Acapulco [fragmento de una novela en proceso] / Alberto Chimal

Antes de lo que me pasó hace unos meses, prefería no pensar en los sucesos extraños.

Me daban vergüenza aun cuando nadie salvo yo los conocía.
     No sé qué pensaba. ¿Creería, tal vez, que alguien podría llegarlos a conocer si no tenía cuidado? ¿Que me oirían hablar dormido o algo semejante? ¿Que eran un deshonor, una infamia?
     Tendría que haberme dado cuenta de que no tenía sentido. Ni el día en que mi mamá, mi propia madre, estuvo casi al lado mío, se dio cuenta de nada de lo que estaba sucediendo. La vez que se me apareció Jesús.
     Esto es bastante normal, según parece. Mucha gente habla de eso a lo largo de la historia. Por ejemplo, los santos. O las personas que van a las iglesias carismáticas. No creo que todos los casos sean reales, pero siempre he procurado escuchar a quienes cuentan historias sobre el tema debido a mi experiencia personal. No les puedo decir de entrada que me parecen locos o ignorantes. Como también dicen las revistas de lo insólito (Contactos Extraterrestres lo dice mucho), hay que tener siempre una mente abierta.
     Lo de Jesús. Yo tenía siete años y estaba en Acapulco. Creo que en esa época me había olvidado por completo de mi encarnación y de las otras visiones de cuando era mucho más pequeño. Ya he dicho que me pasaba eso. Además eran las vacaciones de verano. Siempre solíamos ir a algún lugar con playa. El trayecto era especial desde levantarse muy temprano en la madrugada, sacudirse el sueño a como diera lugar, subir todavía a oscuras al coche que conducía mi tío Enrique, enfilar hacia la carretera México-Toluca (yo no entendía por qué no se llamaba carretera Toluca-México) y llegar al Distrito Federal cuando apenas iba a amanecer, para poder estar en el aeropuerto a la hora señalada. Mi tío ponía Jazz fm en la radio del coche y era la única vez que escuchaba esa música rara que sólo le gusta a él. Dave Brubeck. Chick Corea. Miles Davis. Quizá me gustan algunas piezas de Brubeck o de Corea. Antes les decía canciones, pero ahora sé que son piezas porque no hay quien cante en ellas. Como varias de Pink Floyd o de Rush.
     Siempre con el jazz de fondo llegábamos al aeropuerto y bajábamos del coche para entrar y llegar con las tías Bertha y Marcia, que en realidad son amigas de mi mamá y no parientas, pero con las que íbamos siempre. Entregaban los boletos, que venían en copias de varios colores. Esperábamos mirando por las ventanas de las salas de espera, mientras la oscuridad en el cielo se iba retirando despacio. Después subíamos al avión y a volar. El sol salía por detrás de las nubes cuando ya estábamos muy arriba.
     Pensaba que aquello era el despertar del mundo. Así, con esas palabras. También me imaginaba el despegue del avión con música: a veces era más jazz de mi tío Enrique y otras algo venido de un comercial, de esos que anuncian cosas tremendas y extraordinarias.    
     Esa vez, como otras, el avión llegó a Acapulco, llegamos al hotel, nadé como dos horas en la alberca, comimos y volví a nadar. Me gustaba más la alberca que el mar. No se me metía arena en las sandalias. A lo mejor no era del todo nadar. Daba vueltas y vueltas en el agua metido en un salvavidas. Me gustaba ver girar el cielo. Me detenía y seguía girando. A la hora de regresar al cuarto estaba muy cansado y muy quemado por el sol, como siempre que iba de vacaciones a la playa. Mi mamá me regañó, que también era lo habitual, durante todo el trayecto en el elevador y por los pasillos hasta llegar al cuarto. El 1412, lo recuerdo. Me acosté en la cama (había dos en el cuarto: una para mi mamá y otra para mí) y me desperté algún tiempo después. Las luces estaban encendidas pero no había nadie conmigo. Estaba solo.
     Tuve miedo. No sabía a dónde podía haberse ido. No se había llevado nada de sus cosas. No sé por qué lo primero que se me ocurrió fue eso, que podría haberse marchado y haberme dejado allí. Fui hasta la puerta y la abrí. No había nadie en el pasillo, que estaba bien iluminado pero en cuyo fondo había una ventana negra, negra, negra. Desde algún lugar llegaba el eco de una música que me recordó a Brubeck, aunque tal vez sonaba a otra cosa. Salí. La puerta se cerró en cuanto estuve afuera. Hasta ese momento se me ocurrió que debería haber buscado la llave y haberla sacado del cuarto conmigo. Tal vez mi mamá se la había llevado.
     Sólo se me ocurrió ir a tocar al cuarto de junto, el 1414, que era el de las tías Marcia y Bertha. Eran muy simpáticas y no me regañaban nunca. Bertha era muy delgada y Marcia muy gorda. No estaban en el cuarto. Por más que toqué nadie me abrió. Entonces me asusté de verdad. Se habían ido las tres. Y se habían ido sin avisar. Me habían dejado solo en Acapulco.
