—¿Nos echamos un clavadito?
Olíamos fuerte al despuntar el día. Habíamos trepado y bajado dunas. En la cima sonreímos ante la guirnalda de bahías de perla y obsidiana que se extendía más allá de lo que mis ojos podían distinguir.
Toda la noche noche vimos anidar tortugas. Los biólogos midieron, pesaron, monitorearon. Los estudiantes recogieron miles de huevos. Fernanda y yo sentimos el rumor de la tierra cuando, al tapar sus nidos, cientos de tortugas balancearon su cuerpo de un lado a otro para apisonarlos. Cuando la abracé, confundí el latido de mi corazón con el terremoto que creaban las tortugas.
Trabajábamos, y todos hacían lo propio. Los soldados ahuyentaban cazadores furtivos. Los estudiantes parecían niños o integrantes de un equipo atlético. Jugaban a quién recogía más huevos, quién los cargaba más rápido, quién medía y pesaba más tortugas. Fingían patrullar la playa con los soldados. Cuando las tortugas regresaron al mar dejaron miles de huevos a resguardo en el vivero. Los biólogos, con sus carpetas y sus gorras de visera, comandaban autoridad. Y sobre todos ellos, Fernanda.
La llamábamos Doctora Lucero.
Cuando el equipo se dispersó quedamos ella y yo. Sólo nos faltaba asearnos y descansar.
—Órale. A nadar —corrimos a la orilla.
En la tenue luz de la madrugada Fernanda se deshizo las trenzas, se quitó los shorts y la camiseta. No llevaba nada más. De frente, su cintura y sus caderas apenas curveaban, dando la impresión de delgadez extrema. Pero ni un solo hueso resaltaba en su torso. De perfil vi sus grandes pechos. Apenas se distinguían los pezones del resto de su piel, toda color caoba.
Por la espalda se precipitaba un lustroso torrente de cabello negro.
Tenía que dejar de mirarla.
—Huy —dijo—. Se me olvidó el traje de baño.
—Por mí no te apures. Pero ¿no te da miedo andar así aquí, a la intemperie?
Se rió.
—¿Quién le metería mano a la india Fernanda, amiga de soldados machos? Ándale, te mueres por quitarte esos trapos.
En efecto.
Fernanda se lavó con arena mojada, y yo seguí su ejemplo.
—Tállate la frente. Allí se junta mucha mugre de la tortuga.
Me tallé también los costados, donde el traje de baño me había calado. La arena era un bálsamo.
Me sumergí en el agua fresca mientras Fernanda nadaba de punta a punta de la bahía: un delfín negro. Alcanzó la roca, se dio vuelta y regresó hasta donde yo estaba. Me tocó la espalda, como si yo fuera la meta. Sólo después salió a respirar.
—¿Cómo duras tanto bajo el agua?
Se encogió de hombros, y dejó resbalar su mano hasta mi cintura. Bajo la superficie mis pechos flotaban libremente. Los suyos sobresalían justo encima.
Señalé hacia el horizonte.
—Dicen que tras esa punta está el coral lleno de esponjas. ¿Habrá careyes?
—Vamos a ver. Traje los visores.
Escupió en el vidrio del visor, lo frotó con agua del mar y me lo ofreció.
—¿Lista, amor?
Me invadió un bostezo. La frescura del baño me recordó que llevaba casi treinta y seis horas sin dormir. Me dejé caer de espaldas en el agua, extendiendo los brazos hacia los lados.
—No sé.
—Ya, niña. Una nadadita. No te vas a arrepentir.
—Vamos, pues.
Al ir costeando la caleta el cielo aclaró por el oriente. A la vuelta de la punta alcanzamos el arrecife de coral. Lo encontramos blanco, enfermo. Muerto. Sin esponjas, sin cangrejos, sin peces, sin caracoles. Aguas tibias, desoladas. Un desierto submarino; miles de pequeños esqueletos apilados como en un húmedo Chernobyl. Nos apresuramos a dejarlo atrás.
Más allá del cadáver el agua recuperó el color y la frescura. Entonces chispearon los cardúmenes de ópalo, ágata, cobalto. De la mano, fuimos buscando la floresta de anémona y esponja donde Carey querría alimentarse. Fernanda alcanzó un pulpo a varios metros de profundidad, y él enredó sus tentáculos en su brazo. Jugó a robarle el visor, a investigar por su nariz, sus orejas. Cuando Fernanda lo dejó de nuevo se llevó una gran sonrisa y marcas de ventosas en el brazo.
Una nube de estrellas, densa y fluida como red, nos envolvió en su ágil danza. Miles de peces plateados recogían la luz en diagonal, confeti de estrellas que multiplicaba por millones el sol de la mañana. Pasé el brazo por su cintura, y ella el suyo por la mía. Nadamos como siamesas, cada una con un brazo, frotándonos levemente los costados. Nuestras brazadas formaban remolinos de peces. Turbulencia de estrellas que originaba remolinos más pequeños, y ésos otros más aún. Y otros.
Seguimos el cardumen de diamantes a lo largo de la costa. Yo me esforzaba por no quedarme atrás. Fernanda se detenía cada tanto para dejar que la alcanzara.
En cierto momento subí a la superficie, me quité el visor y bostecé.
—No puedo más, reina. Te espero en la orilla.
Se quitó el visor. Me abrazó y me besó como la primera vez. Nuestros pechos se rozaron dulcemente.
Te adoro, pude haber dicho.
Se alejó con su séquito de estrellas acuáticas.
Yo regresé hacia la playa, seguida del resto del cardumen.
Buen rato nadé por la callada tempestad plateada.
Fue cuando la vi. Perdida en la danza de las estrellas volaba la tortuga, sus aletas como alas, enredando leves peces en su turbulencia. Pacía esponjas en sus camas de coral, despreocupada de todo, de mí.
Saqué la cabeza, grité.
—¡Fernanda, Carey!
Me respondió la brisa.
Seguí a la tortuga que costeaba, alejándose poco a poco hacia el mar abierto. Un golpe de sus gráciles aletas la hacía avanzar más que muchas brazadas mías.
Saqué de nuevo la cabeza. Era un espejo. La llamé.
Busqué, nadé. Volví a llamar.
No podía estar lejos.
Al dar la vuelta a una gran roca me detuve con un espasmo. Miré hacia abajo.
Suaves, negras algas, largas como esbeltos pastos marinos o listones, me acariciaban los pies desde el bajo fondo.
Me zambullí. Las aparté.
Rodeada de las algas descansaba Fernanda. Su mirada me penetró el corazón.
El mar me la robaba.
Y yo me zambullí para robársela a él.
Fernanda dejó caer una gran roca que sostenía en el pecho, y se precipitó hacia la superficie.
—Reina. Creí que me iba a morir ahí abajo, esperando a espantarte.
Tosía, jadeaba l