«Agustí­n Serna, siempre contigo» / Alejandro Vázquez Ortiz

Una historia puede comenzar por cualquiera de las partes que la componen. Cada fragmento es el comienzo de algo. Por ello llegué a la conclusión de que no importa cuál sea el inicio. Se podría decir que mi historia comienza cuando papá se fue de casa y dejó sus llaves colgadas en el recibidor con un cortaúñas en el llavero. O quizá veintitrés años después, cuando vi por primera vez el taxi con la matrícula eap-1965 con una leyenda en el parabrisas de atrás: «Agustín Serna, siempre contigo». Los dos son el inicio de alguna manera.

     Porque detesto a mi padre. Lo odio porque imagino que es una persona abominable. No lo recuerdo. Pero la memoria fabula con lo que hay. Imagino que, si mi papá hubiese dejado tras de sí un arma o una carta de amor o su botella de colonia, podría recordarlo de otra forma. Pero lo único que dejó fueron sus llaves con un cortaúñas. ¿Qué clase de hombre tiene un cortaúñas en el llavero?
Tipos de mujeres sólo hay dos: 1) con la que te acostarías y 2) con la que no te acostarías. Tipos de hombres hay miles, cientos de miles. No creo que nadie haya hecho un catálogo extensivo de todos los tipos de hombres que hay.
     Por poner aquí algunos: 1) los que no quieren hablar por teléfono, 2) los que lavan los trastes con agua caliente, 3) aquéllos para los que usar coleta no tiene nada de malo, 4) los que se duchan al mediodía, 5) los que patean perros cuando nadie los ve, 6) los que no conciben la vida sin un procesador de jugos, 7) los que usan corbata con nudo gordo, 8) los que al afeitarse les queda la cara verde, 9) los que tienen un buen lejos, 10) los que se sentarían en un brazo del sofá para una fotografía, 11) los ñangos, 12) los que le pegan al techo en el camión para solicitar la bajada, 13) los que han sido golpeados con la hebilla de un cinturón, 14) los que usan mondadientes, 15) los que no saben reírse, 16) los que se delinean el vello facial, 17) los que no quieren hablar en general, 18) los que hacen ruido al respirar, 19) los que cuando les hablas se estremecen como si los sorprendieras cometiendo un crimen, 20) los que no usan cartera, 21) los que, mientras hablas con ellos, juegan Pong imaginario con tus cejas, 22) los que les dicen «compadre» a los desconocidos, 23) aquéllos a los que les gusta dar dinero a los niños, 24) los que conducen con el codo por fuera, etcétera.
     Ser mujer es muy fácil. Sólo tienen que intentar ser el tipo de mujer con la que te acostarías. Hay guías en las revistas para eso. Ser hombre es complicado. Uno tiene que escoger qué tipo de hombre quiere ser. Cómo quieres ser recordado. Yo elegí ser el tipo de hombre que se queda en las tiendas departamentales a ver los taladros.
     Me gusta comprar herramienta cara que nunca podré usar. A mi exmujer no le gustaba el ruido, además de que gastaba mucha luz y siempre estaba temerosa de que pudiera lastimarme. Claro que eso no me impedía comprar esmeriladoras, taladros, sierras, rotomartillos y otras herramientas cuyo funcionamiento nunca quedó del todo claro. Las colocaba en una estantería de cristal en el sótano. Nunca estuve más convencido de que no era un gasto inútil que cuando me marché de casa. Sabía que mis hijos podrían crecer recordando a su padre como un hombre de herramientas y no como un pendejo con un cortaúñas en el llavero.
     Pero vayamos por partes. He dicho que esta historia también comienza cuando vi el taxi de Agustín. Un día cruel y amarillo de agosto de camino al trabajo. Me detuve detrás de él en un semáforo con vuelta a la izquierda y leí, con cierta sorna, una leyenda que estaba escrita con pintura naranja: «Agustín Serna, siempre contigo». Qué extravagante, pensé. Vi la placa. La memoricé porque son las iniciales de mi nombre y el año de mi nacimiento. Con un bostezo la archivé en donde se archivan las cosas curiosas que ni siquiera son útiles como tema de conversación: como la casa deshabitada que tiene una ventana rota por donde entran y salen las palomas, o las canciones que cantaba tu primera novia mientras fregaba los trastes, o el lugar en el que viste por última vez la manta que cubría a tu madre cuando murió. Cosas que están ahí, flotando dentro de ti, y cuando reaparecen te golpean con fuerza. Cuando el semáforo cambió a verde, ambos nos pusimos en marcha sin más.