     No alcancé a pensar en lo estúpido que había sido al quedarme afuera del cuarto y sin posibilidad de volver a entrar. Pensé en bajar a la administración a preguntar por ellas, pero entonces descubrí que no podía hacerlo. Nunca le había preguntado nada a nadie de los encargados del hotel ni de ningún negocio semejante. No era capaz.
     No sé si ustedes conocen a Jacobo, un compañero de mi preparatoria. Es una persona a la que no pueden decirse muchas cosas. En un momento pensé que podía ser un buen amigo y le conté mucho de mí. Tenía la idea de que la gente llega a querer a otros cuando sabe lo bastante de ellos y se le habla con sinceridad. Pero nunca llegué a contarle el episodio de Acapulco. Ancédotas mucho menos importantes le provocaron risa o reacciones de desprecio. Por ejemplo, una vez que le conté lo del jazz, solamente lo del jazz, me llamó «esnob chovinista» por no admitir que prefería la música que le gusta a todos, el grupo Timbiriche y Yuri y las cosas propias de mi clase social.
     Después verifiqué en un diccionario y vi que Jacobo usaba mal la palabra «chovinista». Pero no se lo pude decir. Cuando llegué con él tenía ya otra cosa que criticarme. Yo, me dijo él, soy un cobarde: un «niñito de mamá». Se me nota, dijo, la ausencia de una figura paterna. Por ese trauma, dijo también, es que tanto mexicano se siente víctima y nunca hace ningún esfuerzo para lograr algo de provecho con su vida. A él se lo había dicho su papá, quien lo leyó, según esto, en El laberinto de la soledad de Octavio Paz.
     ¿Será cierto? Eso sí no sé si podré verificarlo. El libro se ha mencionado en la preparatoria, en el segundo o tercer semestre, pero nunca nos lo han dado a leer. En todo caso, por eso que me dijo Jacobo —y por la cara de superioridad con la que me lo dijo, y que antes me afectaba tanto: que realmente me hacía sentir inferior— jamás le conté a él, ni a nadie, del rato que estuve caminando de un lado a otro del pasillo, del 1401 hasta el 1430, junto a la ventana negra, y de regreso. Jamás le conté de cómo el negro del cristal resultó ser engañoso: de cómo al llegar y asomarme pude ver, muy abajo, las luces del puerto de Acapulco, como estrellas que hubiesen caído delante del agua y estuvieran igual de remotas que las del aire. Jamás le conté de cómo, cuando llegué hasta el elevador, justo cuando pude reunir fuerzas para llegar hasta el elevador, se abrieron sus puertas y salieron de la caja un hombre, una mujer y dos niños mayores que yo, más altos y más pesados, de pantalones cortos y playeras sin mangas, que me asustaron y me hicieron correr a la puerta de las escaleras. Nunca se me había ocurrido que un edificio con elevador pudiera tener también escaleras pero las encontré, se aparecieron ante mí. La puerta no estaba cerrada con llave y la abrí de golpe, rogando que los cuatro del elevador no me siguieran porque no sé qué hubiera podido decirles.
     No me siguieron. Me quedé solo en el pozo de paredes blancas, mal iluminado, que llevaba desde el piso catorce hacia todos los demás. La música de afuera dejó de oírse.
     Allí se me apareció la cara flotante.
     La cara no tenía cuerpo. En lugar de torso, brazos o piernas tenía una luz alrededor como una corona o la melena de un león. También tenía su propio cabello y una barba. Y me miraba.
     Yo supe que era Jesús aunque no se parecía tanto al de las imágenes. Puedo evocar mi primer vuelo (o mi último vuelo) por el pasillo de la casa de Toluca, aquel que ya les he contado, y puedo evocar igual de bien su cara, como la vi aquella noche en Acapulco: tenía ojos grandes de color café, nariz pequeña y estrecha, pómulos altos, labios pálidos pero más bien gruesos. Su bigote era puntiagudo y su barba escasa: apenas le agregaba volumen a la cara. Tampoco el pelo, castaño claro, era tan largo. Podría haber podido pasar por hombre blanco —como se supone que es, según la Iglesia—, pero su piel no era rosa sino amarilla: amarillo azafrán, amarillo yema de huevo.
     Hay quien dice que Jesús, el Cristo, era extraterrestre. Lo dicen por igual esoteristas y autores de ciencia ficción. Antes la idea me asustaba, pues me parecía una blasfemia. Ahora se me ocurre que podría ser verdad. Tal vez tuve la prueba delante de mí aquella noche. Se supone que los visitantes de otros planetas deben de tener aspecto extraño, simplemente porque evolucionan en lugares muy distintos de la Tierra. En su ambiente es lógico que tengan piel verde o tres metros de alto, que no tengan nariz. A lo mejor Jesús era de una especie de piel amarilla —amarilla como nadie la tiene en este mundo: la gente racista me choca— y que no tiene cuerpo: sólo una cabeza flotante y luminosa.
     No sé.
