Adagio limeño

Teresa Ruiz Rosas

(Arequipa, 1956). Su más reciente novela es Estación Delirio (Penguin Random House, 2020), por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura 2020.

Había ido a Lima y pensaba tenemos que vernos como sea cómo no voy a ver a Elías si estoy por fin aquí y daría cualquier cosa por verlo. Buscó el número del Conservatorio en las páginas blancas, marcó, y en un santiamén lo tuvo al habla (qué maravilla tu voz, fue lo primero que Elías Alcíbar dijo), no como en el pasado, que Noelia debía someterse al fisgoneo de la administración: ¿A quién debo anunciar? ¿Sobre qué asunto es?

¿El maestro Alcíbar la conoce? Ese tira-y-jala de lengua que ponía a prueba la elasticidad engañosa de las ansias.

Cuánta rapidez para ubicarlo era lo primero que Noelia Valse hubiera debido pensar, pero pensó qué maravilla su voz y adivinó los ojos líquidos, más radiantes que el asombro, más verdes que las calas de Corfú, sonreírle con la picardía dulce de las primeras tardes a orillas del lago navegable más alto del mundo. Cuando henchidos de paz estaban presos en los enigmas de un ardor inédito, una devoción atávica, infusa, que podía cegar. Los cegó en las cuencas del otro hasta la partida de Noelia, tan esperada y temida y lejos del Perú, que cómo saber si fue acierto o error.

Elías susurró veámonos a las tres y media y ella percibía cómo el maestro Alcíbar estaba fuera de sí, podía imaginar su olor a madera fresca al otro extremo de la línea al escuchar la sinfonía de su risa en cascada. Alcíbar recalcó en voz aun más baja me escapo unos minutos antes, aquí me tienen todo el año a su disposición y ni saben con quién están tratando, en cambio yo a ti, preciosa, echa pluma, ay. Esos arrebatos suyos que no eran histriónicos, que brotaban de la materia prima de la pasión, y zanjó con un te espero en el Maury de siempre, en el bar, tienes que saber cómo llegar, si no, reviento.

Suspiró.

—Creo que sé —musitó Noelia, arrobada, el deseo se vertía por su cuenta, inútil domarlo, no saberse la musa que Elías Alcíbar había rimado con la desmesura de su genio y no conseguía dejar de amar en todos esos años.

Decía.

Se lo había escrito, la había llamado por teléfono a los-confines-donde-has-huido-desalmada-de-ti para jurárselo sin importarle la diferencia horaria ni arrancar del sueño a los ancianos que le alquilaban una pieza en su villa de la cuesta Richard Strauss, el nombre del compositor de Electra y de Salomé bien puesto, bien conchabado con el destino Elías-Noelia, bien incrustado en esa indeleble devoción por los clásicos.

Jurado él, que no solía jurar. A Noelia Valse, que no pedía juramentos. Alcíbar, que no iba por la vida dando fe de lo que siente con frases melodramáticas, sólo música, Amantaní, sonata para violín, fagot y piano, escrito para ella, por ella y en ella (aliteraba y ella feliz), y lo indomable era no inventar un pretexto rotundo, no tomar un taxi al jirón Emancipación, que el maestro Alcíbar saliera del Conservatorio con una mentira piadosa, ínfima frente a la pulsión del alma, a esa inequívoca señal de urgencia.

Serían las once de la mañana, hora de Lima.

Noelia oía el rumor de su madre en pormenores culinarios con la ayacuchana Zenobia. Se sabía dichosa, se quebraba de ganas de paladear una copa del mejor pisco sour del Perú en el Maury de siempre. Conocía el pulso del libreto, dejar hacer a las palabras hasta el último escalón ante una pieza doble sin vista o con vistas al edificio de atrás o de enfrente y desfallecer sin conciencia de la gravedad. Somos la vista el sonido el perfume, había repetido Elías en el siglo anterior la mar de veces.

La mar de besos. Y desplegado los detalles históricos del legendario Hotel Maury en una de cuyas habitaciones se pudo haber evitado la Guerra del Pacífico en 1879 pero no.

Cada cual lo intuyó a su modo desde el trayecto en un destartalado ómnibus interprovincial. Aquel bamboleo de regreso al puerto lacustre a mayor altura del planeta, rebosante de jolgorio al atravesar el Altiplano en un febrero remoto, inscrito en los anales del siglo xx y de una fundación en memoria de un sabio.

