Apuntes: los mundos cruzados en algunos libros de Eduardo Lizalde

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). Su libro más reciente es La Isla (Ediciones Monte Carmelo, 2022).

1.

La línea de la vida hacia la muerte es tenue, no sabemos cómo delimita el aquí y el allá. El allá no tiene nombre ni perímetro ni tampoco un sitio donde ubicarlo. Ese halo que se fue, ese suspiro último, ¿a dónde va? ¿Qué queda y en dónde? 

Siguiendo las ficciones de Arreola, entre la tradición y la anécdota, y de Monterroso, entre el humor y el ensayo, unir los reinos o entender en qué momento se disocian es para Lizalde un objetivo que —entre ironía y desaliento— lo lleva a levantar teorías y desplegar versos. Es así que encontramos vasos comunicantes entre sus poemas y su Manual de flora fantástica (Cal y Arena, 1997). En los extremos, el tigre y la rosa. «Un solo tigre de las regiones bengalíes ha sido culpado, en ocasiones, por la destrucción de pueblos enteros, y se han emprendido contra él no sólo malas novelas […] sino auténticas campañas de cacería, más largas e infructuosas que las de Napoleón en Rusia […] Una planta vampiro puede, en breves y luminosos y purpúreos días, chuparse pueblos enteros ella sola, si las multitudes humanas y animales se ponen convenientemente a su alcance […] Lo que debe señalarse […] es el exterior aspecto humilde de las vampiro: suelen ser sólo un punto de polen inocente y cuatro pétalos, y un tallo pequeñito; alguna rosa espléndida que incendia el muy modesto brazo del rosal» (pp. 42-44). 

El juego —borgeano, por supuesto— de ir de lo irreal a la realidad más cruda, y de lo más improbable a lo evidente y lógico, conduce también al juego ficcional en que todo puede ser y puede no ser. Como en el poema xvii de Rosas: «Un arte como la pintura, / es la jardinería, dice Kant. / Con la paleta misma del creador, / y con sus propias herbáceas invenciones, / pinta el jardinero esos corpóreos paisajes» (El Tucán de Virginia, 1994, p. 35). Y en Caza mayor encontramos este vertedero de mundos que se tocan: «El tigre real, el amo, el solo, el sol / de los carnívoros, espera, / está herido y hambriento, / tiene sed de carne, / hambre de agua / Acecha fijo, suspenso en su materia, / como detenido por el lápiz / que lo está dibujando, / trastornada su pinta majestuosa / por la extrema quietud» (Nueva memoria del tigre, p. 229).

Manual de flora fantástica incursiona en el intento de unir el submundo con el supramundo, con la vanguardia detrás y habiendo atravesado toda una tradición de poesía mexicana (las obras de los Contemporáneos, García Terrés , Octavio Paz, Rosario Castellanos, Elena Garro, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Alí Chumacero, Bonifaz Nuño, Jaime Sabines, Efraín Huerta y un grandísimo etcétera). Lizalde rompe fórmulas para unir campos desiguales, tales la divinidad y el Estado, que califica de mecanicistas en lo teórico y en lo práctico, al imponer reglas y leyes fijas que, sin embargo, las plantas acostumbran desobedecer. Creencias y supersticiones se arraigan en las culturas y se imbrican con las verdades, en el suceder de la historia y las sociedades.

2.

Aventura o cruzada, o ambas experiencias, Manual de flora fantástica reúne el humor con el pensamiento científico y también con el social y el político. Si bien son textos de ficción, ninguno se desarraiga de su pedazo de realidad, en la necesidad o la aberración de las plantas de las que se ocupa: carnívoras, alucinógenas, medicinales, venenosas, etcétera: «Máquinas de sublimada y verde perfección» (p. 19). En el libro se advierte el pulso de sus poemas, no sólo porque en él encontramos esas liras o sonetos entreverados en líneas de prosa, sino porque continúa su perplejidad, su admiración y su espanto hacia un mundo despiadado. Es una mirada cruel, aguda y violenta: «Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme» (El tigre en la casa, 1970, p. 121). 

