Con Yolanda en el acantilado

Yeniva Fernández

(Lima, 1969). Uno de sus libros más recientes es Siete paseos por la niebla (Campo Letrado, 2015).

Yolanda sale de la cama y corre hasta la ventana, son las seis de la mañana, casi no se distingue el cielo, una fina pantalla cubre el ambiente, como un velo que de pronto alguien hubiera dejado caer sobre la frente de la ciudad o como delicadas hebras de cabello blanco que, agitadas por el viento, se empeñan en precipitarse sobre los ojos de los pocos limeños que a esa hora transitan la calle, que Yolanda observa desde el tercer piso del edificio donde vive con sus padres. «¡Qué lindo!», sonríe, y estira los brazos hacia el mar de nubes que inunda la atmósfera. Una perfecta y ligera lluvia moja sus manos, «¡Garúa… uuuaaaaa!», podría pasar horas acariciando la suave gasa de la niebla, mas siente unos pasos junto a su puerta y se dirige de puntillas al baño. «Yoli, ya, apúrate», dice su madre, que se aleja rumbo a la cocina, entonces ella sale del baño, cierra la ventana del dormitorio, vuelve al baño y se mete a la ducha cantando, porque el invierno al fin ha llegado a la ciudad con sus barcos fantasmas poblados de piratas, sus sapos disfrazados de palomas agazapados en los árboles y con su dama que se pasea descalza vestida de nubes.

La escuela queda tan cerca de su casa, que su madre la despide confiada, «Derechito al colegio, ah», Yolanda responde con un beso y la firme promesa de no desviarse, pero una vez en la calle no puede sustraerse a las palabras del viento, que le dice sigue, que le dice ven. Un gato que dobla la esquina se convierte así en un emisario de la dama, ella sabe que la busco, se dice Yolanda, antes de tomar el desvío que conduce al acantilado. El camino no es largo ni corto, no tiene tiempo ni distancia, y a mí me gusta mirarla caminar dando pequeño saltos en los charcos que enturbian el brillo de sus zapatos recién lustrados por su madre, me gusta ver cómo sus largas trenzas negras se mueven al compás de una melodía que sólo ella escucha y que es semejante a una canción de cuna que hace años nadie le canta, porque a sus siete años ya está muy crecida para cancioncitas, porque desde que su padre bebe más seguido su madre siempre está de mal humor y porque ahora los cuidados son para su hermanita, que ha nacido con los mismos ojos claros de su madre, tan diferente a Yolanda que es el vivo retrato de su padre. Ningún asomo de sol, será un día oscuro, frío, hermoso, uno de esos en los que la dama blanca se quedará en la ciudad, en los que paseará su figura pálida y delgada entre la gente, sin que nadie sospeche que la corriente gélida que los obliga a enrollarse chalinas al cuello no es otra cosa que la estela de frío que ella deja a su paso y que Yolanda reconoce igual que su perfume, un perfume de algas, de estrellas marinas y de líquenes adheridos a templos sumergidos, pues la dama viene del mar, tiene su casa en las profundidades y únicamente en invierno abandona su hogar para visitar la tierra, la franja costera donde vive Yolanda, que la espera feliz, con su pequeño corazón anhelante y ardiente, mientras apresura su andar sin sentir la fatiga, de la que su madre la cuida con jarabes y nebulizaciones, ni el peso de su mochila, cargada, más que de cuadernos, con los viejos libros de su padre, y yo al verla pasar siento unas ganas inmensas de tomar su mano, de ser también una niña de siete años que la sigue en sus juegos y de llevarla conmigo en un viaje que jamás termine.

Nuestro recorrido empieza en la calle Atahualpa (pues yo la sigo sin que ella me vea), que Yolanda ha bautizado como España, por la casona pintada de rosa, en cuyo jardín revolotean continuamente sacerdotes y monjas, y su padre siempre dice que todos los curas vienen de España. El periplo se inicia así en el sur de Europa, para después pasar por la Casa Blanca, París y Transilvania, sin embargo, el fin primordial de la travesía no es la visita a lugares distantes, sino más bien divisar a la hermosa dama de traje blanco, que ha subido por las escarpadas rocas del litoral y ahora avanza por la ciudad con su vestido de gasa que la gente llama neblina.

