(Arequipa, 1956). Su más reciente novela es Estación Delirio (Penguin Random House, 2020), por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura 2020.
In memoriam Hugo Steger
Nicht das Denken, sondern der Traum erweitert das Leben.
[No pensar sino soñar engrandece la vida].
Rainer Werner Fassbinder
Aquella doctoranda Silvia Olazábal Ligur (era yo) descubrió a fondo a Alfred Döblin gracias a Fassbinder en 1990 en plena Selva Negra. Tenía el propósito de escribir la tesis en Lingüística en esos años en que estudiaba Filología en la Universidad Albert Ludwig de Friburgo de Brisgovia. Pretendía y esperaba averiguar qué y por qué prevalece del lenguaje literario en la adaptación cinematográfica de una novela. Nada menos. En su calidad de cinéfila empedernida y miembro del núcleo duro del Cineclub Blanco & Negro de su ciudad natal (el nunca bien ponderado cineclub de Arequipa que hizo historia en los años setenta y en los ochenta se desintegró), pero consciente de ser aun más apasionada lectora e incluso orgullosa primeriza con un libro de cuentos ya en segunda edición, le pareció importante, me parecía esencial calibrar con cierta exactitud en qué medida un arte, el séptimo, conservaba algo del arte literario, del cual al fin y al cabo se servía espléndidamente. Lo de la exactitud es un decir, un decir absurdo, pienso ahora. En los noventa, además, apenas si había bibliografía especializada sobre el tema, que en aquel entonces era peregrino.
En un principio, había pensado en la mordaz y desmesurada obra maestra de Günter Grass El tambor de hojalata, de 1959, cuya película homónima, estrenada veinte años después, había visto en Arequipa como era de esperarse, y sabía que había hecho accesible al gran público la complejísima novela de Grass, que llegué a leer, que Silvia llegó a leer en su versión original con el diccionario al lado y henchida de satisfacción.
Conque en la videoteca de la quinta planta del complejo universitario de Brisgovia se dedicó a examinar, me dediqué a desmenuzar toda una temporada la magnífica cinta de Völker Schlöndorf, cuyo protagonista, Oskar Mazerath, el niño que deja de crecer por rebelión, halló en el actor suizo David Bennent un intérprete incomparable, arropado por actrices alemanas de la talla de Angela Winkler, Katharina
Talbach y Mariella Olivieri. En conjunto, un nutrido e impecable reparto: Mario Adorf, el polaco Daniel Olbrisky y hasta Charles Aznavour y Otto Sander en papeles secundarios. Conocía de memoria buena parte de los diálogos a fuerza de haberlos escuchado y transcrito, cuando, ya no sé por qué vericuetos, decidí incluir en mi cometido algunas adaptaciones producidas para la televisión en formato de miniseries. Y eso que mis tías abuelas me habían advertido desde la infancia No te metas nunca en camisa de once varas, hijita.
Primero opté por Los hermanos Oppermann, una novela de 1933 de Lion Feuchtwanger, publicada en la legendaria casa editorial Querido Verlag de Ámsterdam, cuando el autor, escritor muniquense de la burguesía judía de Baviera, vivía ya en Francia en el exilio y sus libros habían sido quemados por los nacionalsocialistas. La producción de la televisión bávara en tres capítulos y bajo la dirección de Egon Monk se ceñía bastante al palpitante relato del auge del antisemitismo en Alemania en 1932 con una intuición que rayaba en la clarividencia de lo que sucedería después. Aún conservo mi ejemplar, Silvia aún conserva su ejemplar de bolsillo de la editorial Fischer con los diálogos subrayados en diferentes colores según su aparición en la serie. Es probable que date de entonces esa costumbre de subrayar los libros que tanto saca de quicio, y con razón, a su hijo Juan Ignacio.
