XI Concurso Literario Luvina Joven

Agallas

Imelda Lizette Ledezma Carbajal

(Guadalajara, 2000). Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas de la Universidad de Guadalajara.

Todos los martes bajo por la Vicente Guerrero, una calle larga que lleva a la casa de mi abuela. Siempre voy caminando con los audífonos, cargada con la despensa para María y esperando no encontrarme con personas a las que tenga que saludar. Esta mañana, mamá y yo preparábamos el desayuno cuando sonó el timbre muy temprano, era un mensajero, dejó una caja, ella firmó de recibido, en la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín.[1] Eran para mi abuela María. Desde la desaparición de Clarita ella no sale de su casa, pero ni siquiera pienso que sea por culpa, siempre tiene esa misma expresión de indiferencia.

Todo lo que necesite María se lo tengo que llevar cada martes sin falta: alimentos, papel de baño, jabón, pasta dental y ahora este paquete extraño que ni siquiera se me ocurre cómo fue que lo encargó, se supone que está incomunicada. No me gusta ir a verla, sé que lo de Clarita fue un accidente, que la vieja estaba tan metida en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que la niña no aparecía por ningún lado de su casa mugrienta, llena de enredaderas que cuelgan de las paredes húmedas. Pero me da coraje, ella fue tan insistente en cuidar a mi hermana.

Yo siempre pensé que Clara ya tenía la edad suficiente para quedarse sola en casa, pero mi madre es muy insegura y le dio la satisfacción a mi abuela, estoy segura de que mi hermana no hubiera desaparecido si le hubiéramos dado la confianza. Si se escapó de la casa de María fue por el olor a podrido y el calor incesante que hay, incluso en invierno, en ese lugar. Probablemente solo buscaba regresar a nuestro hogar —la actitud de la abuela es insoportable—, pero al no saber andar sola en la calle, lo más seguro es que se perdió. Me duele ver a la abuela, quisiera perdonarla, pero siento tanta rabia acumulada que me gustaría no llevarle nada, dejarla morirse de hambre, que viva en agonía y cada que quiera cerrar los ojos vea el rostro de Clarita. Pero me faltan agallas, toda mi vida me han faltado.

Veo el jardín de niños en la esquina y me doy cuenta de que ya es hora de volver. Trato de poner mi mejor cara, de ser gentil con la abuela, de ignorar el nudo en mi garganta para que no se sienta mal, pobre de ella, como si en realidad se sintiera devastada por sus descuidos. Me sería más sencillo volverla a querer si tan siquiera notara un poco de culpa o remordimiento en sus ojos, pero no, solo hay un espacio vacío en su mirada. No entiendo el sentido de este paquete, las lechugas en conserva tienen una textura gelatinosa, de un color verdoso, y estoy casi segura de que han de oler muy mal. El caracol es más baboso de lo normal, deja un rastro apestoso por toda la caja, me mira con ojos de angustia. El viento que me silba en la nuca y los ojos del caracol me hacen pensar en la posibilidad de dejar morir a la abuela. Las nubes bajan cada vez más, se acercan a la tierra tan negras y cargadas.

Pero no puedo dejarla morir. Abro la puerta de lámina oxidada, las luces están apagadas, la casa huele muy fuerte a humedad. Siempre tiene ese olor, pero hoy es más insoportable que otros días porque además está mezclado con un hedor a animal muerto. En la estufa de cuatro hornillas hay una olla grande como para pozole, algo se cocina a fuego lento. No veo a María en la sala ni en la cocina, lo más seguro es que esté en su cuarto durmiendo o viendo la televisión. Grito su nombre pero nadie me responde. Salgo al patio, en el rincón hay un estante lleno de otras verduras en conserva, todas igual de asquerosas que las lechugas que le traigo; además hay insectos y animales pequeños en frascos, desde caracoles hasta gusanos. En lo único que puedo pensar es en lo rara que es esta vieja; digo, todos tenemos pasatiempos y coleccionamos cosas, pero éste no es el interés más convencional. Mi curiosidad me orilla a seguir observando lo que se encuentra dentro de los frascos, entonces es cuando me arrepiento y entiendo la mirada de la abuela. Su sonrisa torcida y sus palabras rebuscadas por fin tienen un sentido más allá de lo extraño. En uno de los frascos se encuentran mechones de cabello rizado, uñas con rastros de barniz amarillo y un par de muelas picadas. En la tapa hay un pedazo de cinta con la letra C.

Pienso, pero no, no puede ser eso. Digo, la anciana es extraña, pero no, incluso ella ha de tener sus propios límites, Clarita es su nieta, algo debe de significar ese lazo para ella, ¿no? Clarita es el límite en sí, no se atrevería a hacerle daño, ¿verdad? ¿O sólo me estoy tratando de convencer? Clarita es mi hermana, María es mi abuela y, por más desconocida que sea para mí, no tendría las agallas para hacernos algo. Pero no, a la que le faltan agallas es a mí, no a María. María nunca ha demostrado compasión, ¿qué significa la familia para ella si no es para su beneficio propio? ¿Y la olla? No puede ser posible. ¡María, María, sal! ¿Qué le has hecho? Respóndeme, vieja inútil; respóndeme, estúpida.

—No te va a responder, se la están comiendo los gusanos.

Es ella, es su voz ronca. Clarita sale del cuarto, huele muy mal, la mugre cubre cada parte de su cuerpo infantil, su cabello ya ni siquiera tiene forma. Está descalza y en la mano izquierda tiene una concha de caracol vacía y llena de sangre. Clarita es zurda.

—Nunca me gustó el sabor de las babosas, pero la abuela decía que me darían un mejor sabor a mí. Perdóname, Lourdes, no quería hacerle daño a la abuela, pero no sabía qué más hacer.

Pienso que en cualquier momento se soltará la lluvia pero, en su lugar, el agua que hay dentro de la olla empieza a hervir al punto que se chorrea en la estufa. Le digo a Clarita que tome un baño, apago el fuego y, después de un rato, salimos de la casa de María. La tormenta profundizará el olor a humedad, así nadie podrá identificar el hedor a animal muerto, a bestia herida y decadencia humana. Por primera vez no pienso más en posibilidades sino en hechos, llegando a casa nuestra madre negará todo, pero no importa, tal vez comamos caldo, por el frío que acompaña a la temporada de lluvias. Nadie piensa que en los martes ocurren muertes, y por fin tengo las agallas suficientes.

[1] Fragmento del cuento «Cero», de Maricela Guerrero, publicado en Luvina 101-102 (otoño-invierno 2020).

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