¿Cómo supiste de ella, Yolanda? ¿Cómo la adivinaste sin que nadie te mencionara nunca la historia de la mujer con ropas de nubes? Ah, tú tampoco lo sabes, ¿no es así? Simplemente la idea apareció una mañana mientras ibas al colegio, primero como una leve sospecha, que luego se convirtió en una indubitable certeza, igual a la fe en las mariposas amarillas para pedir deseos o la certidumbre de que las palomas cuculí son en verdad sapos camuflados con plumas que examinan a los humanos con ojos curiosos y sabios. Entrando por la calle Chiclayo se desemboca en la avenida Arequipa, con su calzada de árboles que saludan la garúa agitando sus hojas cual campanitas. La vida renace en invierno, con millones de organismos sedientos que abren sus bocas a la hume-

dad del ambiente, con miles de ojitos que despiertan luego del sofocante letargo veraniego; entonces, lejos del sol, amparados en la bruma, los misterios de la tierra salen de sus guaridas, y le quitan la boina al vendedor de periódicos, que maldice al viento cuando recoge su gorra varios metros más allá. «Nada es lo que parece», recuerda Yolanda al observar la escena, su padre repite a menudo esa frase y ella aprueba la sentencia porque se sabe poseedora de secretos únicos, de verdades que pondrían los pelos de punta a personas poco familiarizadas con la magia o los misterios, pero que ella guarda y guardará hasta que un día se desvanezcan y sólo conserve su recuerdo como un ligero aleteo que la conmueva al mirar la niebla, aunque para eso falta mucho tiempo todavía.

El Colegio de Ingenieros es una hermosa construcción de paredes blancas, grandes ventanas, con un pórtico de columnas a los lados y un jardín de pasto bien recortado que delimita un muro bajo. No tiene una inmensa cúpula, pero qué más da, el resto de su fachada es idéntica a la de la Casa Blanca, al menos así se le presenta a Yolanda cuando se detiene unos minutos frente a ella e imagina los muchos salones con chimenea que deben de existir en su interior, algún día se animará a entrar, pero por ahora sigue su camino, pues unos metros más allá la espera La Ópera Garnier. En los libros de su padre ha visto fotos del célebre teatro francés, y para ella, pese a no tener frisos de mármol ni lucir estatuas doradas, el Palacio Marsano, con su cúpula gris y sus columnas de piedra, es la imagen exacta del que se encuentra en París. ¡Ah, París!, su padre le ha dicho que París es la ciudad más hermosa del mundo, aunque él nunca haya estado en Francia ni salido del Perú, sin embargo, conoce muchos detalles sobre todos los países del planeta, sabe, por ejemplo, que en Italia existe una cueva con aguas azul eléctrico a la que sólo se ingresa desde el mar, que en la India las vacas viejas andan sueltas por las calles igual que los perros sin dueño, que en Bolivia hay un desierto de sal en lugar de arena o que a México una vez al año llegan tantas mariposas que cubren un bosque entero con sus vivos colores. Yolanda cierra los ojos, cuando sea grande visitará todos esos lugares, se unirá a un barco pirata, vivirá aventuras como las de Sandokán, y ya de muy viejita se retirará a la orilla de un río para escribir sus memorias, como en la película Sinuhé el egipcio, que tanto le gusta a su mamá. Sin darse cuenta, Yolanda ha caminado a ciegas hasta llegar a la primera cuadra de la avenida Diagonal, de allí es todo en recto hasta el acantilado, y Yolanda siente el frío más intenso, la capa de niebla que engrosa su textura conforme va poniendo un pie tras otro en el ya corto trecho que la separa del mar, entonces no puede contenerse, corre sin reparar en los semáforos en rojo, en el piso mojado, ni en las señoras que le gritan «¡Niña, ten cuidado!», cuando casi resbala en plena pista, y yo tengo que apresurarme para ir tras ella, para cuidar sus pasos y para permitir que llegue sana y salva a su destino.