Por esos días ocurrió que se topó con una novela corta de Joseph Roth, El peso falso, que contaba con una adaptación de primer orden del director suizo Bernhard Wicki para la cadena de televisión zdf. El excepcional actor vienés Helmut Qualtinger actúa del desdichado inspector de pesas Anselm Eibenschutz, infelizmente casado y confinado a un pueblo en las entrañas de Galitzia de los Cárpatos, hoy Ucrania, y que se enamora hasta el tuétano de la hermosa gitana Euphemia Nikitsch, soberbiamente interpretada por la actriz alemana Evelyn Opela, bellísima.
El derrumbe y el desamparo de los confines del antiguo Imperio austrohúngaro en la etapa de entreguerras son el tema de fondo tras la tragedia amorosa. Silvia estaba tan fascinada con la adaptación, que viajó hasta Maguncia, tomé un tren a Maguncia para hacerme de una copia del guion e incorporarlo al corpus de mi tesis doctoral, que ya mi paciente y brillante tutor (en alemán los llaman Doktorvater, padre doctoral, literalmente), lingüista de primera división en Alemania, había condecorado como «interdisciplinaria».
Joseph Roth es un escritor adictivo y continué con la novela Fuga sin fin, cuya adaptación en tres capítulos para la televisión austríaca pude ver en el Archivo Cinematográfico de Fráncfort. Es la historia de Franz Tunda, un teniente del ejército austrohúngaro prisionero en Rusia, que vive con nombre falso todo el proceso de la Revolución rusa hasta que consigue huir de regreso a su tierra natal. Allí toma conciencia de ser un desaparecido, como lo son su prometida y la patria que había dejado. Acabará por reencontrarse consigo mismo y entender el nuevo espíritu europeo. La narración del sentimiento de pérdida que todo ello le produce es uno de los pilares de la novela y en la serie se resuelve con la voz en off, que, sin ser el recurso cinematográfico más feliz, me mantuvo atrapada un día entero en aquella sala de Fráncfort.
Un novio, cuyo nombre ya para qué citar, me regaló por esa época, le regaló a Silvia la novela El Stechlin, la última que escribió Theodor Fontane, publicada un mes después de su muerte, y que Silvia desconocía. Pese a que él mismo le contó (el novio) que Fontane había dicho que en quinientas páginas prácticamente sólo ocurría que al final se moría un viejo y dos jóvenes se casaban, Silvia se apresuró a leerla para impresionar al novio y porque fue dándose cuenta de que ilustraba bastante bien la monótona vida de aquella nobleza de provincia que vislumbraba ya el fin del antiguo régimen.
Imbuida en Fontane, releyó Effi Briest y vio la adaptación con la encantadora Angelika Domröse en el papel de Effi, en una producción que no podía ocultar el sello de las películas de la defa, la empresa estatal de la República Democrática Alemana. Cuando, en eso, Silvia se topó, me topé con una Effi Briest diferente, encarnada por la gran musa de Fassbinder, Hanna Schygulla, en una adaptación que subrayaba aquella obediencia ciega de los hijos que finalmente fue la premisa para la obediencia y sumisión de masas que se vivió en el Tercer Reich e hizo posible lo que todos sabemos. Híjole, ya conocía pelis de Fassbinder, pero ignoraba que hubiese adaptado algún clásico y con esa contundencia.
Cuando vi el primer capítulo de su versión de Berlin Alexanderplatz de 1980 en la videoteca de la universidad, empecé a leer de inmediato la novela de Alfred Döblin, que hasta entonces sólo conocía en fragmentos. Quedé fascinada, Silvia quedó fascinada y bastante convencida de poder demostrar en qué medida el llamado estilo literario prevalecía en una adaptación de esa índole y dónde se hallaban los límites del estilo simultáneo de Döblin en el montaje cinematográfico.
La habían impactado aquellos vínculos directos que consigue el autor en el montaje de su novela, donde combina secuencias de impresos destinados al ciudadano pequeñoburgués, crónicas escandalosas, casos de accidentes, canciones populares, anuncios publicitarios, citas bíblicas, avisos clasificados, carteles de cine. Döblin había hecho «una reconstrucción de la ciudad con su montaje de textos», leí de la pluma de un estudioso. Decidió como un relámpago ceñirse sólo (entre comillas) a los trece capítulos de la serie de Fassbinder para su pomposa tesis doctoral, tan interdisciplinaria ella (la tesis).
