¡Añalaw! ¡Akakaw!

Ulises Gutiérrez Llantoy

(Huancavelica, Perú, 1969). Su libro más reciente es Cementerio de barcos (Planeta, 2019).

Opuntia ficus indica: nopal, que le llaman los mexicanos; higo chumbo, los caribeños; tuna, los peruanos. Ya estaba de pie en los rincones adustos, ardorosos y secos de América cuando los españoles llegaron a este lado del mundo y lo vieron por primera vez, ya estaba bien plantado y erguido en sus más de trescientas variedades, zigzagueando sus pencas verdeazuladas hacia el cielo, desde los desiertos del sur del actual Estados Unidos hasta las pampas del norte de la Patagonia, ahora Argentina; ya estaba resistiendo al sol, espantando a los incautos con sus areolas y espinos, sonriendo al firmamento con sus flores amarillas y frutos de colores cuando Cristóbal Colón hundía sus pasos en las arenas de Guanahani, ahí por las Bahamas; ya habitaba Mesoamérica, talqueado, picadito de nocheztli, cochinillas, que le decimos los peruanos, cuando Hernán Cortés desembarcó en el actual Veracruz y se adentró en el reino mexica por Puebla y Tlaxcala; ya estaba plantándole cara a la vida, rudo y silvestre, en los escarpados chalas, yungas y quechuas del Perú y Sudamérica cuando el cronista español Bernabé Cobo se apareció en el Virreinato de Nueva España, en 1595, y lo observó también por primera vez.

¿Qué es esto?, preguntó Cobo, jovencito y quinceañero, todavía analfabeto, pero curioso e indagador, recién llegado a la Capitanía General de Guatemala desde su Jaén natal, reino de Castilla. «Xoconostle», le respondieron los guatemalas; ¿cómo se llama?, siguió preguntando incluso ya bien adentrado en las heredades del Virreinato del Perú cada vez que se topaba con aquel vegetal que no era arbusto ni yerba, que no crecía apuntando directo hacia el sol sino culebreando la luz del día, que no tenía hojas ni ramas, sino pencas y espinas. «Ubica», le absolvieron los chachapoyas; «waraqo», respondieron los quechuas de la sierra; «tuna», los nuevos pobladores de la costa. ¿Y para qué sirve?, sondeaba, aquí, allá, viajando y viajando, bajando y bajando, desde Guatemala hacia el Perú, por la capitanía de Venezuela y luego por Nueva Granada, observando y observando, pensando y pensando, ¿cómo hacía el xoconostle para vivir sin hojas?, ¿de dónde conseguía la ubica su propia agua si allí donde crecía casi no llovía?, ¿cómo hacía el waraqo para sacarle a la vida tanto dulzor? Anote aquí, anote allá, continuó después cuando aprendió a escribir en el Colegio Real de San Martín de la Ciudad de Los Reyes, Lima; viaje y viaje, pregunte y pregunte, por los caminos del antiguo reino de los inkas; con más ganas todavía, cuando aprendió quechua y aymara en los claustros del Cusco y los altiplanos de la Real Audiencia de Charcas, y así fue como finalmente escribió su Historia del Nuevo Mundo, libro que Cobo terminó en 1653, cuatro años antes de su muerte, pero que recién vio la luz de las imprentas, imprentas, lo que se dice imprentas, en España, en 1890. «No producen ramas ni hojas, sino unos trozos redondos o gruesas pencas encaramadas e ingeridas unas sobre otras; son tiernas, aguanosas, como sábilas, pepinos o calabazas», escribió en aquel libro, describiendo a la tuna, llamándola «tuna»; describiendo los frutos, árboles, plantas, animales, rocas que encontró a su paso; describiendo el mundo natural de las Indias como en un protorreportaje narrativo del National Geographic para hacer entender a los demás la obra infinita que el dios de los cristianos también había creado en estos filos del planeta. «Dan una fruta en Indias muy estimada que se llaman tunas», había escrito también, antes, José de Acosta; cronista español también, preguntón empedernido también, que también le había agarrado gusto a errar por los caminos del Perú, pregunte y pregunte, anote y anote sus pensamientos. «Son mayores que ciruelos de fraile, rollizas, y abren la cáscara que es gruesa y dentro hay carne y granillos como de higos que tienen muy buen gusto y son muy dulces», precisó en su Historia natural y moral de las Indias, en que se tratan las cosas notables del cielo, y elementos, metales, plantas y animales dellas y los ritos, y ceremonias, leyes y gobierno, y guerras de los indios (Sevilla, 1590); libro de libros también, protorreportajes también, a través del cual Acosta, con ese título, con esos subtítulos que casi no necesitan explicación, con anotaciones científicas, ensayos sociológicos, teológicos y filosóficos, acercó un poquito más las Indias al Viejo Mundo de aquel siglo xvi. «Parece ser la tuna un fruto sano porque a pesar de lo mucho que comen los indios, casi ninguno se enferma», escribiría cientos de años después, interesado y preguntón también, enredado de observar un vegetal tan raro también, Antonio Raimondi en su Elementos de botánica aplicada a la medicina y a la industria en los cuales se trata especialmente de las plantas del Perú (Lima, 1857); Raimondi, que era italiano y que también le agarró gusto a esta esquina del mundo y se quedó por estos lares hasta el día de su muerte, preguntando y preguntando, anotando y anotando sobre la botánica, la zoología, la geología y la historia del Perú.

«Viendo las tunas, se antoja mi corazón», decía en cambio mi tío Máximo Gutiérrez, allá en Colcabamba, Huancavelica, allá en los Andes centrales del Perú, allá en los años ochenta. Mi tío Máximo, que estacionaba su Dodge 500, gallardo y granate, de rayas cremas, en la curva de Pilcos, en la feria de Wayo, en la plaza de Colcabamba, donde fuera que se topara con una pirámide de tunas multicolores que le abrieran los ojos y le hicieran salivar. «Añalaw», decía secándose los dedos, pasándose el pañuelo por la boca, después de engullirse una decena de tunas rojas, verdes, moradas, amarillas, anaranjadas, recién cosechadas de los tunales de Mejorada, recién llegaditas desde los escarpados ardientes de Pichiu, ahí en las playas del río Mantaro, ahí donde las cochinillas crecían felices de la vida a veintitrés grados centígrados, en ese clima de eterna primavera, gordas y grandotas como muimuy. «¡Akakaw!», gritaba luego tratando de quitarse las itas de la mano; «¡akakaw!», que es como se grita en el quechua chanka que se habla en Huancavelica cada vez que uno siente el pinchazo de una espina, cada vez que uno se rasca el escozor de una astilla ardiente, minúscula e inubicable, clavada quién sabe dónde. «Qué rico, carajo», decíamos mis primos y yo al lado de mi tío, felices y granates también, después de engullirnos otra decena de tunas; diciendo «¡akakaw!» también, quitándonos las itas también; itas, que es como se les llama, allá en Colcabamba, a las espinitas, liliputienses, casi pelitos, con que se cubre la tuna para amainar la deshidratación, para pararle el macho al sol y espantar a los sibaritas; la ita que se te quedaba clavada en la mano, la cara, la panza; pincha que te pincha, pica que te pica, por días y días como recordándote que después del gusto viene el disgusto; igualito a como se le clavó a Bernabé Cobo, igualito a como se lo recordó la mañana guatemala de la que les hablaba, la mañana en que por primera vez en su vida mordió la pulpa de una tuna, la primera vez que, ¡akakaw!, sintió el espinazo de una ita en la palma de sus manos. «¡Ostias! ¡Gloria por dentro, infierno por fuera!», dicen que dijo.

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