     Por ello, creo que tampoco es justo decir que esta historia comienza la primera vez que vi el taxi de Agustín Serna, sino cuando lo vi por segunda vez.
     Mediaron, entre uno y otro momento, apenas cinco horas, pero cuando volví a encontrarlo en una parte completamente distinta de la ciudad quedé estupefacto. De nuevo, detrás del taxi en otro semáforo. De nuevo, la leyenda con una caligrafía descuidada: «Agustín Serna, siempre contigo».
     Cambié el carril de la calle para intentar pasarlo por la derecha y ver al señor Agustín Serna, pero antes de cruzar junto a él, los automóviles reiniciaron la marcha. El tráfico, en la oscuridad y la fluorescencia roja del asfalto, se tragó al taxi. Sólo alcancé a ver su brazo que asomaba doblado por la ventana. Una extremidad regordeta y peluda de la que colgaba, en la muñeca, un sólido reloj plateado. Mientras avanzaba repetí, para sentirla entre los dientes, la frase escrita en el parabrisas: Agustín Serna, siempre conmigo. Imaginé encontrármelo cinco o seis horas después, o al asomarme a la calle cuando fuera en la madrugada a orinar, quizá al día siguiente en la mañana, estacionado junto al Súper Siete donde compro mi café. En cualquier lugar y en todos, dando un sentido textual, y a la vez trascendental, a lo que no era más que un vulgar reclamo de atención al cliente. Un taxista omnipresente.
     Sonreí al imaginar que el señor Serna estaría vigilante de mis pasos. Siguiendo mi rastro como un celoso guardián que me protegería de cualquier daño. Mi ensueño descontrolado envuelto en el aburrimiento del tráfico llevó a visualizarme en diferentes situaciones con el señor Agustín. Comencé por proporcionarle un rostro acorde con el de un taxista servicial que tiene un brazo regordete y aperlado, con profuso vello corporal y un reloj sólido. Le di los cachetes adecuados, la papada, el bigote, el pelo entrecano, la camiseta azul celeste abierta que dejaría ver una cadena con una medalla de la Virgen de Guadalupe. Incluso llegué a escuchar su risa. Lo proyecté como un copiloto parlanchín que preguntaba cómo había ido mi día, y yo, con buen ánimo, le contaba cada uno de los detalles del trabajo y los quehaceres en la oficina.
     Tan agradable fue la charla que cuando llegué a casa estaba fatigado. Di unos breves monosílabos a modo de confirmación a mi exmujer de que notaba su existencia. Palmeé dos veces la barriga después de terminar la cena y me escabullí a la cama.
     ¿Sería lo más propio decir que fue entonces cuando comenzó mi historia? En el momento en que permití que toda esa patraña del señor Agustín Serna creciera dentro mío como un globo que se alimentaba de un vacío que había estado empolvándose dentro de mí durante muchos años. Fue como si todos los sueños, apelmazados y deformes bajo el peso de la conformidad, uno a uno despertaran. O quizá sería más correcto decir que inició en los días subsecuentes, en tanto que el señor Serna no sólo me acompañó en los aburridos traslados del tráfico, sino que estuvo también en mi oficina, comentando algún asunto de vital importancia y ayudando a aclarar mis ideas cuando más lo necesitaba. Incluso llegamos a salir de copas a algún bar del centro en el que, al sentarme yo, él ocupaba el asiento contiguo y charlábamos durante largo tiempo, apenas sin levantar mi cara de la botella. Observábamos un partido de futbol y comentábamos las jugadas o mirábamos atentamente a los parroquianos que entraban al local tambaleándose por una cerveza.
     El señor Agustín Serna llegó a estar siempre conmigo. Por eso mi exmujer creyó que tenía una aventura. Porque llegaba a casa sin cruzar palabra. No tenía mucho qué decirle. Todo el día lo pasaba intercambiando impresiones y puntos de vista con Agustín. ¿Para qué iba a necesitar hablar con ella?
     No puedo culpar a la que entonces era mi esposa por creer cosas extrañas. Nuestra vida, hasta hacía poco, se componía de ciertas rutinas de sobremesa e intercambio de pareceres sobre el desempeño de los chicos en la escuela y en las labores del hogar. Por eso se extrañaba de que llegara más tarde de lo habitual, directo a enfundarme en ropa de dormir e instalarme frente al televisor en el silencio de nuestra recámara.