Integraban un jurado poco homogéneo de danzas y acordes y usos vernáculos, que olía a pisco puro de uva mientras la fiesta les corría por las venas, desordenaba las manos, mecía las pupilas. Elías Alcíbar la eminencia más destacada, Noelia Valse por vez primera en esos pagos. ¿Cómo desentenderse de los latidos al bailar por las calles candelarias? Cómo no entrar con él por la portezuela al final de un sólido muro y cruzar el huerto a sus dominios de corcheas. Cómo, en fin, no registrar las cotas en los ajetreos del cuerpo y las punzadas a la zona franca de las entrañas en vilo.

Al amanecer, supo que el amor era eso.

Las reglas del mundo exterior se volvieron indiferentes por inercia y el microcosmos quedaba escueto para el embeleso. Y un día, el capricho más hondo y primario que extravagante de Elías, junto al fervor atávico de ella, hicieron saltar los plomos de la convención. Cuatro gatos al tanto, que callaron. Y ni de ese silencio se puede andar seguros. Lo que en su hora hubiera herido orgullos o picado iras, con el correr de los años es anécdota o crónica o leyenda local.

Y un día equis alguien la extrae de las sombras. Da igual quién.

A las tres y media en el Maury de siempre. Como si no hubiesen dejado de verse ni Noelia partido una eternidad a Europa justo cuando tocaban el cielo de sólo contemplarse (palabras de Elías).

Y más importante era que ella, ahora, estaba dispuesta a saltar obstáculos medianos o altos, ahora sí, para comenzar una vida con Elías Alcíbar en Filadelfia o Taquile o San Francisco, lo de menos era dónde, si Elías se lo pedía otra vez. Ahora con absoluta certeza.

O que empezaran esa vida en Buenos Aires al despuntar la primavera, que tanto le gustaba al maestro, ahora sí, o en Amantaní suspendida en la bruma de marzo como aquella vez, o en una modesta casita de adobe en Santa Rosa de Yanaque en pleno agosto, si Elías estaba esperando a que Noelia se lo pidiese. Ahora sí.

Habían barajado sitios decenas de veces, contado los días y horas de trama y gozo que podrían estarles reservados sobre la faz de la Tierra.

Entró en la cocina. Vertió agua hervida para un mate de yerbaluisa fresca, qué se le ofrece niña Noelia; niña, aunque tenga un nieto. ¿A la una el apoteósico arroz con pato, Zenobia?, sonrió sin decir son tres cuartos de hora al Maury de siempre en taxi, no puedo llegar tarde.

La eternidad en Europa (Elías Alcíbar hablaba en hipérboles, vivía, amaba, componía en hipérboles) había hecho de Noelia Valse una persona puntual y respetuosa de los minutos del prójimo. Y Alcíbar adoraba esa cualidad, la ejercía en todo el Perú entre legiones de impuntuales. Pretendía imponerla en las antípodas de la proverbial hora peruana, cuyas esperas le disparaban colerinas y estropeaban las siestas.

La cortesía de reyes del proverbio se la habían inculcado junto con los secretos sublimes de la música, Andrés Sás, Donald Lybbert, Vladimir Ussachevsky. Uno tras otro. Se lo había contado él a Noelia en la ciudad del lago.

En el pasillo, Noelia cruzó unas frases con su anciano padre que iba a dar el paseo di mezza matina. Ignacio Valse solía mezclar palabras de la lengua de los ancestros paternos de su dama y señora y cantar una que otra aria en tardes jubilosas, a ver si ella, que chapoteaba al piano con cierta gracia, se animaba a aprenderla.

Salió rumbo al parque el venerable Ignacio, y Arabela Canevaro anunció con toda tranquilidad a su primogénita cómo su hermana Rafaela, quien tampoco hablaba una sílaba de italiano pese a ser tan Canevaro como ella, había estrenado un autito pequeño y funcional, ideal para la ciudad, Noelita, marca no sé cuántos, no entiendo de marcas, pero según Rafaela perfecto para estacionarlo en cualquier recoveco. Así que en el laberinto que es el tráfico en Lima, ni mandado a hacer.

Y Noelia exclamaba mami, cómo va a sacar tía Rafaela el permiso de conducir a los ochenta años, me estás tomando el pelo, con lo nerviosa que es. En absoluto, Ana Aída Noelia, yo no bromeo con las cosas importantes a diferencia de tu padre. Y te aseguro que a Rafaela no le cabe un cuete con su flamante autito blanco. Aunque lo de flamante no sé qué te diga, conociendo a mi cuñado Julio, tan sensato, será de segunda mano y laqueado en un taller de Lince o Breña o por aquí cerca en Magdalena. Tengo el pálpito de que la marca es pichirruchi si comparamos con las camionetotas que maneja Arianita, ya has visto en qué ha ido a recibirte al aeropuerto. Pero esta tarde vieras (a Arabela Canevaro le brillaron los ojos pardos que conservaban intacta la viveza del ayer, la belleza, un ardor), mi hermana me lleva a pasear con sus amigas y yo feliz. Las conozco de las monjas franciscanas, fieles como canes a su grupito cotilla de la primaria, una más cotorra que la otra, pero qué me importa. Cómo, ¿tía Rafaela ya no vive en Arequipa, mami?

