(Chepén, 1965). Su libro más reciente es Sopor (Editatú, 2020).
Fue la tarde en que el maíz estaba seco y ella me propuso salir a caminar con su perra, me dijo también que todavía se podía disfrutar de las amapolas a lo largo del camino, que en un par de días sus corolas tan rojas y perfectas se arrugarían, los pétalos empezarían a marchitarse.
Dijo: en el momento que cae un pétalo ya está negro.
Cuando aún iba a la escuela las arrancaba frescas y las prensaba dentro de sus cuadernos. Le encantaba abrir los cuadernos y descubrir que estaban allí resguardadas de la intemperie brutal, la erosión del viento. No quería destruirlas sino eternizarlas.
Hay un sonido en el tiempo, en los campos, detrás de la casa, entre mis ojos; que es monstruoso e inmenso, lo llena todo, es el momento en que un pétalo de amapola se vuelve negro. Cosas o momentos que no tienen nombre y me apresan, líneas invisibles que marcan pasos en un pentagrama roto. Maldiciendo salirme del camino, robando espacio entre una corchea y un documento de identidad de otro país.
Nunca he tenido tanto miedo. Ella dijo que la casa la obligaba a ser alguien y que ella era nadie, que no perdonaría a la vida las formas que le daba. Recordaba cada palabra hiriente que yo había dicho. Lo único que ataba nuestro lazo eran quizás sus extraños recuerdos de paseos cerca de los campos de amapolas.
Hace veinte años le enseñé por primera vez una flor que se rompía en el aire. Ella tenía los ojos cerrados y estábamos sentadas en medio de nieve roja. Hacía mucho frío e hice un hueco en la tierra para esconderla.
Su silencio y su olvido suenan tan fuerte que traspasan los kilómetros de campos de amapolas, no quiero aceptarlo, pero ella ha olvidado la palabra madre, no soy tan fuerte, me acostumbré al rechazo, a que inventara otras palabras para llamarme: hormiga, elefante, tinaja, loca y helado de Oreo.
Hoy compré muchos vasos (recipientes vacíos que no necesito) en la tienda donde los gatos hablan. Tienen muchas amapolas de plástico en los jarrones. Nunca se volverán negras.
Me he quedado muda o sorda, ese monstruoso ruido de su silencio me ha ensordecido, veo una perra dando de mamar a su cachorro y el recuerdo de mi propia leche negra llena de rabia me causa espasmos, el gato habla con la amapola de plástico y cobra vida, pero al instante se pone negra y pierde lozanía.
Algoritmo herido. Todo vuelve a la tierra tarde o temprano. Ella mira al gato y le sonríe.
Hoy metí mis pies en la nieve roja. Aunque el frío era intenso, pude cerrar los ojos e imaginarme los campos con las amapolas en todo su esplendor.
Imagino el océano helado, la perra que amamantaba nada mar adentro hasta perderse. Su cachorro gime. La perra no regresa.
La nieve es casi transparente ahora, las lágrimas se resbalan. Irremediablemente el chico se ahogó en la misma playa donde la perra se ha perdido.
No creíamos en la felicidad, pero nos gustaban las amapolas y ella tenía a su perra. Eso era suficiente. No puedo entender qué le pasó. No puedo saber qué le pasó.
Ella no quiso volver a la casa, ni prensar amapolas, ni llamarme madre.
Yo pensé volver cada noche a la orilla y llamarla.
Pero estaba muda.
Las amapolas siguen negras y secas en medio de un cuaderno donde dice «Luz».
Una voz invisible se escucha bajo la mesa.
Un gato gordo ha comido algo que le ha caído mal: una flor marchita.
Escribo sobre esta necesidad de llamarte. Sé que mi voz es insoportable. Mi voz, mi grito, mi aullido, mi voz, mi voz.