     Después de una escena dramática que no tiene ningún caso contar aquí, en la que demandó explicaciones sobre la transformación de mi comportamiento, no tuve mayor remedio que contarle que recién había hecho un buen amigo. Le conté todo sobre Agustín Serna. Sobre nuestras aventuras en los bares, sobre su buen tino para elegir una película o recomendar un restaurante. Incluso le comenté cómo, en una situación particularmente difícil en la oficina, me supo aconsejar con una inteligencia sorprendente.
     Eso la tranquilizó un tiempo. Aceptó mis llegadas tarde a casa, mis animadas descripciones de mis correrías con Agustín, incluso las recomendaciones que amablemente nos hacía para el mantenimiento de nuestro hogar (un insecticida más eficiente, una nueva forma de preparar los huevos del desayuno, la forma correcta de colar el café o de asar la carne). Y aunque mi exmujer aceptó todos los cambios con cierta sorpresa, no dejó de aprovechar cualquier oportunidad para comprobar si mentía, revisando mi teléfono y estados de cuenta, en busca de una evidencia de adulterio.
Pero en esta situación la cosa no duró demasiado. Mi exesposa no halló nada, porque no la engañaba. Lo que nació fue una creciente desaprobación y hartazgo por cualquier comentario que hiciera referencia a Agustín. No sería incorrecto decir que esta historia comienza con las breves crispaciones que nacen entre dos cónyuges y que arraigan hasta convertirse en una pelea perpetua.
Mas no podía desechar, así como así, las conversaciones con Agustín. Todas ellas eran un venero de conocimientos prácticos que transformaban nuestra vida diaria. Como el cambio de marca de chocolate en polvo o disquisiciones objetivas sobre el mejor papel higiénico.
     La cosa finalmente emergió cuando cambié el Nesquik por el Cal-C-Tose. Un cambio que provocó un malestar generalizado en casa. No era que tuviera algo en particular contra el Nesquik. En nuestra opinión, la de Agustín y la mía, se trata de un producto de origen europeo de excelente calidad, pero los limitados valores nutrimentales lo hermanaban más con la golosina que con un buen desayuno.
Antes de que me pusiera el pijama y metido en la cama, escuché los gritos provenientes de la cocina. Era alguno de los niños que se quejaba del cambio de chocolate. Mi exmujer luchaba por convencerlo. Un portazo cerró la disputa. Poco después, con el rostro defenestrado, entró a la habitación mi exesposa. Quería saber por qué, después de tantísimos años, precisamente ahora, decidí cambiar el Nesquik por el Cal-C-Tose.
     —Fue una recomendación de Agustín —respondí, arrellanándome en el colchón y encendiendo el televisor.
     Desaproveché la oportunidad para ver su cara de asombro. La vi tantas veces en ese tiempo que me aburría. Pensó cómo articular una reclamación.
     —Creo que deberías consultar estas cosas conmigo y con tus hijos. Al fin y al cabo, el señor Serna no vive aquí.
     —Pues es que dijo argumentos muy convincentes —respondí, subiendo el volumen a la tele y restándole importancia al asunto.
     Creí que diría algo soez y ruin. Quizá ése era todo el propósito al traer una lata de Cal-C-Tose a la casa, provocar un disgusto terrible en mi exmujer. Al fin y al cabo, en lo que a mí respecta no eran más que dos variedades distintas de excremento en polvo. Pero no dijo nada. Su garganta se estremeció como si deglutiera un enorme trozo de pan o de fruta podrida. Afuera aún no terminaba de extinguirse el día y ella se acercó tranquilamente a la cama. Tomó el control remoto y bajó un poco el volumen del aparato.
     —Últimamente ese tal Agustín se ha vuelto muy importante para ti —no era reclamo, era más bien una afirmación tímida—. ¿Por qué no lo invitas a cenar a él y a su familia el fin de semana?
     Con las sábanas a la altura del pecho medité un momento la respuesta. Tardó en salir de mis labios más de lo que debería porque me exasperó su forma tan conciliadora de abordar el asunto.
     —Se lo preguntaré, mujer. Pero dudo que acepte. Agustín no tiene familia y además es una persona muy reservada —dije y volví a subir el volumen de la televisión.
     Ella, sin decir nada, se marchó a la cocina.