La de cambios en el mosaico familiar a cada retorno a la patria.

—Está aquí —tajó Arabela y su hija la notó más enérgica, una pizca triunfante—. Después del almuerzo me recoge en su automóvil, habrá que escucharlas rajar de medio mundo que ni me va ni me viene con tal de airearme y ver la ciudad imposible desde la ventanilla del auto. Porque Lima cómo te puedo decir. Y tampoco es cosa de regresar de por vida a nuestra heroica ciudad natal, Ana Aída Noelia, demasiado seca, aunque nos encante y se coma delicioso. En cambio, aquí tengo el mar en la otra esquina. Sabes cómo me gusta el mar, Noelita.

Ella no osó decir que sería un peligro público ese paseo con tía Rafaela al volante y su madre arriesgaba su pellejo circulando así por la urbe del más caótico tráfico del planeta (acababa de leerlo en el periódico, en el vuelo a Lima). Se limitó a refugiarse en su pieza con la taza de mate de yerbaluisa sujeta con ambas manos como si abrigase a un pollito recién nacido y lo protegiese de aquella entumecedora humedad limeña. Sigo llena de prejuicios, ni que jamás hubiera salido de aquí, ojalá fuesen meros átomos, don Albert Einstein, sería más fácil destruirlos. ¿Por qué una señora de ochenta años, a ver, no podría aprender a conducir en el tercer milenio de historia de la humanidad un vehículo motorizado que, a usted, sabio Einstein, le daría risa por la simpleza de su mecanismo? Tío Julio le habrá comprado un carrito automático a mi tía. ¿Y por qué no iba a aprobar los exámenes teórico y práctico, tía Rafaela, si cruzaba las rutas peruanas del Sur de copiloto de su marido desde que Noelia era chiquita? Y ni siquiera usa anteojos, nunca ha necesitado.

Una sonrisa tristona la situó con Szorke Dalur en la carretera de El Masnou un año atrás, cuando le preguntó con su honradez y esa ingenuidad que la acomete sin previo aviso y la preserva del papelón, si creía, Szorke, que ella pudiese aprender a conducir, a su edad. Los hoyitos de las mejillas hundidos al desplegar su charme, Szorke se giró a mirarla y disparó: ¿Crees, Bárbara, que yo podría aprender a tocar piano? Y ella que mires la carretera Szorke por Dios que ahorita nos estrellamos. Nunca le ha explicado, tampoco, por qué la llama Bárbara si se le antoja, no sólo en la ficción. Es la Bárbara de «El escritor en la niebla». Y la Lucrecia de «Las cortinas de Lucrecia», que Marcelino Vieira escribió en Río de Janeiro para su serie de cuentos Polaroids de otra España. En la vida carnal, por si acaso, al margen de que los use, tiene tres nombres de pila para elegir y combinar, Ana, Aída y Noelia. Así que.

Y veía a merced del vendaval de la memoria, Bárbara o Lucrecia o Ada Aída Noelia, las escenas de cómo en el ochenta había conseguido tramitar en Lima con una vara tremenda el permiso de conducir, validez cinco años. Y el susto al volante del Volkswagen blanco de Teresa Alberti cuando por un pelo no da un empellón a una señora en la esquina del Campo de Marte con Salaverry. Qué apuro el susto mayor que se habrá pegado la señora al cruzar sin mirar el semáforo como cruzan siempre. Así atraviesan la calle los compatriotas, como si arriesgar la vida en una pista con huecos en fila les importase un comino, pensó, y con cuánto alivio respiró Noelia en el Campo de Marte de que hubiera sido sólo un susto mayúsculo.

Obtuvo el brevete internacional por un año con la intención de practicar hasta ser un as del volante. Antes condujo cuarenta kilómetros en la nacional a París desde Port Bou, de noche, a pedido de Jutta y Patrick del Volkswagen azul, que se adormecieron abrazados en el asiento de atrás como los tórtolos que jugaban a ser, bendecidos por Serge Gainsbourg, Requiem pour un twisteur. Sin tomar en serio los reparos explícitos de Noelia por hacerla guiar su escarabajo añil. Tiempos enloquecidos los del siglo pasado, sonrió. Qué osados éramos en todo, cuán temerarios, qué manera de plantarle desafíos al destino por cualquier chorrada que nos diera en la yema del gusto.

