Minatitlán, Veracruz, 1965. Su libro más reciente es «Función de Mandelbrot». (Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2021).
Tan temprano como 1824, Giacomo Leopardi hermanó a la moda con la muerte —tan antitéticas en apariencia como la pareja de la muerte y la doncella, motivo de la iconografía renacentista, no casualmente vinculada con la poesía de Petrarca, al que se alude en la sátira del autor del Zibaldone— al reconocerlas hijas de la caducidad. La agudeza de la observación es advertir como vínculo la renovación, para la cual es necesaria la condición perecedera. Mientras que la muerte se ocupa del organismo, la moda atiende lo que Foucault llamaría «el cuidado de sí», el cuerpo vivo.
Digo que nuestra naturaleza y usos comunes son los de renovar continuamente el mundo; pero tú, desde un principio, te arrojaste a las personas y a la sangre; yo me conformo a lo sumo con las barbas, los cabellos, los vestidos, los muebles, los palacios y cosas semejantes. (Leopardi)[1]
Esta dualidad anula la eternidad: la muerte finiquita la vida y con ello otorga la índole mortal inherente al hombre; la moda, en cambio, actúa en el tiempo y se ejerce en la historia, con lo cual imposibilita un criterio inmutable. De primera impresión, la fórmula de Leopardi podría parecer una mera intuición, cuando no una identificación grosera; su mérito, sin embargo, es percibir en la moda un elemento que desvaloriza hasta la condición que la sustenta. Siendo la manifestación más nítida del presente es también su negación, pues el movimiento implica su destrucción. Si la muerte niega al ser humano la inmortalidad, la duración temporal, la moda, al establecer una caducidad a las costumbres y valores, estipula el simbolismo social y derruye el carácter único pues se proyecta en el ciclo: a toda moda seguirá otra, los valores actuales caducarán para permitir la emergencia de sus relevos. Con tal mutación, el mismo tiempo se precariza pues pierde esa singularidad que le atribuyó el cristianismo y retomó Hegel en su concepto de historia. Más aún, la moda posee un poder superior al de la muerte ya que, mientras esta sólo delimita la vida sin afectar con los ideales, aquella, por el contrario, debido a su fluctuabilidad inherente, corroe esa ambición de inmortalidad simbólica, consuelo de los hombres, cortos de días y hartos de sinsabores. Casi diríamos, citando a Deleuze, devenido carrolliano, que la moda oscila entre el pasado y el porvenir, pero siempre esquivando el presente. ¿O deberíamos decir «la presencia»? La muerte destruye la carne, la corporeidad; la moda arruina ese trasunto de inmortalidad cuya metonimia dilecta es el mármol.
MODA: Finalmente, como muchos se alaban de quererse hacer inmortales, es decir, de no morir enteramente, porque una buena parte de ellos no caería bajo tus manos, yo, aunque supiera que esto eran bromas, y que cuando ellos u otros perdurasen en la memoria de los hombres, vivían, como se suele decir, de burla, y no gozaban de su fama hasta llegar a padecer la humedad de la sepultura. De todos los modos, comprendiendo que este negocio de los inmortales te ofendía, porque parecía que te menguaba el honor y la reputación, he suprimido la costumbre de buscar la inmortalidad, y también de concederla; incluso en el caso de que alguno la mereciese. De tal manera que en el presente, cualquiera que muere, está seguro de que no queda de él ni una migaja que no esté muerta, y que le conviene irse enseguida completamente bajo tierra, como un pececito que se traga de un bocado con cabeza y espinas. (Leopardi: 18)
Por esta potencia que afecta toda aspiración a la inmortalidad, incluyendo el mundo de los más altos ideales, es que la moda se asume como más poderosa que la muerte. Si expandiéramos nuestra percepción, atisbaríamos que su corrosión no afecta únicamente la temporalidad sino a los cimientos de la metafísica: los valores eternos e inmutables. La esencia de la moda, por el contrario, y por ende de la sociedad moderna, será la caducidad, la conversión, diría Nietzsche, de los valores en valores de cambio. Leopardi avizoró, así, el nihilismo.