Ese tigre asesino, acechante, pero al mismo tiempo víctima, tiene su parangón en la rosa: «La rosa es una herida, una sutura / en la membrana de algún vecino mundo superior, / un fuego accidental que ha perforado / la celeste comba del mundo terrenal» (Rosas, p. 28). En el Manual…, Lizalde argumenta que la rosa es la única flor que late. Para, no obstante, preguntarse, «¿no serás una mueca, un torpe gesto / de la naturaleza compungida, y recelosa / de las criaturas andariegas? / ¿una boca fruncida, un extremado clavel, / una belleza disforme, más allá de las flores, / anómala sonrisa tasajeada, desflorada, malsana, / en vez de ese milagro / de perfección formal que te atribuimos?» (Rosas, p. 34). 

Los diversos elementos de la naturaleza —bondades, horrores— los va uniendo una prosa interesada en los mundos anteriores y superiores al ser humano. Elementos que, venidos de todos los seres en una mutación extraordinaria, tan extrema, tan química, perdió sus uniones místicas; se desbalanceó la armonía y la raza humana comenzó a padecer enfermedades. El mundo vegetal, por el contrario —explica Lizalde—, condenado a vivir eternamente en la inmovilidad, encontró «en las profundidades del planeta yacimientos suntuosos» (p. 19), 
que le han permitido extenderse y mutar. 

Por ejemplo, sabemos que tanto Olivier Messiaen como Johann Strauss registraban los cientos de cantos de los distintos pájaros y de ahí los llevaban al pentagrama en sus composiciones. Alguna vez, tratando de reconocer las notas de un pájaro, nuestro autor, bien avezado en asuntos musicales, apuntaba con un diapasón el pie de lo que escuchaba: do 6- sol 5- fa 6-, y al preguntarle a un jardinero de qué ave se trataba, le respondió: «Le llaman Primavera». Tiempo después, encontró en un barco sobre el Danubio a un sabio ecólogo que hacía observaciones de la vegetación cerrada en las laderas del río. Ante su misma pregunta sobre el canto de los pájaros —y he ahí el salto de la magia lizaldiana—, éste le contestó: «Hay toda clase de pájaros aquí, pero no son cantores. Aquí los que cantan son los bosques» (p. 74).

3.

La ciudad atraviesa, hiere, palpita en toda la obra de Lizalde. Una ciudad que lleva en su entraña la historia. Todo el esfuerzo técnico, dirigido a mitigar el dolor del olvido, «un padecimiento humano anterior a la existencia de las civilizaciones, las culturas y la escritura» (p. 87). En Tercera Tenochtitlán entramos a la radiografía de la ciudad, a la ciudad subterránea, invisible: «¿Hacia dónde han crecido los locos eucaliptos / ebrios de su propia aura febril / ejércitos copudos de madera olorosa / que bordeaban el sucio pero hermoso / falso río de Churubusco?» (Katún, 1983, p. 30). 

Lo informe, lo voraz y terrible siempre al lado de lo sublime. Así la poética del Tigre. «Bajo el mundo microscópico y atómico, vuelve a manifestarse un mundo como el nuestro, en el que viven plantas, animales, y en el que se desenvuelven, matan, angustian y sueñan seres racionales como nosotros» (Manual de flora fantástica, p. 76). Con su alma de naturalista, Lizalde no confía ni en la inocencia ni en la belleza. Y concluye: «En el fondo, la lucha de razas entre el reino vegetal y el animal es la más intransigente y genocida de todas. Uno de estos dos reinos ha de acabar con el otro, y no sabemos a cuál de los dos pertenecemos los hombres» (p. 40). 

4.

Conocí a Eduardo Lizalde en su oficina de la Biblioteca de México, cuando era director. Me impresionó su personalidad rotunda, pero aun más las modulaciones de su voz: era como continuar leyendo sus poemas. Voz familiar, voz que —aunque nunca la había escuchado— tenía registrada en los tonos de sus versos. 

