Artes del jazz / Antonio Muñoz Molina

Quizás porque nació de un contagio mutuo de diversas músicas y mundos, el jazz lleva más de un siglo contagiando a otras músicas, a otras artes, cruzándose con ellas, apropiándose, infiltrándose subrepticiamente, como una especie botánica invasora pero también benévola, que fecunda en vez de empobrecer. El jazz son los cantos y los ritmos de África occidental llevados al Caribe y al sur de los Estados Unidos por los esclavos y la música de las bandas entre marciales y festivas que llegaron de Europa, y también el refinamiento de música de cámara de los salones criollos de Nueva Orleáns, con su ansiedad de estatus social en una tierra de nadie cada vez más inhóspita entre los blancos y los negros. El jazz son los tambores y las habaneras, los cantos de trabajo y de ceremonia pagana y los cantos de iglesia; la llamada y respuesta del canto africano y las largas líneas melódicas de los salmos bíblicos y de los sermones de los predicadores en las iglesias baptistas del Sur, en los que la comunidad responde con exclamaciones de aprobación, de fervor o de ira a la voz que declama en el púlpito. Todavía hay quien dice que el jazz nació en los prostíbulos de Nueva Orleáns y viajó hacia Chicago en los vapores de rueda del Mississippi. Basta mirar un mapa para comprobar que a Chicago no se llega en barco desde el Sur, y menos subiendo por el Mississippi. En los prostíbulos se escucharía el piano, pero también en las tabernas de mala nota, los honky tonks, y las corrientes sonoras que hacia la segunda década del siglo pasado ya habían confluido en la música venían de orígenes más diversos, incluyendo las bandas ambulantes que acompañaban los entierros y los pregones cantados de los buhoneros.