Casi cuarenta años después, Charles Baudelaire partiría de la moda y la fugacidad para reflexionar sobre los valores. En este caso, uno en específico: lo bello. En «El pintor de la vida moderna», un ensayo genésico para la configuración de la modernidad, propone una estética del presente, de valores circunstanciales en oposición al clasicismo. Así, el introito, que pareciera peregrino respecto a su exposición, asienta que el arte no son únicamente «los poetas y artistas clásicos», de igual modo los artistas menores y los contemporáneos poseen relevancia porque frente a la «belleza general» trasmiten «la belleza en particular, esa belleza circunstancial y con unos determinados rasgos costumbristas». Las décadas transcurridas entre la crítica de uno y el ensayo de otro se aprecian en el cambio de juicio. La actitud apocalíptica de Leopardi contrasta con la de Baudelaire, quien saluda la emergencia de una nueva estética que desplaza el canon inmutable y el ideal absoluto. Su disquisición es, por una parte, un elogio a esa «esencial cualidad de presente» y, por la otra, la intuición de una vigencia que no depende de un modelo fijo sino mudable; los valores del arte dependerán de la manera en que el artista destile esas cualidades fugitivas y perecederas para convertirlas en creaciones memorables. Fantasmagorías: aprehender el espíritu del instante y plasmarlo para que perdure, «extraer lo eterno de lo transitorio».
Una vez que ha asentado que existen dos tipos de belleza, una sustenta en los valores absolutos y eternos —nótese que duda en considerar al sujeto de su reflexión enteramente «artista», ya que este es un epíteto que se aplica «al pintor de las cosas eternas —o al menos más duraderas—, de las cosas heroicas o de las cosas religiosas»—, y otra atenta a la fugacidad del ahora, a las manifestaciones actuales, a la circunstancia. Para circunscribir su noción de este artista «de la vida moderna» —un asedio que semeja un recorrido por esos pasajes y galerías que asombraron a su época—, invoca a su espectro familiar, Edgar Allan Poe, bien es cierto que sin nombrarlo. «El hombre de la multitud», otro texto que ha propiciado un vasto linaje especulativo, se cita como pauta para apreciar no únicamente el arte sino la vida. Diríamos entonces que el catador de la vida moderna es un personaje interesado por la vibrante actualidad, por las costumbres, los tipos, la experiencia urbana… Flâneur antes que parroquiano —un asiduo de cafés—, Baudelaire considera al artista como muy limitado, con una conversación constreñida a unos pocos temas y a las cuadras de su barrio —¡el artista parisino como un pueblerino!—, ya que no le interesa «el mundo moral y político». Una actitud del todo opuesta a la del sujeto moderno a quien fascinan precisamente esos orbes —moral y política—; aspectos que habitualmente los artistas, conforme a la noción clásica pero también a la doctrina del artepurismo —destinataria probablemente de estas puyas—, han desdeñado en aras de la trascendencia. Por ello insistirá en que no debe odiarse ni eliminar lo transitorio so riesgo de caer en el vacío de la «belleza abstracta e indefinible».
Estas observaciones efectuadas al socaire, con el ritmo de un paseante, configuran una poética y, por extensión, una estética radicalmente distintas a las implícitas en la sátira de Leopardi. Mientras este lamentaba que la moda corroyera la inmarcesibilidad de la obra de creación —esos mármoles tan adecuados para «los objetos heroicos o religiosos» que distinguen la actividad estética en la fórmula baudelairiana—, este, por el contrario, celebra la moda por ser una genuina expresión del presente. No nos confundamos, su postura no implica un desplazamiento hacia el extremo opuesto, sino que resuelve el enigma del fenómeno estético; en su composición se entreveran dos elementos: uno eterno y otro circunstancial.