     No creo que sea correcto decir que mi historia comenzó a partir de la compra de esa lata de Cal-C-Tose, pero sí inició una serie de escaramuzas y discusiones que culminaron con mi divorcio.
     Llamadas al trabajo para saludar, que eran medios para saber dónde estaba. Preguntas incómodas e intempestivas en medio de la noche, tales como «¿Por qué ya no me tocas?», «¿Todavía me amas?», o incluso un desliz sutil sobre una probable desviación sexual. Llegó al punto de demandar de forma altanera que le presentara a Agustín Serna.
Una vez más, le dije que no.
     —No te lo presentaré nunca —rematé.
     Y después de que inquiriera la razón dije lo que ya llevaba pensando muchísimo tiempo. Porque me avergonzaba mi familia. Porque ninguno de los miembros de ella podría llegar a la altura del Sr. Serna. Sentiría tal bochorno presentar a una ama de casa ignorante y unos niños criados como animales de granja: gordos y dóciles. Me arrepentí cuando lo dije porque, aunque fuera verdad, no dejaba de ser ruin y mezquino. Hubiera sido mejor desaparecer como mi padre, sin aviso ni media palabra.
     Si no me equivoco, ésa fue la última vez que hablé con mi mujer sin abogados presentes. El divorcio fue decoroso y sobrio. Sin escenas dramáticas. Me despedí de mis herramientas limpiándolas una a una. Estuve seguro de que su presencia en el armario tuviera un gran impacto emocional para mis hijos.
     Al mudarme al segundo piso de una peluquería, consideré adecuado reiniciar mi vida. Retomé un punto de partida aleatorio y comencé a tejer desde ahí. No dejé el despacho, pero mandé hacer unas tarjetas de presentación con el nombre «Lic. Agustín Serna, consultor».
     Las repartía a los clientes y a las personas nuevas. Si alguien preguntaba, decía que Agustín Serna era mi jefe. Si no, yo estaba conforme con que me confundieran con él. Estoy casi tentado a dar por comenzada esta historia justamente aquí: cuando conocí, dentro del segundo piso de esa peluquería, una luz que jamás antes había visto.
     Justo frente a mi ventana estaba una farola que emanaba luz blanca con un zumbido tenue. Se derramaba sobre mi cama, colocada justo frente a ella, como una bendición de Dios en la soledad.
Las charlas con Agustín en ese local se volvieron más amargas. Bajo la claridad del halógeno de la farola veía en la pared limpia el retablo de mis pecados. En medio de los chasquidos de la luminaria que parpadeaba para ahorrar gasto de luz al ayuntamiento municipal, me preguntaba si alguna vez mis hijos, al ver el rotomartillo inalámbrico en la vitrina, conseguirían dibujar en su mente el trazo de mi rostro descomponiéndose en su memoria.
     Dejé de cortarme las uñas imaginando que eran el nácar de una concha que nacía para protegerme.
     Agustín, esas noches, guardaba un silencio descorazonador. Se refugiaba en un rincón oscuro y lo podía escuchar, reclinándose, rechinando la madera de la silla en la sombra. Recuerdo que esas noches también observaba mi brazo, con un reloj plateado que imitaba el que vi en la ventanilla del taxi de Agustín. Lo miraba bajo esa luz imaginando que mi brazo era su brazo. Lo doblaba y estiraba en ejercicios incómodos para comprobar que, poco a poco, mi brazo izquierdo se iba transformando en su brazo.
     En las noches más aciagas e inquietas, me masturbaba con esa mano.
     También fue a la luz de esa farola que pensé en provocar mi despido para conseguir un taxi con mi liquidación. Una resolución que tardó poco en llevarse a cabo y se ejecutó con gran descuido. Los abogados de la empresa convencieron al tribunal de arbitraje laboral de que había incumplido las condiciones de mi contrato. No hubo liquidación, sino un modesto arreglo económico a través del seguro social.
     No podría comprar un taxi, pero al menos podría alquilar uno y sufragar los gastos de la renta hasta comenzar a producir dinero. Esos días, Agustín estaba especialmente arisco. Casi no hablaba. Se molestó mucho por mi falta de pericia para conseguir mi desempleo. No lo culpo. Yo, por mi parte, estaba muy nervioso por caer en cuenta que, a partir de ahora, mi coche no lo ocuparía la figura siempre cortés y atinada de Agustín Serna, sino un pasajero aleatorio, un ciudadano de la muchedumbre, un nadie.