En una segunda lectura creyó detectar en qué medida, en el tránsito del lenguaje literario al lenguaje cinematográfico, pueden establecerse ciertos patrones y dónde termina la flexibilidad del paradigma dramatúrgico de un guion en una adaptación de varios capítulos considerada como excelente. Tal era el caso de aquella obra magna de Fassbinder para estar a la altura de la versatilidad de la novela de Döblin, según había averiguado. Se hizo también Silvia, me hice también de la adaptación de Phil Jutzi de 1931. Adoro el cine en blanco y negro, pero el actor Heinrich George, favorito en su época, no me encajaba en el personaje de Franz Biberkopf, a mis ojos era y sólo podía ser Günter Lamprecht.
Leí tanta bibliografía sobre la recepción de la novela y la adaptación que perdí de vista mi objetivo desde la perspectiva lingüística que me había propuesto. Aun así, acuñé un par de términos para aclararme mejor mi cometido. En alemán, por su morfología, es más fácil juntar conceptos en una sola palabra. Con mi «Textamalgam», «amalgama de textos», aludía a esa mezcla de textos o fragmentos de texto de diverso origen sin una señal clara de separación en los segmentos. Y con mi «Interaktionsamalgam», «amalgama de interacciones», me refería a la presencia conjunta de monólogos y diálogos de diverso tipo en una misma unidad de interacción comunicativa.
La verdadera amalgama, sin embrago, se dio entre todo aquello que leí y experimenté en torno a Berlin Alexanderplatz y mi propia vida.
Recuerdo con bastante exactitud la primera vez que vi la plaza que da nombre a la novela. Fue en el gélido mes de enero de 1977, no había pasado yo, Silvia no había pasado por un frío mayor hasta entonces. Ni había estado antes en Berlín ni en Alemania en general. Viajó a Berlín Oriental y de capital a capital, pues vivía en Budapest, todo al otro lado del telón de acero en plena Guerra Fría. Berlín era para Silvia la capital de la rda. Tampoco es que se pudiera imaginar muy bien cómo se podía tajar en dos una ciudad. ¿Como quien parte una torta Selva Negra, pilla la cereza y el color rojo oscuro se esparce en la crema blanca?
Le pasaron cosas en aquel Berlín, me pasaron cosas. Vi una soberbia retrospectiva de Chagall, que aún estaba vivo y cuyos frescos en el techo de la Ópera Garnier de París me habían causado gran impresión. Y peregriné a las tumbas de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, Silvia peregrinó con su anfitriona Beate y su madre, amorosa maestra de primaria que iba con sus colegas y alumnos, todos con bellas flores en las manos. Yo llamaba la atención, Silvia llamaba la atención y la gente se preguntaba quién sería, qué se le habría perdido allí. La madre de Beate tuvo que dar explicaciones en voz baja y entonces empezaron a mirar a Silvia con simpatía, a mirarme con simpatía. También los niños tenían curiosidad. Me habría encantado hablar con ellos, preguntarles cosas. Pero no se atrevían a abrir la boca. Miraban a sus maestros y comprendían que una romería a las tumbas de los héroes no era una rueda de cotilleo.
Sólo pasada la ceremonia, en el camino de regreso, conversamos sin apuros. La honestidad de esos niños rubios, pálidos y bellos era enternecedora, como una virtud. Deseé que sus ojos no perdiesen jamás esa limpidez para mirar al prójimo, esa fuerza mezcla de inocencia y confianza sin grietas. Pequeños ángeles de uniforme. Lo del uniforme no me era nuevo, no le era nuevo a Silvia, toda su vida escolar había ido uniformada a clases, primero el uniforme gris y azul del peruano-alemán y a partir de 1968 el uniforme único para todo el Perú, gris oscuro, con el objetivo de maquillar las diferencias sociales, que se veían menos, en efecto, pero existían igual.
