Apología de un antihéroe / Juan Manuel García

Jean Genet (París, 1910-1986) es el prototipo del antihéroe porque perdió ante todas las convenciones sociales de la época y no se cansó de hacer de la escatología una materia prima de sus textos. La etiqueta de lumpen y maldito le viene bien a este escritor que hizo descollar su estética del mal y la homosexualidad por doquier: convicto, ladrón, ser oscuro por

los cuatro costados, Genet bien puede pasar como el perfecto personaje de alguna de sus obras, varias de las cuales fueron escritas en la cárcel. No es gratuito que Jean-Paul Sartre, Pablo Picasso, Jean Cocteau y Georges Bataille pugnaran por su liberación y dieran a conocer ciertos manuscritos que circularon en pequeñas ediciones, catapultándolo a la palestra de los escritores de culto.

El pleno auge surrealista y el fin de la Segunda Guerra permean la producción de este poeta que para 1949 había escrito ya cinco novelas, tres dramas y varios poemas. Diario de un ladrón y Santa María de las Flores son parte del legado en que destaca una especie de patria moral de Genet: prostitución, humillación, robo y desencanto por una sociedad en el culmen de la hipocresía.

Sartre, quien pretendía hacer una compilación de sus obras, optó por escribir una biografía monumental: San Genet, comediante y mártir, en cuyas más de 600 páginas el filósofo escudriña el mundo de su compatriota: «Un niño expósito da prueba de sus malos instintos desde su más tierna edad, roba a los pobres campesinos que lo han adoptado. Lo reprenden e insiste, se evade de la penitenciaria para niños en la que han tenido que detenerlo, roba y saquea cada vez más y, por añadidura, se prostituye. Vive en la miseria, de la mendicidad, de los hurtos, acostándose con todos y traicionando a todos, pero nada puede desalentarlo. Es el momento que elige para dedicarse deliberadamente al mal; decide que hará lo peor en todas las circunstancias y, como se ha dado cuenta de que la mayor fechoría no era obrar mal, sino poner de manifiesto el mal, escribe en la cárcel obras abominables que hacen la apología del crimen y caen bajo el peso de la ley».

Y, en efecto, las obras de Genet constituyen un orgasmo alto, recargado de sexo, semen, sangre y muerte, como una forma de santificación de la maldad. Es irónico, corrosivo; sus personajes hablan de la abyección, la marginalidad y el miedo, se sirven de los actos condenables para reírse de ello, hacer una burla catártica en términos dramáticos. Su condición de niño abandonado se la cobra caro a los de su entorno para destilar la animalidad que lo habita. Si él fue abandonado, abandona también a los de su clase al hablar sin velos de las cosas que se ocultan y dan vergüenza a las buenas conciencias.

Dos años antes de morir, en 1984, la Academia Francesa le concedió el Premio Nacional de Literatura. Tanto su prosa como su poesía (El condenado a muerte, Un canto de amor y Marcha fúnebre) le dan a Genet una notoriedad sin par en las letras, pero también el drama es una potente denuncia del entorno.

 

El drama ritual

En cinco obras teatrales, Jean Genet desplegó un teatro de rito, muy cercano a sus convicciones de un arte antirrealista que critica a las instituciones y todo aquello que suene a pontificio. Fiel como Artaud a un tipo de teatro que buscara la esencia del quehacer escénico en algunos mecanismos de estridencia y subversión contra cualquier orden, los personajes de Genet son casi todos antihéroes, desclasados, con una urgencia de llevar a cabo sus fines a cualquier precio. Invierte los signos del orden social, plantea comportamientos fuera de toda razón, aunque la violencia y el mal sí los racionaliza en extremo para justificarlos y hacerlos creíbles, gracias a una inusitada belleza en los diálogos.

Con Genet estamos ante un teatro provocador, molesto por los temas y por el lenguaje, más parecido a un ritual de misa negra, como él mismo lo declarara. Los espejos son también elemento permanente en sus obras, y, en términos religiosos, pareciera que la abolición de Dios es su constante. Mientras sus contemporáneos Sarte y Camus se embarcan en el teatro existencialista con asomos del absurdo, Genet escarba en los seres fantasma, la suplantación de identidades y el regodeo en lo escatológico, más afín a Pirandello y a Beckett en la construcción de sus atmósferas.

Las criadas (1947) debía ser interpretada, según sus indicaciones, por hombres jóvenes, además de que deberían actuar muy mal para suprimir toda visión de realidad. Basada en un hecho real de asesinato, la obra plantea el rol difuso de las identidades, la conveniencia de la «crueldad» al más puro estilo de los postulados de Artaud, para poder transformar la realidad. El dramaturgo pedía que los gestos fuesen antinaturales, extracotidianos, intensificados o «hieráticos» y «visibles». Debía deformarse el tono vocal para llegar a los murmullos o los gritos, desarticular algunas frases hasta terminar en aullidos y llegar a estados de trance absoluto.

En las acotaciones de dirección de una de sus obras más conocidas en México, Severa vigilancia (1949), que habla de tres presos, uno de ellos condenado a muerte, se puede leer: «Los actores intentarán tener ademanes torpes o de una rapidez extraordinaria, fulgurante e incomprensible. Si pueden, velarán el timbre de su voz. Evitar la iluminación rebuscada. La mayor luz posible: estamos en una cárcel. El texto está escrito en la lengua normal de la conversación y tiene una ortografía correcta, pero los actores tendrán que interpretarlo con esas alteraciones que el acento arrabalero siempre fomenta. Los actores trabajarán sin valerse de ningún artificio, ningún refinamiento. Cada palabra tiene que decirse con convicción. Nada de sutiles segundas intenciones. Es teatro trágico, pero es teatro».

Las obras de Jean Genet presentan de continuo el juego de sombras, de los opuestos y las verdades a medias. La muerte… siempre la muerte ronda en la escena.

Peter Brook dirigió el estreno de El balcón (1957) en París: una ácida crítica a los valores morales y, en términos genetianos, puede considerarse una homilía didáctica o mejor aún, una «misa en Catedral». Los personajes celebran un rito y el rol social de los clientes (médico, empleado o agente de tránsito) se ubica en la misma categoría que las fantasías prostibularias del Obispo, el General y el Juez:

 

Obispo: Déjeme en paz, me cago en Dios. Lárguese. Me interrogo. (Irma cierra la puerta. Hablando al espejo). La majestad, la dignidad que ilumina mi persona, no tienen su origen en las atribuciones de mi cargo. Ni tampoco, ¡por Dios!, en mis méritos personales. La majestad, la dignidad que me iluminan, proceden de un resplandor más misterioso: el Obispo me precede.

 

En 1961 escribió Los biombos, una elegía de la guerra de Argelia que marca la decidida militancia política que defendió hasta la muerte. Junto con Las criadas y El balcón, Los negros (1959) culmina lo que se ha dado en llamar el teatro de exorcismos de Genet. En estas tres obras, el ritual constituye la forma por antonomasia, y el último drama roza las fronteras de lo grotesco, lo carnavalesco. El autor puso como condición esencial que fuese actuada por negros: «Nosotros somos la sombra, el envés de los seres luminosos», dice uno de los personajes, y nada mejor que una declaración de este tipo para encontrar una forma de emparentarse con la propia vida de Genet, ese ser oscuro que a cien años de su nacimiento destella con una luminosidad plena.

 

 

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