La membrana [fragmento] / Gabriela Hernández

Ayer compré los avisos clasificados. La semana pasada soñé con una mansión rodeada por un jardín y una piscina, en un barrio alejado del centro, busqué y encontré algo a mi medida: una casita sin teléfono, sin instalación de gas y con un chapoteadero en el que apenas cupe. La renta es un regalo, llevaba mucho tiempo sola por lo de la falta del gas, qué puede importarme eso si tengo una cafetera eléctrica. La anunciaban equipada con refrigerador en la cocina. Hace tiempo que no conseguía algo tan barato. La casita me acogió como una madre sobreprotectora, me sembró la tentación de quedarme aquí. Me mudé con lo de siempre, nadie se ha dado cuenta de que hay un vecino nuevo. El barrio es tranquilo, con un parque a una cuadra, camino allí y me gusta sentir que tengo años haciéndolo, llevo un libro y simulo que leo. Hoy un viejo quiso hacerme plática, me aburrió, me preguntó si era profesor, le dije que sí, que tenía que preparar la clase. Hace tiempo que no siento lástima por nadie, es patético para el que la inspira, además no creo en lo de los karmas, subir y bajar niveles… La vida es injusta sin explicaciones.

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A Stairway to Heaven, la música de esa escalera me pone chinito. Las películas de antes eran resguardadas por una piel porosa. Una tela de araña que teje un misterio encima. Es imperceptible, plástica, pegajosa. Vegetales, animales tenemos una cubierta que no impide el paso de lo que sea que tenga que pasar. Todos necesitamos una escalera que nos lleve al cielo. La piel es esa escalera. Protege. Esconde. Salva. La llamo membrana porque me atrae su sonido sexual y masculino: m de miembro, e de erecto, b de brillante, r de rozar, a de amarillo, n de nirvana. Como un anuncio clasificado: contáctelo en el 3231-1093. El sexo entra por la membrana, luego se va a la cabeza y de allí adonde estemos dispuestos. La membrana me acerca y me aleja del tiempo como un péndulo, me acerca a las cosas, a los otros; el vuelo es casi un orgasmo. La oscilación es juego. Vacilación. Duda. El chiste es brincar, o como diría una mujer: aterrizar. Sin tocar no seríamos nada. Me acerco a la gente por el sexo, sé de lo que puede ser capaz, juego en ese mundo de posibilidades y luego doy El Brinco. El intermedio es un sueño del que no quiero despertar.

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Hoy descubro a Adán y a Eva corriendo. Dan varias vueltas y luego se quedan acostados sobre el pasto, se toman de la mano; con los ojos cerrados sienten su pulso. Los envidio. Ella parece cínica, él guapo. Belleza y cinismo, una buena combinación para el sexo. Él lleva pants oscuros, camiseta holgada, una gorra que ensombrece su rostro, más alto que ella y cuadrado pero tan flaco como un ciclista. Ella trae puestos unos mallones de licra pegados al cuerpo que le llegan a las rodillas, una sudadera que avienta en la segunda vuelta mientras corre, le queda una camiseta escotada, y sus ojos castaños, vivaces, casi plenos. Me atrae ese casi en las personas, es un imán. Cabe tanto. Insatisfacción. Deseo. Miedo. Las mujeres de más de veinticinco lo mantienen. Como a una arruga, le ponen crema para atenuarlo, saben que no desaparecerá, se vuelve al mismo tiempo esperanza y decepción. Hambre y náusea. Plenitud y carencia. He visto mujeres de sesenta con ese casi brotando de sus ojos, no puedo negar que me conmueven. Eva debe de tener unos treinta y cinco años, sus ojos brillan intensamente, ni siquiera después de hacer ejercicio se opacaron, lo único que mengua su intensidad es el casi. Estuvieron recostados unos quince minutos, luego gafas de sol y chao, chao, sólo ellos en su edén privado. Con las gafas uno se protege, se esconde y se luce.