La estadía en Berlín fue de dos semanas, en las que incluso Beate y Silvia trabajaron de camareras en el restaurante de los grandes almacenes del Alexanderplatz. Subían a las dos en punto de la tarde en ascensor hasta la última planta, se ponían unos delantales blancos y, con la vista de toda Berlín a sus pies, limpiaban primero las mesas que las colegas del turno anterior no habían alcanzado a recoger. Beate conocía al personal de cachuelos anteriores y pasó a Silvia de contrabando, me pasó de contrabando sin permiso de trabajo, ningún problema, Beate, le dijeron, tu amiga es bienvenida.
Yo quería saber cómo era trabajar en el paraíso de la clase trabajadora alemana, sobre la cual no habíamos escuchado ni pío en el peruano-alemán, como si la rda se ubicase en otro planeta. Que Marx y Engels fueron alemanes lo supe en la universidad.
La mayoría de los comensales que iban al restaurante de los grandes almacenes eran de Berlín Occidental y dejaban suculentas propinas en marcos alemanes orientales. Los tenían en demasía, no sabían en qué gastarlos, a menudo pedían tres porciones de tarta y dos cafés con leche por persona, que al final ni siquiera podían terminar de comer ni tomar. Pero quizás era una sensación grata la de consumir todo por partida doble y triple con vistas a la plaza y la ciudad, los marcos alemanes del Este no podían cambiarlos a su regreso de sus incursiones de un día.
Yo sí sabía muy bien en qué gastarlos: discos de vinilo, relojes de pulsera, ingentes cantidades de libros. Curiosamente (en las antípodas de la curiosidad, en realidad) no me interesaba saber qué se ocultaba al otro lado del Muro, en Occidente. Ya antes de viajar vivía sumida en la apatía y había aceptado salir por insistencia de Beate. Una depresión que me acometió por segunda vez, no ajena al choque entre lo que había encontrado al otro lado de la cortina de hierro y el paraíso terrenal que había esperado hallar en tierras magiares. Era ciudadana peruana y podía perfectamente romper la cortina de hierro con su pasaporte, con mi pasaporte tercermundista y pasar del blanco y negro al tecnicolor, que era como los nativos calificaban ambos lados de la ciudad.
Los padres de Beate vivían en un edificio horrible pero cómodo de paneles prefabricados del mismo color del uniforme único de mi adolescencia, justo en la Friedrischstrasse, a pocos metros de la estación de metro. La parada siguiente ya era el Oeste. Casi todos los berlineses que conocí deseaban, pero les estaba prohibido hacer ese viaje en metro. Ir al tecnicolor odiado por unos y amado por otros y de donde todos necesitaban alguna vez uno que otro producto o lo habrían necesitado de haber sabido de su existencia.
Vas a la Policía por el visado y cruzas, le decía Beate. ¿A la Policía? A una persona deprimida cualquier chorrada de trámite se le hace un mundo. Es sólo una formalidad, insistía Beate con paciencia de santa. En pocos minutos podrías hacer un viaje que a millones les está vedado, ¿te das cuenta? Silvia se daba cuenta, pero le daba lo mismo, me daba lo mismo porque ésa es otra pega de la depresión, que todo te da lo mismo, hasta lo más espectacular. Aun así, no se lo dije a Beate por no ofenderla, era una amiga entrañable y generosa que intuía y respetaba mi malestar.
La segunda vez que viajé a Berlín fue nueve años después, en 1986, desde Colonia, donde estaba de paso. Había ido con Monika, una amiga bastante contestataria, a la Filmoteca del Museo Ludwig, recién
inaugurada, a ver la película de Wim Wenders El cielo sobre Berlín, con Bruno Ganz y Otto Sander. Monika tenía planeado viajar después a Berlín y yo, fascinada con aquella cinta que combinaba magistralmente el blanco y negro y el tecnicolor, me apunté a ir con ella y estuve dos días en Berlín Occidental, que, por supuesto, me quedaron cortos, le quedaron cortos a Silvia. Seis meses después conoció a Hans-Jürgen en Friburgo de Brisgovia, conocí a Hans-Jürgen en una exposición y me ofreció mostrarme un Berlín diferente. Él vivía cerca a la estación del tren metropolitano Lehrter, y la siguiente parada era el Este, la Friedrichstrasse, como un espejo del primer viaje que hice al otro Berlín.