Lo bello está constituido por un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, pero también por un elemento relativo y circunstancial, que será, alternativamente o en conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión. (Baudelaire: 81)
Es esta dualidad la que me interesa destacar. Para el poeta de Las flores del mal, lo bello ha dejado de arraigar en el horizonte de la eternidad, permitiendo, en cambio, la entrada del presente y la actualidad. Dentro de ese concepto ambiguo se cuelan la moral, la política, la vida en la ciudad con su condición efímera y caótica, aspectos que la tradición había soslayado. Es la misma tesis que encontraremos en su conocido poema sobre el albatros y en uno de los Pequeños poemas en prosa, donde el personaje, un poeta que extravió su aureola en el tránsito callejero, se refocila en un lupanar sin darle importancia a tal pérdida. Yves Bonnefoy señaló que la cabal traducción de Poe se da en la propia escritura de Baudelaire más que en sus versiones específicas del norteamericano. De igual modo, podríamos decir que «El pintor de la vida moderna» es una poética, no de la pintura, sino del propio poeta. Por ello, en «La pérdida de la aureola» reconocemos el tema del creador inmerso en la muchedumbre, ajeno y sobre todo renuente a ponderar su profesión como sagrada y trascendente. Ese extravío significa que el poeta lírico no será más un vate, una suerte de profeta que se arroga un lugar de privilegio, sino un hombre común:
De algo sirvió mi desgracia. Ahora puedo pasear de incógnito, cometer bajas acciones, y entregarme a la crápula, como los simples mortales. ¡Y heme aquí, en todo semejante a usted, como puede ver![2]
Diríase que, para él, la verdadera o única belleza surge de ese componente por excelencia de lo transitorio que es «la novedad». Recapitulo: se ha querido ver en este ensayo una defensa de lo nuevo identificándolo exclusivamente con esta «novedad», sin embargo, como el mismo autor dilucida, su concepto está más asociado al encanto, aquello que maravilla, que despierta interés, por lo que dichos elementos, más que «nuevos» serían «novedosos», como lo son para nosotros los paisajes, atuendos y costumbres que desconocemos, y, para el niño, sus primeras experiencias; en suma, a aquello que no nos es familiar. La «novedad» no es intrínseca a la moda, pero la moda sí se construye sobre la novedad, de ahí que Baudelaire relacione al artista moderno con un convaleciente o un niño, a quien siempre le interesan las cosas «aun las más triviales en apariencia». La convalecencia «es un retorno hacia la infancia». Nos instruye, adelantándose a Nietzsche, quien veía en el hombre un devenir niño como condición y preámbulo para la superación del humanismo y sus valores metafísicos.
De esta manera, comprendemos que este viajero de la multitud, este asiduo al movimiento, un ciudadano de los tiempos modernos —¿no fue Benjamin quien observó que la moda proporciona a la mujer la satisfacción de «ser contemporánea de todo el mundo»?—, no persigue únicamente el «placer fugaz de la circunstancia», sino algo más que Baudelaire definirá como «modernidad»: la destilación de «lo eterno de lo transitorio» y de encontrar la poesía en la historia.
buscando ese algo al que se nos permitirá llamemos la modernidad, pues lo cierto es que no encontramos una palabra para expresar la idea en cuestión. Para él, se tratará sobre todo, de arrancar a la moda su posible contenido poético dentro de lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio […]
La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. (Baudelaire: 91)
Habría que reconocer en esa ambición una empresa fantasmagórica que, para Baudelaire, resultará inherente a la fragua estética y para Benjamin, quien la retoma de los escritos del poeta, a la modernidad capitalista: el carácter precipitado y vertiginoso a la vez, que en adelante distinguirá la creación plástica, se debe la necesidad de aprehender, de plasmar, esa condición fugitiva. Únicamente a través del registro de ese pálpito es válido que una obra aspire a la preservación, a la «antigüedad», en sus palabras. Reconocemos entonces la simbiosis operada: el elemento transitorio se convierte en «preservable» mediante el arte, el artista es una especie de taumaturgo que conserva el espíritu del tiempo, como si se tratara de una operación alquímica en la que el plomo de la cotidianidad se trasmuta en el oro de la tradición.
La tesis de Baudelaire nos permitirá acercarnos a la poética de la modernidad. No se trata únicamente de recusar los valores antiguos, como en la querella de los Antiguos y los Modernos, ni una escaramuza más del combate entre los románticos y los clasicistas, sino de una nueva formulación, pues lo bello no elige entre uno y otro extremo, sino que los comprende en una unidad contradictoria, paradoja que es el germen de la modernidad: en toda obra de arte hay un elemento eterno y uno circunstancial. ¿No es esta finalmente la fórmula que enuncia Ezra Pound con su influyente pensamiento, «La tradición es algo bello que conservamos» y su mandato «Hazlo nuevo», en un sentido que también incluye «rehacer»?
Cabría reflexionar sobre esos breves apotegmas, sustento de la poética del imaginismo, que dirigieron la búsqueda de Pound y que permearon la reflexión de T. S. Eliot hasta acrisolar la poética del modernism. Para Pound, no hay valores inmutables, una tradición fija —que nos ligaría al pasado, nos constreñiría, de acuerdo a sus términos—, sino que cada generación propone —o descubre— los suyos. Como Baudelaire, sabe que el arte está condicionado por la época y por ello el poeta necesita adecuar su trabajo al presente. En la concepción de Pound, sin embargo, el eje no se encuentra en la novedad sino en la renovación formal, por lo cual proclama un retorno a los orígenes; la actualización del acto primordial, una creación sin preceptos que enfrenta al creador al reto de la forma. Con base en ello, el poeta crea como sus maestros, pero no los imita ni en sus temas ni en sus estilos, sino que a través de la experiencia —en este caso de la lectura—, comprende su aporte y descubre lo propio de su legado, que es la transformación.