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La costilla de Adán sale de compras. Tiene debilidad por las gafas. Me acerco a ella en la tienda, no me reconoce. Esa indiferencia me duele, he sabido disfrazarme, así que la merezco. Escucho su voz cuando habla con la dependienta, sin titubeos, sin palabras de más pide lo que quiere. Mi madre era así. No veo su futuro con hijos, es una falsa Eva. Mi madre era así: La mujer. No, la madre. Eva a la mitad. Su boca es grande, sus labios finos, dibujados, sus dientes impecables, sus ojos casi plenos. Su destino está en el casi. Su poder. Lo sabrá después.  

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Eva se parece a Marilyn, sexi y triste, se aferra a sus gafas, se las quita lentamente, las pone sobre su cabeza como si fueran una tiara, las toma y las dobla con una sola mano, se las cuelga en la blusa para tenerlas listas por si las necesita, deja su cabello despeinado y saca una polverita de su bolso para comprobar que su rostro está en orden. Su striptease me fascina. Eva es vanidad pura, se aferra a sus gafas para ocultar. Melancolía. Misterio. Defectos. Podría ser la protagonista de un comercial: frívola, orgullosa. Le vendría bien el eslogan: Su tristeza dignifica a Chanel.

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No hay nada más hermoso que una calle enmarañada a las siete de la mañana. Hoy decidí salir con mi cámara. Una gata dorada a la que le hablo me ignora y se monta en un árbol, se queda echada en la sombra de una de las ramas, en espera de algún pájaro para comer, pienso en Anita Eckberg y me parece escucharla melosa, Mamita, quiero mi leche. Aquí los días se acumulan como años. Tomé algunas fotos del gigantesco velo de novia descubriendo la mañana; ese velo es también piel. Soy una banca más del parque. Los deportistas se ven a sí mismos, dan la impresión de ser parte de una coreografía ensayada, se me antoja esa concentración de yoguis que meditan. La mayoría son hombres, descubro a Adán y a Eva y me uno a ellos, ni cuenta se dan, lo que queda de la neblina toca mi cara haciéndome parte de ella. Todos lo somos. La gente de por aquí despierta mi soledad.

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El hambre me llevó a este lugar, la figura de Eva en la entrada por poco me hace retroceder: detrás de un atril dirige la repartición de mesas, gente esperando, saliendo; consultas con el capitán de meseros, con el barman. La anfitriona soluciona todo tipo de problemas, imposible fijarse en desconocidos. Aún soy eso. Agacho la cabeza por instinto y miro sus pies, sus zapatos son estilo romana, las cintas ceñidas a sus piernas casi alcanzan las rodillas. Me dieron una mesa muy rápido porque estoy solo. Eva también tiene tiempo para flirtear. Hay clientes familiares que acercan la boca a su oreja para que se les escuche entre tanto barullo. Cuánta gente hermosa. No se puede pensar. El aliento de un desconocido desencadena: Un encuentro en el baño. Un manoseo. Un beso, solamente. La noche es una membrana carnívora.    

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¿Por qué llamarían a Luis xiv el Rey Sol? Por solitario. Descubrí que Adán y Eva viven enfrente: Eva camina en ropa interior, aún trae puestas sus sandalias, la casa está a media penumbra. He dejado las luces apagadas todos estos días, en verano la oscuridad llega tarde, densa, tantas cosas caben en ella, espero unas manos, espero y no llega nada. Adán besa a su mujer y va bajando despacio hasta quedar a sus pies, desata las cintas y acaricia las piernas. Ella le da palmadas en la cabeza, mete sus dedos entre el cabello y se aparta caminando descalza hasta la ventana, tiene una bebida en la mano, ve el cielo, las estrellas, dice algo y luego se fija en mi ventana oscura con su mirada casi. En el casi cabe la noche, él rodea su cintura, levanta su cabello y comienza a besarla. Es un amante generoso. La oscuridad se ha aligerado, pienso en el sol antes de…

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Despierto con un antojo. Sigo a Adán. Se va a trabajar después de correr en compañía de su mujer, después de despertarla amorosamente, hace lo que todo buen hombre hace: trabaja. Entra en este lugar con una bata colgada en el brazo, encuentra a dos compañeros y habla con ellos. Los hombres buenos son excelentes padres, como el mío, los hombres buenos son traicionados alguna vez. Es una casa recién pintada con una barda alta, puertas de hierro oscuras con cámaras en sus esquinas, no hay letreros, placas o anuncios, la bata de Adán es de laboratorista. Salen esporádicamente camionetas.
Adán vuelve a casa a las seis, yo estoy aburrido.

