era la muerte y que el verdadero horror estaba en la terraza de mi edificio.

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