Objetos raros / Pablo Brescia

El hombre limpiaba un cristal con un trapo sucio. Cuando oyó la campanilla, alzó la vista.
—¿Qué se le ofrece? —gruñó.
—¿Usted es Valdemar?
—¿Quién quiere saberlo?
—Eso, por ahora, no importa. Me dijeron que aquí podía encontrar lo que estoy buscando.
Valdemar cambió de tono.
—Bien, si lo que busca es especial, usted ha llegado al sitio correcto. ¿Qué le puedo enseñar? —dijo, y se ajustó los lentes redondos y oscuros contra la nariz.
Registré el cuarto con la mirada. Los estantes estaban dispuestos en semicírculos sobre las paredes y había una vitrina en el lado izquierdo. El abarrotamiento de cosas me fastidió, pero traté de decir algo para salir del paso.
—Usted es coleccionista, pero no me atrevo a decir de qué —dije, pateando algo que estaba en mi camino.
Sonrió.
—Y usted no es más perspicaz que los otros. Mejor así, a decir verdad. ¿Qué le muestro? —insistió.
—Un astrolabio —dije, finalmente.
—Ah… bien. Un instrumento preciso y muy hermoso —comentó, yendo hacia una mesa de color verde. Ahí había una lámina de metal dorado con inscripciones de letras y dibujos.
—Ajá. También busco…
—Me dijeron que este objeto fue fabricado originalmente por Ibn Al-Shatir para descifrar la astronomía, ¿sabe? Yo había atravesado España hasta Gibraltar y después crucé a Tánger. Sin dinero y sin fuerzas, me desmayé en el medio del mercado. Allí me recogió un marinero musulmán; me revivió, me dio de su pan y de su agua. En agradecimiento, elegí un libro de mi bolsa y se lo di. Eran los Viajes de Simbad. Creí que le gustaría leer algo parecido a su vida. ¡Imagínese! El musulmán no reconoció los caracteres de la tapa y me miró, extrañado. Pero se recompuso enseguida y metió la mano en un pequeño baúl. «Shatir», me decía, dándome esa lámina que usted ve ahí. Yo traté de hacerle entender que no quería un canje, pero no hubo caso. Igual, fue un alivio deshacerme de esa carga.
—¿Tanto pesa el astrolabio?
—Me refería al libro —aclaró él.
Palpé el bolsillo derecho de mi saco. Tomé el objeto y fingí estudiarlo.
—Usted es un mentiroso —declaré.
—Amigo, usted no tiene manera de saber eso, y tampoco le concierne. ¿Qué más se le ofrece? —preguntó, dándome la espalda.
Nunca hay que darle la espalda a un desconocido. Lo empujé contra la vitrina; el vidrio se estrelló. Su cuerpo era liviano, como si no existiera.
Tirándolo al piso, le dije:
—Busco una clepsidra.
El hombre de anteojos oscuros se incorporó a medias; un hilo de sangre corría por su labio inferior.
—Sí… ahora las hacen de arena, pero las originales son de agua. Las usaban en Grecia y en Roma para medir el tiempo de los oradores —dijo, mientras caminaba hacia un armario.
Del manojo de llaves que colgaba de su cuello sacó una y abrió el mueble. Allí había un sistema de vasos y vasijas lleno de polvo.
Acarició el objeto. Se dio vuelta y lo puso frente a mí.
—Yo había llegado a Berlín huyendo ya no recuerdo de qué… Ese día en la ciudad había una ceremonia para inaugurar el reloj de agua de trece metros que batía el récord anterior. Había mucha gente y yo me acomodé cerca de los artesanos. Casi todos tenían modelos a escala de la clepsidra, listos para la venta. Uno de ellos pulía cuidadosamente algo de madera. Me acerqué a su mesa…
Lo agarré de las llaves y lo arrastré hacia mí.