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Adán y Eva nunca fueron tan felices. Desayunan en el jardín, sacan unas mantas y se recuestan en el pasto. A veces me parecen imágenes editadas, los defectos de uno son cualidades para el otro. Cuando el amor se les acabe podrán seguir juntos gracias a la generosidad de Adán. En esa casa el tiempo es el vuelo de un canario enjaulado. Hoy no trabajaron, es sábado; a eso de las doce llega de visita una mujer: charlan, beben, cocinan y luego se echan en el pasto, ellos se quedan dormidos, la mujer mira al hombre, le acaricia el cabello, delinea cada trazo de su cara. Hay en su gesto una necesidad primitiva. Pura soledad. Se recuesta de nuevo y, como si este contacto fuese un calmante, se queda dormida. Se me antojó a mí también tomar ese soporífero. Nunca he necesitado a nadie para dormir, mi sueño viene y va como una botella vacía en el mar. No puedo resistir, agarro mi cámara y un zoom y les tomo fotos con el placer de un violador, es conmovedora la inocencia de la gente cuando duerme, soy un dios delante de mis durmientes.

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Tuve un sueño: vivo en la casa de enfrente con Adán, nuestra vida es un cielo con una parvada de tordos: libre y ensombrecida. Adán queda atrapado en un incendio, lo rescatan con las piernas deshechas. Después de una larga temporada en el hospital, viene a casa con una enfermera que se tiene que hacer cargo de sus curaciones. Ella se vuelve su amante, él quiere dejarme. Durante el día, ella debe salir a trabajar, cuido de Adán, lo reconquisto. Descubro en un cajón de la enfermera unos muñecos vestidos igual que nosotros. Por las noches sus piernas son puro fuego. Me veo obligado a hacer un trato con ella.

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Los pasos de Adán cuentan su historia. No flota, camina: un, dos, un dos; mira, si merece la pena, a quien pasa a su lado; conoce al vendedor del quiosco de periódicos, se detiene a comprar cigarros. Camina firme. Encuentra a otro hombre al que le entrega algo en la mano, asiente con la cabeza y guarda un papel en el bolsillo del pantalón. Enciende un cigarro que apaga en el camino para ayudar a una anciana a atravesar la calle. Es un hombre que cree en los otros, igual que mi padre. ¿Será traicionado? Zapatos de uso rudo: cómodos, infantiles. Llega finalmente a su destino, mete su mano en el bolsillo y saca algo, el papel que le dieron hace un momento, tal vez. El portón de la casa se abre y sale una camioneta blanca, el chofer va solo, la cabina es mediana, parece de esas especiales, refrigeradas, dice: Sangre de cordón en las puertas traseras. Adán entra sin detenerse a saludar al conductor. Los pasos de Adán cuentan su historia a medias. 

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El anonimato pertenece al pasado. Ayer encendí las luces en la madrugada después del sueño que tuve con Adán. Las miradas de los vecinos picotean mis ventanas en busca de lombrices, no tardará en aparecer algún buen samaritano que me honre con su presencia, que me ofrezca una cesta de fruta, unas flores, una taza de azúcar a cambio de ¿vives solo?, ¿por qué?, ¿a qué te dedicas? Preguntar es un modo de vida, no les interesa saber quién soy. La casa sigue siendo una madre sobreprotectora. El que me la rentó no se equivocó cuando me dijo que me sentiría seguro aquí dentro, que no querría salir. El sueño corre igual que un viento arenoso, penetra en todas partes, es desesperante; bebí leche y en el camino tropecé con la única silla, creo haberme fracturado el dedo meñique, despotrico contra el mundo. El dolor en la noche te desnuda. En el sueño, Adán tenía la cara de mi padre, la enfermera, la de mi madre.  