     A modo de homenaje, el primer día, con una pintura naranja de acrílico, escribí en el parabrisas trasero del vehículo: «Agustín Serna, siempre contigo».
     Y aunque cierta incomodidad me invadió, también abrigué la emoción de enfrentar lo desconocido. De pensar que ante cada pasajero podía ser un tipo de persona diferente. Incluso proyecté la idea de escribir en una libreta todos los tipos de hombres que recordaba y fingir ser cada uno de ellos en cada banderazo.     
     Pronto deshice la idea. La variedad tan normalizada de pasajeros me aburrió sobremanera. Resultaron molestas las conversaciones aleatorias, desordenadas e inesperadas. Imprevistas en su conexión; triviales e inútiles en su conjunto. Podían de pronto preguntar por los resultados del futbol o comentar la inseguridad de una colonia lejana o hablar sobre las bondades de la queratina en las uñas tan blancas y largas que tenían o preguntar por qué en el parabrisas decía Agustín Serna y en la licencia pegada en el tablero aparecía otro nombre. La multiplicidad era enojosa. Nadie sabía extraer las formas puras, los comentarios atinados, la pulpa de la palabra como lo hacía Agustín. Por eso, decidí guardar silencio ante cualquier pregunta. Incluso hacerme pasar por mudo o responder con monosílabos.
     Nunca quise ver a los niños. Pensé que mi propia presencia sabatina en sus vidas les estorbaría en la labor de fabricar una imagen de mí. No deseaba que me vieran con mi barba de dos días y mi brazo izquierdo tostado por el sol. Le dejé una instrucción a mi exmujer de que no se deshiciera de mi herramienta. Que sería el patrimonio espiritual que legaría a mis hijos.
     O quizá todo lo que les he contado hasta ahora no son más que los prolegómenos del inicio verdadero de mi historia. Quizá ésta comenzó hace una hora, cuando conducía por una avenida y vi, detenido junto a la calzada, el taxi de Agustín Serna aparcado frente a una cantina.
     La decisión no fue inmediata. Al contrario. Al ver la matrícula del taxi quedé espantado como quien ve a un fantasma. eap-1965. El espectro de mi propio nombre y fecha de nacimiento sobrevolando en un espejismo de la chapa metálica. Orillé el vehículo varios metros adelante y a través del retrovisor observé el carro vacío unos minutos. Jamás proyecté la idea de buscar a Agustín. Me parecía descabellada. Tenía ya lo mejor del Sr. Serna siempre acompañándome. Conocerlo sólo estorbaría. Su voz tendría que ajustarse a la suya, sus ojos a la vulgaridad de un ruletero anónimo, su reloj revelaría acaso la hechura corriente de una marca de imitación.
     Pero a la par que esto, nació una curiosidad sin medida. Unas ganas de entender una región de mi vida. Como si, de súbito, encontrara una carta sellada de mi padre que revelaría un contenido con sentido y no sólo un puto llavero con un cortaúñas.
     En el espejo lateral comprobé que mi barba no me diera un aspecto de un vagabundo, sino el de un hombre ocupado y trabajador. Encendí el taxi y circulé una cuadra más hasta rodear la manzana y convencerme de que era eso lo que deseaba hacer.
     Me estacioné en la parte detrás de la cantina. No bajé de inmediato. Al apagar el vehículo, seguí escuchando unos breves segundos el ventilador del radiador. Imaginé cómo saludaría al Sr. Serna. ¡Volvería a llamarlo Sr. Serna! Como al principio. Ganaría, poco a poco, la confianza de tutearlo. Estaría bien invitarle una cerveza.
     Comprobé el cambio que tenía en el cenicero. Sentí mi estómago retorcerse, amenazando con evacuar. No creo que nada comenzara entonces. Ni al bajar del carro, ni cuando atravesé la puerta hasta la sombra benévola del antro, ni siquiera cuando contemplé las nucas y cabezas de los parroquianos indistinguibles en las mesas y la barra. El lugar estaba decorado con trofeos de caza y letreros de neón con anuncios de cerveza. No había mesas desocupadas. El bullicio estandarizado de la cantina se impuso como ruido de fondo.
     Me tranquilicé. Afuera estaba el taxi, aunque eso no significaba que aún el Sr. Serna lo condujera. Tampoco era seguro que, aunque lo hiciera, pudiera encontrarlo en ese local atiborrado de gente.