Hemos llegado, Yolanda recuesta su cuerpo sobre el pequeño muro que corona el acantilado; abajo, una playa de piedras negras, de rocas cortadas a hachazos, como la artillería abandonada de antiguas batallas que el mar va lavando, le da la bienvenida. El paisaje es tan hermoso que Yolanda desearía tender un tobogán hasta las piedras, sumergir sus manos en las aguas heladas, capturar la espuma que las olas traen desde lejos y que es igual de inasible que la niebla, sin embargo se mantiene pensativa. ¿Por qué las cosas bellas no se pueden tocar?, ¿por qué las mariposas mueren cuando se quiere acariciarlas? ¿Por qué hasta la ropa, de tanto pegarse al cuerpo, termina fea y arrugada? Por eso tal vez lo mejor es no moverse, quedarse muy tranquila cobijada en la bruma, mirar a la distancia cómo bogan en la niebla los barcos que despliegan la bandera pirata mientras su capitán le hace adiós con su mano de garfio. Yolanda suspira, ¿alguna vez podrá ver a la dama aunque sea de lejos?, lo ha probado todo, correr muy rápido en la niebla para alcanzarla, no pestañar durante más de diez minutos para evitar que escape en un parpadeo, caminar simulando pensar en otra cosa para que ella se sienta confiada y en un descuido mirarla, o, como hoy, sólo esperarla observando la distancia, pero hasta ahora sólo ha fracasado, ¿es que siempre será igual?, se pregunta entristecida, en tanto escucha el arrullo de unas palomas grises que intentan consolarla. Al verla así, yo me acerco despacio, poso una mano sobre su hombro, y ella, inmediatamente, lleva también la suya al mismo extremo de su cuerpo, y por unos minutos preciosos permanecemos mano sobre mano, parecidas a una madre y su hija que contemplan el mar, o a dos amiguitas sorprendidas en sus caricias. Pero un policía interrumpe nuestro momento, ¿no vas al colegio?, le pregunta mostrándole su reloj, y ella entonces recoge su mochila, ya no hay tiempo para despedidas, otro día pasará por Transilvania, ahora sólo corre con la mente fija en evitar otra tardanza en su cuaderno de asistencia. En tanto, yo la despido sonriente, porque sé que mañana nos reuniremos de nuevo, porque en realidad nunca nos separaremos, pues cuando Yolanda crezca, cuando crea que mi recuerdo pertenece al pasado, yo acudiré con ella a su primera cita de amor, la acompañaré en sus días rutinarios de oficina, en los pocos viajes que hagan realidad sus sueños, estaré con ella en esas noches hurtadas al descanso en que con sus pinceles intente atrapar la neblina y compruebe una y otra vez que todo lo hermoso es huidizo y nunca permanece, asistiré con ella al encuentro de unos ojos verdes que la mirarán casi con tanto amor como los míos, pero que Yolanda no reconocerá a tiempo y que después se empeñará en reencontrar en otros rostros, sin comprender que, al igual que la belleza, el amor vive en ese borde luminoso del cual los hombres sólo alcanzan leves destellos. Me sentaré a su lado, cuando en la soledad de su habitación llore el fracaso de su primera exposición, y cuando brinde sola por una reseña elogiosa, luego de veinte años de poblar las telas con seres fantasmales y grises, acomodaré su cabello para ocultar sus canas, cuando vuelva a enamorarse y regrese riendo de un hotel, porque la amistad no es lo mismo que el amor, pero es más fuerte. Estaré junto a ella cuando una tarde, al volver a ver Sinuhé el egipcio por la televisión, Yolanda haga un recuento de su vida y sienta de pronto unas ganas inmensas de buscar nuevamente a la dama blanca que viene del mar; y en ese momento lo deje todo para salir aprisa rumbo al acantilado, donde al mirar hacia abajo una vez más deseará aterrizar en la espuma que las olas depositan en la orilla. Pero eso sucederá todavía muchos años después, por ahora sólo sigo a Yolanda hacia el colegio, comparto sus malas calificaciones en matemáticas, sus buenas notas en dibujo y su amor por los gatos. Tengo paciencia, pues cada día me aproximo más a la tarde maravillosa en que, sin escuchar a las voces que quieran detenerla, ella saltará en dirección al mar, donde yo le tenderé los brazos, sonriente. Y cuando no encuentren su cuerpo entre las rocas, nadie imaginará que Yolanda va feliz a mi lado, abrigada en mi vestido de nubes.

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