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Hoy llamaron a la puerta de mi casa. Oídos sordos. Husmearon por un costado, me descubrieron en el chapoteadero. Hansel y Gretel pellizcan la casa hecha de galletas. La curiosidad… Se marcharon al no encontrar respuesta. Gretel salvó a Hansel de las manos de la hechicera, claro que le cobró este hecho hasta el último de sus días. Hansel piensa en una vida con la hechicera: lo habría sacado del horno, lo habría liberado para hacerle compañía, seguro tendría el don de cocinar, las paredes hechas de galletas eran sabrosas, la casita invitaba a quedarse. Volverán. ¿Qué chingados es sangre de cordón?   

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En el quiosco de la esquina está una revista que trae en la portada escrito: Sangre de cordón. Me entero de que es la sangre que salvará a las nuevas generaciones. Extraen la sangre del cordón umbilical, la pasan a una bolsa y la congelan para posibles trasplantes y no sé qué otras mamadas. Sólo faltan los extraterrestres en esta historia. La mía es terrícola de pe a pa: Mi abuela guardó el cordón que nos unió a mi madre y a mí, lo encontré seco en un cajón de su ropero, lo agarré pensando que era una víbora disecada; cuando supe qué era, me dio asco su apariencia, algo tan sublime convertido en un cadáver de víbora, de puro coraje lo arrojé al caño. Extraño es que aparezcan en mi vida cordones umbilicales congelados, salvadores. Gracias al mío estoy aquí. Nada más. ¿Qué hace Adán en un lugar de éstos?

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He nacido para el barrio / Sin cordón umbilical / He llegado sin denario / Buscaré un amor fatal / En Eva o en Adán. Me dijeron que en Buenos Aires hay una esquina famosa en el centro de la ciudad donde la gente canta tangos compuestos por ellos mismos. Aparecí en casa de mis nuevos amigos. Me amaron con indolencia / Qué delicia, compadritos, / Sentir de ustedes querencia. Los dos son tangueros, no me preguntaron nada, sentí la obligación de darles algunos detalles, por su situación de desventaja. A partir de ahora que se las arreglen. Eva adopta a sus amigos, los mima. Hubo derrame de miel, antes, mientras y después de. Hubo también un clic subterráneo con Adán. Imaginación fatal la mía. No la necesito, la historia solita está llena de.    

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No puedo dormir; con las luces apagadas, miro por la ventana. De niño entro en el cuarto de mis padres y cambio de lugar las cosas que han dejado listas para empezar el día siguiente, las pantuflas de mi madre las dejo en el lugar de las de mi padre, desaparezco la pasta de dientes, también objetos de un valor incomprensible para mí: un pañuelo con unas iniciales bordadas, un camafeo, una foto, una carta. Hacerlos aparecer es fantástico, dar esa felicidad de momentos recuperados por un simple objeto, o mejor, saber que sólo yo sé el paradero de eso tan preciado, es indescriptible. Mi abuela nos visita un día, lleva sus píldoras para la hipertensión dosificadas en un pastillero blanco, siete casillitas a lo largo, siete a lo ancho. Las píldoras desaparecen en su segunda noche, no le aviso a mi madre porque mi abuela está segura de que las ha dejado en algún compartimento de la maleta. A media mañana se preocupa, al mediodía me pide ayuda; necesita ir a la farmacia a surtir la receta, se siente fatal. Las dejo en el mismo lugar de donde las tomé, pero mi abuela se recuesta y ya no se levanta. Encuentro una carta. Cáncer. Sesenta y cinco años bien vividos que terminan con un envenenamiento generoso. Pocas palabras trazan un mapa de sus días, los últimos días, las últimas palabras. Guardo la carta y convierto el suicidio de mi abuela en mi secreto. Las noches aquí se acumulan como años.

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