El mesero se acercó para advertirme que no querían vendedores ambulantes. Antes de responderle, pensé que lo más probable era que Agustín Serna, hacía mucho tiempo, no fuera ruletero. Habría dejado el oficio por ser incapaz de pagar la renta. O quizá decidió retirarse para pasar más tiempo en casa, donde vería crecer algún nieto. Me convencí de que ahí no estaba.
     Sin embargo, le respondí al mesero que quería una cerveza.
     —Sólo hay lugar en la barra.
     Caminé a donde había tres asientos vacíos. Me instalé en el taburete de en medio y nombré la marca de cerveza que deseaba. Acaricié la superficie de madera de la barra con mis uñas largas. El cantinero, con una expresión de desagrado, acercó a mí la botella, colocando una servilleta debajo. Antes de retirarse, le preguntó al comensal que estaba a mi izquierda, junto al banco vacío que había dejado a mi lado.
     —Agustín, ¿otra?
     Me giré y lo vi. Un hombre orondo, moreno, sus rasgos quedaban ocultos en la masa de piel aperlada que, al abombarse en cachetes y papada, borraba las particularidades. Vestía con cierta pulcritud. Pantalón de vestir descolorido en los pliegues, camisa azul celeste de manga corta y mocasines viejos pero embetunados.
     —Así está bien, Artemio. Tengo que seguirle.
     Su voz atravesó el pantano acústico para sonar en mí como una decepción abrupta. Era una voz aflautada y desagradable. Más que femenina, era propia de alguien lleno de exabruptos e inseguridades. En los timbres de subidas y bajadas podía intuirse la voz de un adolescente sin desarrollar.
     Busqué en su brazo izquierdo la seña de su reloj plateado. No lo tenía, pero en su piel se dibujaba una aureola blanca alrededor de la muñeca. Su brazo izquierdo estaba más bronceado que el derecho, lo que confirmaba que pasaba muchas horas al volante.
     —¿Qué? —preguntó.
     Supongo que mi mirada fue demasiado insistente. No respondí nada. No quería volver a escuchar su voz. Tomé la botella de cerveza y le di un largo trago mientras intentaba observarlo de reojo. Oculté mis manos en el regazo.
     Vi las llaves que estaban frente a él, una cajetilla de cigarros mentolados en la bolsa de su camisa azul. Al ver que quedé callado, sonrió como sonríen los patanes cuando alguien no responde a sus provocaciones. Tenía las encías demasiado grandes. Supuse que la dentadura era postiza.
     Pensé en decirle algo, aunque fuera «hola». Pero se me figuró vano. Pude pedirle un cigarro. Pero tampoco me atreví.
     De pronto tomó sus llaves y las acercó a sí, preparando su partida. Aún le quedaba un trago a su cerveza y mientras lo daba observé el llavero.
     Quizá ése fue el verdadero momento en que todo comenzó o, por lo menos, empezó a tener sentido: viendo el manojo de metal frente a él. El señor Agustín Serna, que siempre estaba conmigo, tenía un pequeño cortaúñas en el llavero. Unas delicadas pinzas en forma de pececillo de plata junto con unas medallas religiosas y un afiche deportivo. El escalofrío recorrió mi mano hasta derramar un poco de espuma por encima del cuello de la botella.
     Agustín Serna no volteó más, tomó sus llaves y se fue. Mientras la hoja de la puerta se abría, sentí que mi padre me abandonaba una segunda vez.
     El mundo completo se vació. Todo de una sola vez. Las caras ensombrecidas de la gente de ese lugar parecieron caricaturescas, sin vida, como muebles abandonados en un basurero. Sentí una soledad como la de los minerales dentro de las montañas.
     Miré a mi alrededor y comprobé que en esa cantina no se aceptaban mujeres. Sólo eran hombres campando a sus anchas entre la melancolía y el furibundo júbilo deportivo. Era un alivio. Sin mujeres alrededor pude llorar a gusto.
     El cantinero, al verme moquear, acercó unas servilletas y otra botella helada de cerveza. Esta vez no la empujó con desprecio, sino con cierta amabilidad.
     —De parte de la casa —dijo.
     Yo intenté recomponerme ante la vergüenza, pero no pude. Las uñas me parecieron sucias, amarillentas, como si no fueran mías. Quise morderlas ahí mismo. No lo hice. Me quedé en esa cantina con la cara hundida entre los codos, deseando que, al terminar esas cervezas en la barra, algo, cualquier cosa, comenzara para m.

 

Comparte este texto: