¿Por qué leemos, por qué escribimos? / Vicente Alfonso

Muchas veces se ha dicho que no se puede ser un buen novelista antes de los cuarenta años. Según esa tesis, el problema sería la falta de experiencia: imposible narrar desde el desconocimiento. No estoy seguro. García Márquez escribió Cien años de soledad a los treinta y nueve. Flaubert publicó Madame Bovary cuando tenía treinta y seis. Kafka dio a conocer La metamorfosis cuando tenía treinta y dos, y más o menos la misma edad tenía Mario Vargas Llosa cuando terminó Conversación en La Catedral.

      Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre una buena novela y una mala? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende?
Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: «La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no sólo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social».
      Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces una novela será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo.
      Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas «posmodernas». Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: ¿por qué leemos, por qué escribimos?
      Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: «No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan, las entiendas o no» (Gribbin John, Física cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas.
      Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatadas por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Nos jactamos de la Estación Espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del escusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en buena parte producto de él.
Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos: instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la vida. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que «ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz». Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto a las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas.
      Las respuestas inmediatas a la pregunta «¿por qué leemos?» pueden ir desde el mero entretenimiento —leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca— hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio.
      En estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. Pareciera que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo xix. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características. Una innovación técnica debe ser bien recibida cuando ayuda a contar mejor una historia, es decir a compartir plenamente la experiencia humana.
      Una de las razones de ser de las ficciones literarias es permitirnos mitigar el encierro del yo para vivir vidas distintas. Las novelas y los cuentos son la oportunidad para ver el mundo a través de otros ojos: apreciamos otros detalles, son otras las reacciones de los personajes que deambulan por las páginas. Los novelistas parten de la realidad para recrearla; no obstante, por realista que pretenda ser la literatura, jamás podrá ser como los hechos. Dado que las ficciones literarias se construyen con palabras, transmiten una visión de la realidad y no la realidad, pues ésta nos llega filtrada a través de unos sentidos, y ordenada por una razón, matizada por una experiencia. Esta visión implica atender algunos estímulos y descartar otros. Nadie, sino Cervantes, podría escribir el Quijote. En el cuento de Borges, un hombre del siglo xx logra escribir idénticos, letra por letra, los capítulos ix y xxxviii de la primera parte. Para lograrlo, su método inicial consiste en conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros, olvidar la historia de Europa entre 1602 y 1918. En otras palabras, debe ser Miguel de Cervantes para tomar una por una las mismas decisiones que trescientos años antes tomó el autor original: escoger las mismas palabras, las mismas anécdotas y las mismas herramientas literarias. En Mosquitos, William Faulkner escribe: «un libro es la vida secreta, el oscuro hermano gemelo de quien lo escribe».
      Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construcciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura.  
Las mejores novelas son aquellas que logran trascender lo anecdótico, que van más allá del recurso fácil, las que aportan algo a esclarecer el misterio cotidiano de la individualidad humana. Aquellas que exploran la construcción de la identidad y la forma como los hombres dialogan y se relacionan con el mundo. Y esas historias son, en realidad, sólo unas cuantas.

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