Determinante en la formulación de esta poética será la noción de que todos los componentes abstractos se expresan mediante una forma primaria, la cual es inherente al arte que la trasmite. Así, la música se basa en el sonido; la literatura, en la construcción con palabras; la poesía, en la imagen y la pintura, en la forma y la disposición cromática, entre otros. Esta declaración, tomada de una publicación en BLAST, efímera revista de vanguardia que presentó al vorticismo, coincide con los principios del imaginismo. Al igual que Baudelaire, Pound comprendió que la modernidad no se fincaba en el rechazo de los valores precedentes —como preconizaban el futurismo y Dadá—, sino de la idea de una manera única de encarar el problema, una postura academicista. Al considerar que el fundamento estético es intrínseco a la materia de cada arte, apuntó hacia la forma y a la renovación como los fundamentos de la actitud moderna. Cabe recordar que en su ensayo «En cuanto al imaginismo», señaló a la emoción como principio fundamental para la forma:
la emoción es una organizadora de la forma, no sólo de las formas y los colores visibles, sino también de las formas auditivas […] La poesía es una composición o una «organización» de palabras acompañada de «música». (Pound, 2001: 59)
Dos conceptos más en intrínseca relación con nuestro tema. En El ABC de la lectura, Pound, quien despreciaba el conocimiento abstracto y desvinculado de la experiencia —nótese la afinidad con el flâneur Baudelaire— definió que una obra clásica era una obra siempre fresca. Es decir, la vigencia de esta reside en su cualidad vital, en su pálpito, no en el sometimiento a un conjunto de reglas ni en su instauración canónica
Un clásico es un clásico no porque se amolde a ciertas reglas estructurales, ni tampoco porque cumpla determinadas condiciones (cuyo autor es harto probable que jamás haya tenido noticia de ellas). Es un clásico en razón de una cierta frescura eterna e irreprimible. (Pound, 2000: 21
Tradición que no implica secuencia sino sincronía; el diálogo entre tradición y modernidad; el encuentro de la modernidad en la tradición, cómo un clásico suele devenir un espejo, un venero que nos devuelve a las aguas lustrales a la vez que se transforma en modelo. El arte como trans/formación: una forma que atraviesa por el río del tiempo, se baña en él y aunque muda, permanece. De ahí que también sea una suerte de homenaje a la forma de lectura que instauró Pound: concebir el arte nuevo de escribir poemas no como un rechazo ni una iconoclastia sino como el aprendizaje de los logros del pasado para comprenderlos dentro de la circulación del presente. He ahí el secreto de por qué todo poema resguarda las voces del pasado y contiene las del devenir.
Bibliografía
Charles Baudelaire, «El pintor de la vida moderna», en El dandismo, A.A. V.V. Joan Giner (trad.) (Anagrama, 1974).
Giacomo Leopardi, Diálogo de la moda y de la muerte. Antonio Colinas (trad.) (Taurus, 2013).
Ezra Pound, El ABC de la lectura. Miguel Martínez Lage (trad.) (Fuentetaja. Talleres de Escritura Creativa, 2000).
Ezra Pound, El artista serio y otros ensayos literarios. Federico Patán (sel., pról. y trad.) (UNAM, 2001).
[1] Dicho diálogo, una de las Operette morali, fue compuesto en Recanati entre el 15 y el 18 de febrero de 1824, según dato de la Wikipedia: «Analisi delle Operette morali». Consultado en línea: it.wikipedia.org/wiki/Analisi_delle_Operette_morali
(Fecha de consulta: 2 de noviembre de 2023).
[2] Et puis, me suis-je dit, à quelque chose malheur est bon. Je puis maintenant me promener incognito, faire des actions basses, et me livrer à la crapule, comme les simples mórtels. Et me voici, tout semblable à vous, comme vous voyez!
«Perte d’auréole», Charles Baudelaire, Œuvres complètes, t. iv, Paris: A. Lemerre, 1889. p. 127. (La versión es mía).