     Lo que sí tengo claro, porque lo supe entonces, de inmediato, sin importar que su aspecto no fuera el oficial y que ahora me levante tantas dudas, es que Jesús era Él, el Divino Verbo, el Hijo de Dios.
     Él me dijo: Ahí vas, Marco. Pero no pasa nada. Está bien. Regresa. Ve y no peques.
     No recuerdo el tono de su voz. Tampoco sé qué pasó después. Tengo la imagen de la cara en el pasillo del hotel, cubriendo la ventana negra, pero no sé cómo interpretarla. También tengo el recuerdo de un sonido grave, potente, como un corazón gigante que latiera a gran velocidad y estremeciera todo a su alrededor. Las luces eléctricas parpadeaban al ritmo de ese sonido. El piso se movía. A veces he llamado a eso «La Música de Dios».
     Sé que volví a despertar en el cuarto 1412, y sentada en la cama, al lado mío, estaba mi mamá. Furiosa. Se había ido, me dijo, con las tías Bertha y Marcia, a la discoteca en la parte alta del hotel. De allá provenía la música que yo había escuchado, y que no era la de Dios sino la otra, la de seres humanos. Ni siquiera era Brubeck. De hecho a lo mejor era un disco de música tropical. Los discos de esa música son para adultos: los ponen y los tocan mucho en los hoteles, o cuando la gente grande está bebiendo.
     Yo me había quedado dormido de inmediato al regresar de la alberca, dijo mi mamá, y a ella no se le había ocurrido que fuera a despertarme otra vez. Me preguntó por qué me había salido del cuarto: me dijo que debía haber prendido la televisión, o sacado un libro para leer, o cualquier cosa. Ni modo que me fuera a ir sin ti, dijo. Y también que me habían encontrado afuera, en el pasillo, ante la puerta del 1412, dormido otra vez. Y que qué hubiera pasado si alguien, alguna persona con malas intenciones, me hubiera encontrado dormido e indefenso en el pasillo del hotel. Que esos lugares no eran para que un niño anduviera solo. Que podía ser peligroso.
     Jesús no fue mencionado. Ella no lo vio. Las tías Bertha y Marcia tampoco. Tal vez su cara en el pasillo es mi recuerdo del momento en que se retiraba, para que no lo vieran, y sólo me dejaba como último regalo un poco de la música divina. A Marcia le pregunté en otro momento del viaje, mientras tomábamos refresco al lado de la alberca, si ella creía en las apariciones de seres extraños. Tal vez no debí decírselo de ese modo. Fue la primera vez en la vida que me regañó: dijo que veía demasiada televisión.
     Yo entendí —aunque no hubiera nada que me lo sugiriera de manera directa— que ninguna de las tres habría podido ver a Jesús. Jacobo, mi compañero, tampoco hubiera podido. No sabe nada de lo que vi, pero sí sabe, de manera general, de ese viaje y de otros que llegué a hacer. Y cuando le conté, todo lo que dijo fue que debería sentirme mal de ser un pequeñoburgués que extraña sus paseítos en avión, así dijo, cuando tanta gente está padeciendo la pobreza. Es verdad que llegué a extrañar esos viajes a Acapulco (y una vez a Cozumel, la última): primero era normal poder hacerlos, pero luego de unos años, cuando yo estaba entrando a la secundaria, ya no hubo dinero para eso ni para muchas otras cosas. Pero si bien entonces no lo entendí (no me lo pregunté), ahora ya sé que fue por la crisis y la devaluación. Y sé también que lo mal que lo pasa ahora mucha gente no es nada comparado con cómo vamos a llegar a estar.
Ustedes tal vez no quieran saber de estas cosas. Tal vez quieren saber de las otras. Por ejemplo, lo seguro que estoy de que aquella aparición era sólo para mí. ¿Será que mi madre y sus amigas, como entiendo que les ocurre a casi todas las personas, nacieron completas, con cuerpo y alma desde el principio? ¿O será que Jesús distingue, pero no siguiendo ese criterio? También podría ser que a todo el mundo se le aparece Jesús y que luego no lo recuerdan, o no lo dicen. Tampoco es que haya hecho muchísimo. Cuando perdí la conciencia, me hizo caminar o me llevó hasta la puerta del cuarto. No me cambió la vida sino que impidió que cambiara. Si me hubiera perdido en la ciudad de Acapulco, mi vida hubiera cambiado para mal. Casi seguramente hubiera cambiado para mal. Me habría ahogado en el mar. Me habría perdido para siempre en las calles. O hubiera vivido allí hasta llegar al futuro de la ciudad. Ya he visto ese futuro, como he visto tantas otras cosas: he visto a la gente huir en la noche, he visto a la gente huir en la noche de muchas ciudades, hacia quién sabe dónde.
     Tantas preguntas que ya no voy a poder responder. Creo que justo ahora extraño el calor de aquel momento. No era el aire del hotel, que estaba frío, sino Jesús, que irradiaba calor sin fuego, calor que no quema ni mata.
     Extraño la música, tanto la de Dios como la del hotel. Extraño esa voz precisa que jamás he vuelto a escuchar.

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