La humedad de Lima la invadía, le esponjaba los cabellos. Noelia bebió el último sorbo de mate y miraba al pasado desde el fondo de su alma como a una estatua en una ciudad de provincia más escueta que la suya, mucho más que Moquegua, que Tacna, cuando en eso riiing, el fijo. Respondió por intuición sin esperar a que acudiera Zenobia, sorda del oído izquierdo. Noelia, te saluda Mateo Gaos, bienvenida al Perú, mujer, que es tu tierra.

Ella embobada, cómo se había enterado Mateo Gaos de su llegada a Lima en menos de cinco horas. Y el historiador de los vencidos se alegraba de su presencia en la capital de la república después de tantas lunas, tenía sus informantes, jajaja, ingrata que nunca me escribes, creías que no te sigo la pista, y quería gozar del privilegio de invitarla al menos a un café.

Engolaba la voz, Mateo Gaos toda la vida la había engolado para ciriar, no me condenes a la cola en la lista de espera y nada de irte a Arequipa apenas llegas, hay que tomarle el pulso al país desde la capital, es el meollo por horrible que te parezca. No me voy, Mateo, nos veremos, y horrible, en absoluto, a esta provinciana Lima la hechiza desde chiquita.

Presa del asombro, halagada y sonrojada, pensaba como en una melosa balada argentina del siglo anterior, «mira lo que son las cosas, yo ni me acuerdo de ti». Recalcó: Mateo, será un placer conversar contigo, qué ilusión me hace que me hayas llamado.

—Cómo no, mujer, si me paso la vida invocándote.

—Coqueto, no has cambiado un ápice.

—En el café del Adriático del jirón Ucayali, Noelia —soltó Mateo Gaos sin vacilar—. Así ves con qué gusto han remodelado esa zona del centro para que no seamos tan Lima la horrible. Y juzgas el imbatible manjar real del Perú, suave y dulce como el suspiro de una mujer, ¿o no? Podremos charlar tranquilos hasta quemar el último cartucho.

Ah los historiadores y sus frases históricas hasta para enamorar. Histriónicas. Hablemos de la idea para una novela que me diste en tiempos más agitados, Mateo, te acordarás, quiero desarrollarla por fin; y me apunto, de cajón, al suspiro a la limeña, se me hace agüita la boca.

—Hablaremos de aquella idea, sí señora, la recuerdo bien, y va siendo hora de que la tomes en serio.

—Le he dado vueltas, he investigado un tanto, y a excepción de tus artículos, Mateo, no hay material de lectura sobre el tema, al menos no lo he hallado.

—Claro que no hay, mujer, he ahí el desafío para recrear. Acéptalo.

—He esbozado algo, te lo mostraré, lo he traído, a ver qué te parece mi enfoque, quizá me des una sugerencia.

—Contigo inspiración segura, a tus pies.

Y ella recordó con minuciosidad de microscopio su estilo de abordarla en la última década. Las oscilaciones de Mateo Gaos de la timidez absoluta, bochornosa, al asalto arrecho y previsto, ansiado, más embarazoso aún porque cómo no esperar la inminencia de lo desconocido. ¿Tan tímido un personaje de su calibre intelectual?, se había preguntado Noelia en los momentos fa como si no fueran atributos compatibles. Y rememoraba las palabras honestas y sabias de Mateo Gaos que hacían al caso, y su propia piel de gallina impregnada de esa curiosidad indoblegable que hasta dónde la llevará.

—¿A las tres? —concretó Mateo Gaos con timbre grave y dicción limpia.

Noelia adujo a las tres es muy justo, Mateo, la sobremesa familiar, considera que es mi primer día en Lima después de cuchucientos años. Mejor tres y media. Tampoco me oriento con el jirón Ucayali, ¿es peatonal?

—Cómo no vas a saber, mujer, tú, que sabes tanto.

—Encima tengo el décalage, Mateo.

—Se lo dices al taxista.

—¿Que tengo el décalage?

Rio. Aunque sean de Huaraz o Pacasmayo o de la punta del cerro, los taxistas de Lima conocen el jirón Ucayali, mujer. Te dejan en la esquina más cercana al Adriático y caminas unos pasos… aunque si prefieres paso por ti, así me aseguro, bandida. Mil gracias, Mateo, no hace falta, tres y media estoy ahí. Colgaron.