     Pero igual que el ragtime se había difundido gracias a las bandas perforadas de las pianolas, el jazz llega a existir plenamente gracias a una tecnología del sonido más avanzada, la de los discos de cera y después de pizarra. El polen del jazz que empezó a difundirse con tan asombrosa rapidez por las ciudades de América y de Europa lo trasladaban las orquestas de baile, pero sobre todo, y mucho más lejos, los discos de fonógrafo, más aún a partir de la otra tecnología decisiva para el gran estallido de la música popular, la radio.
     La gran música del siglo es inseparable de las artes y los progresos técnicos del siglo. El tango, la chanson francesa, el flamenco, la copla española. La primera película sonora se llamó El cantor de jazz, aunque en ella lo que se escucha no es música de jazz. La primera obra maestra del cine musical, Hallelujah, del extraordinario King Vidor, está llena de los cantos de los negros americanos, y en ella reconocemos ese spiritual que ya había usado DvoÅ™ák en su Sinfonía del Nuevo Mundo, «Coming Home», tan lleno de queja social y de esperanza mesiánica. Mucho antes Claude Debussy, tan atento a las sonoridades ajenas a Europa, ya había recogido ecos de ragtime en algunas piezas para piano. Y el joven Gershwin, que se acercó tan reverencialmente al veterano Ravel, influyó sobre él al mismo tiempo que aprendía de su magisterio.
     Pero Gershwin también acarreaba otras tradiciones, como Irving Berlin, Harold Arlen, tantos otros: la música judía, religiosa y profana, el klezmer de las orquestinas de la Europa Central que se escucha con tanta nitidez en el clarinete de Benny Goodman, y del que hay ecos, si se pone oído, en alguna sinfonía de Mahler.
     En este acarreo desordenado y caudaloso no podía faltar otra de las grandes artes del siglo, la fotografía. Como el jazz, la fotografía tiene orígenes cimarrones, hija bastarda de la pintura, oficio de artesanos itinerantes, mezclada siempre con las tareas y con las cosas menos distinguidas, a pesar de las tentativas ocasionales de encubrir su sospechosa condición de invento mecánico con pretensiones de nobleza, de mimetismo del refinamiento de los pintores académicos. Pero también hubo casi desde el principio quien quiso apartar el jazz de sus parentescos no recomendables elevándolo a la presunta dignidad de las salas de concierto. No hay que tener prejuicios: Steichen hizo magníficas fotografías queriendo acercarse a la pintura, y Paul Whiteman, tan desprestigiado por su empeño en barnizar el jazz para hacerlo respetable entre el público blanco y burgués de la música clásica, fue responsable de que Gershwin escribiera la Rhapsody in Blue.
     El fonógrafo, el disco, el cinematógrafo, la fotografía, la radio: la modernidad del jazz se alimenta golosamente de la modernidad tecnológica, se aprovecha de ella, la modifica, la influye. Una fotografía borrosa es el único testimonio que queda de quien fue el primer maestro indudable del jazz, Buddy Bolden, al que admiraron tanto King Oliver y Louis Armstrong, y de quien no existe ninguna grabación. Como los músicos de jazz, los fotógrafos aprendían artesanalmente su oficio y trabajaban muchas veces en la calle con aparatos primitivos. Sólo gracias a la fotografía pudieron los pobres legar sus rostros al porvenir, invadiendo un privilegio antes exclusivo de los señores del dinero. Excluidos de los conservatorios, sin posibilidades de encontrar trabajo en orquestas reservadas a los blancos, a causa de la pobreza y del color de la piel, muchos negros con talento musical encontraron en el jazz el único camino para cumplir una vocación y tener un trabajo digno. El destino casi milagroso de Louis Armstrong arranca con una corneta vieja y está documentado por la fotografía.
     En el cine, durante muchos años, a los músicos negros se les reservaba un papel casi siempre humillante de criados o de bufones, o de las dos cosas a la vez. Sólo Hollywood podía cometer la iniquidad de incluir a Billie Holiday y a Louis Armstrong en la misma película haciendo respectivamente de mayordomo y de doncella y de ninguna otra cosa. Fue la fotografía la que primero les reconoció su plena dignidad: vemos a King Oliver corpulento y magnífico y desde luego tiene algo de rey; el joven Louis Armstrong posa muy pronto para un fotógrafo en cuanto llega a Chicago, en cuanto puede comprarse un buen traje y una buena gorra. La actitud de Miles Davis en las fotos de los años cincuenta pertenece tan integralmente a su afirmación orgullosa de soberanía como la música que estaba haciendo en aquella época, es un anticipo de las luchas por los derechos civiles. Y nada refleja mejor que la fotografía lo que tiene el jazz de esfuerzo físico, de trabajo exigente, de disciplina laboral: tanto como las fotos de los músicos tocando nos conmueven ésas en que los vemos descansar al final de una actuación, o en un intermedio, hombres fatigados y tranquilos, como los que toman el almuerzo en un taller o fuman un cigarrillo antes de regresar a la tarea. Es en las fotos donde vemos el trance de una larga improvisación solitaria, el músico aislado por el foco en una negrura donde no hay nada ni nadie más, y también la solidez y la complicidad del trabajo de grupo, del esfuerzo compartido entre iguales. Nada como el blanco y negro de la fotografía para captar el brillo del sudor en la piel y esos párpados cerrados en una mezcla de abandono y de concentración; para sugerir la penumbra de los clubes y la oscuridad de esas noches mitológicas de los cuarenta y los primeros cincuenta en los que en un solo tramo de una sola calle, la W 52nd St.,entre la Quinta y la Sexta avenidas, se producía cotidianamente una de las mayores concentraciones de inventiva y talento que ha dado esta música, cualquier música.
     Artes del instante, del hallazgo, del duende, el jazz y la fotografía. Igual de inmediato es el dibujo, cuando parece que la mano va más rápida que la inteligencia y es más sabia que el propósito: la identidad zen entre la idea y el gesto, el disparo de la cámara en el momento decisivo y desde el único ángulo posible que no volverán a repetirse, la línea de improvisación que surge y que el músico sigue como si la escuchara suceder, como esa música que el Johnny Carter de Cortázar estaba tocando mañana. Gracias a las tecnologías del siglo, una música tan americana como el jazz se hizo casi instantáneamente planetaria. En Belgrado, bajo la ocupación alemana, bajo los bombardeos aliados, el poeta Charles Simic escuchaba de niño en la radio una música que no sabía lo que era y de la que se enamoró para siempre, y era el jazz que transmitían las emisoras del ejército americano. En una pequeña ciudad, en la España de Franco, gracias a la radio y a algún disco perdido yo me aficioné a la música pop americana y británica y muy pronto al jazz, y tampoco sabía lo que era, sólo que no se parecía a nada más y que me arrebataba.
     Algo parecido debió de sucederle a Hermenegildo Sabat, en otro costado lateral de América, en Montevideo. Hermenegildo Sabat es un dibujante de jazz no porque haga retratos de músicos, sino porque hace jazz con sus lápices o sus pinceles untados de tinta igual que un jazzman improvisa líneas melódicas. Parece que la mano va sola, pero va a alguna parte. La mano sabe a dónde va. La mancha de tinta sabe hasta dónde tiene que extenderse para cobrar la forma de una sombra o de una cara. Sabat es un dibujante de jazz en la misma medida en que Lester Young era un saxofonista de jazz. El secreto no está en el tema, sino en el procedimiento. El negro de la tinta del dibujo es tan hondo como el de las fotografías en blanco y negro de la edad de oro del jazz, que fue también una edad de oro de la fotografía.
     Y gracias a Sabat he confirmado algo que ya sospechaba, pero a lo que hasta ahora mismo no le doy forma: al poner juntos su retrato de Lester Young y su retrato de Onetti me doy cuenta de cuánto se parecen los dos, en lo superficial y en lo profundo, y esos dos amores míos que hasta este momento estaban en regiones separadas se reúnen. Lester Young es el Onetti de la música de jazz. Onetti es el Lester Young de la literatura. Basta escuchar unos compases de saxo tenor para reconocer a Lester Young, igual que con dos notas de piano ya sabemos que escuchamos a Monk. Basta una frase que va creciendo musicalmente como a tanteos y parece que no sabe hacia dónde va para saber que se lee a Onetti. Que se le escucha. Ésa es la misma línea delicada y sinuosa de los dibujos de Sabat. Les parfums, les couleurs et les sons se répondent. También las palabras.

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