—Espérese, déjeme terminar. La miniatura del reloj de trece metros era una obra de arte. El artesano le echó agua y la cascada se deslizó pura y libre. Le pregunté cuánto costaba. No está a la venta, me dijo. Entonces saqué un libro de la bolsa para él, El corazón de las tinieblas, de Conrad. Pensé que así el alemán podría conocer África; no tenía cara de haber viajado. No sé si se apiadó de mí, pero cuando me alejé de la plaza tenía la clepsidra bajo el brazo, y un libro menos. Lo habrá vendido, seguramente…
Me sentía asfixiado por el lugar y por los cuentos de ese infeliz. Cerré las cortinas y saqué mi Beretta 92.
—No me interesa cómo consiguió esas cosas inservibles. Usted es Valdemar.
—Precisamente —dijo él.
Apunté. Pero mi mirada se desvió hacia una jaula cubierta de óxido. Bajé el cañón del arma.
—¿Y eso qué es?
Caminó hacia atrás y se paró cubriendo la jaula.
No quería lastimarlo, sólo acabar mi trabajo. Le solté un cachetazo. Volví a repetir:
—¿Eso qué es?
—Usted no entiende…
—No entiendo qué, viejo de mierda…
Lo saqué del medio con un empujón y miré dentro de la jaula. Había un libro. Valdemar notó mi desilusión y suspiró.
Lo miré.
—Hace muchos años quemé mi biblioteca y huí de mi casa. Me llevé diez libros; los fui dejando en lugares lejanos, seguro de que si alguna vez volvía ya no estarían más allí. Pero no hubo caso. Seguí queriendo leer, y la enfermedad y el deseo me obligaron a hacer cosas de las que nunca me creí capaz. Todo lo que pasó después, la biblioteca, esa chica en la estación del metro… Entendí que necesitaba ayuda. Visité un templo budista aquí, en Florida, y el monje que me aconsejó, Grandi creo que se llamaba, me hizo ver la luz. O eso creí. «Conoces el destino que te aguarda, pero no hallas cómo alcanzarlo; los otros serán tu instrumento», recuerdo o creo recordar que me dijo.
—A mí eso no me concierne —dije. Volví a subir la pistola y pensé en el monje.
Valdemar interrumpió mi divagación.
—Un matón me hizo esto —confesó. Y se sacó los anteojos, descubriendo los cráteres de piel que cubrían sus órbitas.
—El problema está solucionado entonces —le dije.
Su carcajada pareció un grito.
—Usted no entiende… Un alma piadosa me consiguió este lugar, donde ni los turistas ni los curiosos sospechan nada. Pero no es suficiente. Porque sigo leyendo.
Lo agarré del cuello.
—¿Por quién me toma, viejo imbécil? ¿Cómo es que lee ahora?
El hombre sin ojos me miró con odio.
—Yo lo traje hasta aquí, Gunther, ¿entiende? Esa voz en el teléfono era la mía. Lo demás era sólo un juego, quería alargar un poco mi vida, presumir de mis objetos raros… Todo lo que leí está en mi cabeza, y sigo viéndolo, y no doy más. Acabe con mi miseria. En ese cajón está el dinero…
Era la primera vez que me contrataba una víctima. Daba igual. Abrí el cajón y tomé mi paga.
—¿Y la jaula?
El viejo se limpió la sangre de la boca y habló.
—Deje, ese libro está maldito. Por eso lo puse allí, cerré con llave y me la tragué. La jaula me la dieron en Nepal y está hecha de un material único. Pero no hay tiempo para contarle la historia.
Apoyé la pistola en el centro de su frente. Pero aflojé el gatillo.
—Valdemar, ¿qué libro es ése? ¿Qué tiene ese libro?
Arrodillado, sonrió y alzó la cabeza.
—No tiene ningún valor —dijo—. Máteme de una vez.
Agarré la Beretta por el cañón y le di un culatazo. Después, lo arrastré fuera de la tienda. Encendí un cigarrillo y le prendí fuego al pedazo de cartón que decía objetos raros. El humo comenzó a espesarse. Mientras me alejaba con la jaula en una mano y la pistola en la otra, hice lo que nunca hago: me di vuelta. Sin lágrimas, Valdemar lloraba.

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