Noelia se tendió en la cama a divagar antes de vaciar la maleta y decantar regalos. Entregarlos era el gozo número uno de la llegada. Esa solemne nariz de madera con una ranura en donde a Ignacio le iba a encantar colocar sus anteojos antes de dormir. La Biblia ilustrada por Hundertwasser, una gozada para la fe de hierro de Arabela. El ajedrez para tres que Noelia había descubierto en Praga, invento de un polaco, para que Ignacio pudiera jugar una partida con dos nietos a la vez; ya tenía cinco.

De pronto, Noelia dio un brinco. ¿Me habré vuelto loca?

¿Cómo he quedado con Mateo Gaos en el Adriático a las tres y media si me voy a encontrar con Elías en el Maury de siempre? No estoy en mi sano juicio.

¿Con Elías con quien no veo la hora de estar desde que partí a Brisgovia por razones difíciles de asumir ahora y que por idiota (o responsable o respetuosa del prójimo o el pasado ajeno, qué más da) no le di el alcance en Nueva York desde mi refugio voluntario? Cuando Elías Alcíbar iba a dirigir dos conciertos y me rogó instalarnos allí dijeran lo que dijeran.

Lo que dijera la señora de A., alejada en la música y el amor y el lecho, pero quién sabe si dispuesta a vetar y quién puede saber por lo que ha pasado cada quien y cuándo y por qué. ¿Lo que dijeran los Alcibarcitos, a quienes Noelia no tenía el placer?

¿Con Elías con quien por idiota o por…?

No podía interrumpir la clase del maestro Alcíbar en el Conservatorio. Menos para pedirle postergar la cita en hora y media. Se lo había permitido en ocasiones del pasado que mejor no recordar.

Mateo Gaos acababa de llamarla desde las afueras. Ya habría partido a Lima, lógico, un trecho interprovincial lleno de atascos, en un coche sobreviviente de dos crisis económicas. Lo revelaban los sobresaltos por los forados de las carreteras. Tampoco tenía celular Mateo, nunca quiso.

Aturdida, Noelia se dejaba obnubilar, cómo le aviso a Elías de mi desliz de memoria. Cómo le explico que no quiero avisarle nada al maestro Alcíbar pero que me he vuelto a liar. Porque la ansiedad por ver a Elías, aunque se acabase el mundo, le inundaba el pecho como una intoxicación.

Repasaba, irascible y a sabiendas de no resolver nada, opciones inverosímiles para salir de ese enredo gratuito, minúsculo frente a enredos atroces en cualquier latitud, pensaba, este lío privado, ridículo por decir lo menos, silabeaba Noelia para convencerse, sí, ridículo, cuando en eso se sentó de golpe como un juguete de cuerda del siglo anterior, empapada en sudor, envuelta en una nube de intenso olor a madera fresca y a su frasco de Via Veneto «i santi».

Abrió los ojos en cámara lenta. El mismo pavor que de niña en Arequipa con las pesadillas previas a la primera comunión, cuando en la película del inconsciente se mezclaban rostros deformes, sobredimensionados, de candidatos presidenciales en pleno furor de sus grotescas y fraudulentas campañas electorales. Repasó estupefacta con las pupilas incrédulas los colores del cielo raso de su habitación con vistas al río, alumbrados por una lamparilla de cuarenta bujías que se había quedado encendida cuando a su dueña la derribó el sueño.

Estudió la hamaca bogotana de noble algodón amarillo como si fuese un tejido prehispánico, no un guiño a la vida, una tajada del sol derramada en la pieza con balcón en la que podía pasar días, feliz, sin asomarse al mundo, semanas. Para qué si en ochenta metros cuadrados en Colonia tenía todo, aun el atardecer de pintura escandinava cuando el sol desaparece en la vía fluvial más navegada de la Unión Europea.

Su mirada sobrecogida llegó al balcón sumido en la penumbra del alba, espiado por «aquella loca virgen señora de los gatos» (la Luna) que dice el gran poeta. A juzgar por las baldosas, había vuelto a llover a cántaros esa noche, pleno julio, como si el otoño se hubiera colado en el calendario del verano de 2014.

Entonces, Ana Aída Noelia pensó con un alivio que era la máscara de una tristeza ancha y perpetua y clavada en su rincón, donde yacía abandonada al olvido desde que surgió: Cuál es el problema con las citas de las tres y media si los dos están muertos. Elías Alcíbar desde hace cuatro años y Mateo Gaos once, por lo menos.

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