Poco tiempo después, llegaron a mi domicilio tres libros, dedicados para mí con puño y letra de Lizalde: Rosas, sus versiones castellanas de Les roses, de Rainer Maria Rilke (El Tucán de Virginia, 1996), y Manual de flora fantástica. Este último me dejó impresionada por la traslación del verso a una prosa libre que logra ser eufónica, una prosa lúdica y de gran sabiduría. «Ya sabemos hace tiempo que el universo no es redondo, ni cuadrado, ni elíptico. Nos abruma también que sea infinito hacia arriba y hacia abajo, y que su incomprensible realidad contradictoria (ni comenzó ni tiene fin) consterne y humille los alcances racionales de nuestra humana subjetividad» (p. 76). 

Su punto de partida: «la existencia evidente del corazón de las plantas» (p. 79). Para desarrollar un libro de profunda búsqueda y mucha investigación. De desafíos intelectuales, en el que reúne el gozo de un observador y la conciencia y las incógnitas de un filósofo. 

De las cosas que se vuelven mundos y aprisionan historias, en Cada cosa es Babel, al tigre que hurga en la casa emociones, trama desafíos y devela su sentido para verter la ponzoña del odio, pero también para descubrir el amor en cualquier rincón, en cada gesto de El tigre en la casaManual de flora fantástica asume una larga tradición que viene desde Hipócrates, Dioscórides, Plinio el Viejo, Isidoro de Sevilla, Sorano de Éfeso, Galeno de Pérgamo, Constantino de África, Paracelso, Hildegarda de Bingen y los tratadistas árabes.

5.

Ahora que Eduardo Lizalde ha partido, nos quedamos con sus versos concluidos y su obra terminada. Para los lectores significa la posibilidad de navegar en un territorio cerrado. Al poner punto final a su escritura, confirmamos que Lizalde es un poeta que en cada libro recomienza, trabaja un nuevo enfoque de la realidad, metamorfosea su propia voz en una nueva búsqueda, con otros matices, en proyectos diferentes. Porque sus libros son proyectos completos con temas únicos, a la manera de Gorostiza y Paz, y en cada nueva búsqueda encontramos flexiones diferentes de la voz, del verso, de la prosa. 

Luis Ignacio Helguera apuntó sobre su tío: «Alguna vez habrá que emprender el estudio de la redacción de los libros de Lizalde a la luz de su biografía: su primera etapa familiar, su primer divorcio, sus estudios de filosofía breves pero intensos con José Gaos, su militancia política al lado de José Revueltas, su decepción vital e intelectual del comunismo, la muerte de su hijo Diego, su amistad con Octavio Paz, el amor de Hilda Rivera, son episodios, entre otros muchos, que marcan de manera definitiva, en las épocas correspondientes, la ironía amarga de los mejores cuentos de La cámara (1960) —que anuncian ya a un gran poeta—, la desgarradura pareja a la elevación lírica de El tigre en la casa (1970), la sarna crítica y epigramática de La zorra enferma (1974), la épica apocalíptica de Caza mayor (1979), las elucubraciones filosóficas y lingüísticas de Al margen de un tratado (1983), el ánimo lúdico y celebratorio de Tabernarios y eróticos (1989) y Bitácora del sedentario (1991), el sabor provinciano y la poesía de ese fresco histórico-familiar que es la novela Siglo de un día (1993), la serenidad terrestre y aérea de Rosas (1994), el equilibrio de exuberancia imaginativa y rigor intelectual de las prosas de Manual de flora fantástica (1997), la sabiduría no exenta de escepticismo y humor —la sabiduría contemporánea es indisociable del ejercicio del escepticismo y el humor, parece decirnos Lizalde— de Otros tigres (1995), etcétera» (Letras Libres, 31 de agosto de 1999).

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