Pero Hans-Jürgen tenía coche y cruzamos por el paso de frontera de Invalidenstrasse y paseamos en cámara lenta hasta el Alexanderplatz. Conducía con una parsimonia maravillosa que era como ir a pie. Después fuimos a comer delicias en un restaurante del pasado y a escuchar jazz a sótanos ocultos, para iniciados.
En 1989 volví a visitar a Hans-Jürgen y estuve justo un día antes de que el Muro cayese. Lleno de grafitis, lo había observado desde el vagón del metropolitano como una interminable cinta de dibujos animados que atravesaba Berlín, cuyos espectadores debían darse prisa si querían saber de qué trataba esa función continua.
Repetí el trayecto varias veces, Silvia repitió el trayecto contemplándolo como a un interlocutor mudo y con el instinto firme de que era la última vez. Lo miró hasta que le picaron los ojos, como si al mirarlo pudiese entender el mecanismo del Universo, su complejidad, o al menos las razones del mundo occidental o la sinrazón de una Guerra Fría. Lo miró con la certeza de que caería antes del fin de semana como la nieve, sin dejar huella. Y volvió a Friburgo a sus clases con un sentido de responsabilidad que hasta ahora no se perdona.
De regreso en Friburgo entendí cómo en Franz Biberkopf muere su espíritu anárquico para convertirse en el prototipo del pequeñoburgués bien portado y acaba siendo uno de los millones que irán después con la corriente. Un hombre que clama tranquilidad
y orden cuando en el fondo es un ser que rechaza la tranquilidad y el orden, según Fassbinder.
Volví a Berlín cuantas veces pude y gracias a Miguelito Barreda que estudiaba cine allí conocí a su profe Juliane Lorenz, que había hecho el montaje de los trece capítulos de la serie y dirigía la Fundación Fassbinder, que acababa de nacer; ella había sido la última compañera de Rainer, como se refería a él. Me contó cuanto quise saber y puso todos los materiales a mi disposición. ¿Qué más podía pedir?
Pero mi vida privada también seguía su curso y yo esperaba mi segundo hijo, Silvia esperaba una hija. Optó por consagrarse a ello y le agradeció a su tutor que aceptase postergar la tesis de doctorado hasta pasada la menopausia…
Ni bien aceptó, Silvia no pudo sustraerse a la tentación de seguir escribiendo una novela propia que había osado empezar.
El 19 de febrero de 1994 nació su hija Milena y justo cinco meses después envió el manuscrito a una editorial de mucho prestigio en Barcelona para participar en un premio. Era el último día para que en el sobre apareciese el sello que le permitiría concursar y el correo cerraba a las ocho. Acababan de dar las siete y media. Pidió un taxi, acomodó a su hija en un maletín de bebé holgado y nuevo y de algodón, y cuando cerró la puerta de la vivienda se dio cuenta, jolín, me di cuenta de que había dejado la llave dentro.
Cuando despachó el paquete, decidió no contratar el servicio de urgencia de cerrajero, carísimo, sino visitar a una amiga donde podría pasar la noche. Total, a la pequeña Milena le daba el pecho.
Cuatro meses después recibió un fax, recibí un fax, había resultado finalista del anhelado premio y pensé de inmediato en Berlin Alexanderplatz.
Tenía una invitación a Berlín, a un fórum sobre guiones radiofónicos, me pareció ideal para celebrar aquel reconocimiento.
Al volver a Brisgovia supe que había encontrado mi camino, escribiría novelas.
Colonia, 27 de mayo de 2022.