(Guadalajara, 1971). Entre sus publicaciones más recientes está De otra cosa (Cataria, 2022).
a Verónica Murguía
Toda crítica es una propagación. Es fácil constatar que los poetas diseminan símbolos, figuras y presencias diversas a lo largo de su obra, pero también es fácil ver que todo ello pasa generalmente inadvertido por años o por siglos. Basta que sean identificadas por la crítica para que tales presencias empiecen a repetirse, a veces en proporciones geométricas, hasta que uno se dice, por ejemplo, que si bien hay muchos tigres en la poesía de un autor como Eduardo Lizalde, hay muchísimos más en los artículos de sus críticos.
En abril de 1994, al redactar una necrología del poeta nicaragüense José Coronel Urtecho, Lizalde reveló en un paréntesis que por aquellas fechas había vuelto, «un poco contra [su] voluntad, a redactar un nuevo librito sobre tigres».[1] Añadió graciosamente que ya soñaba con el tigre, no como si hablara de un sueño noble y literario, sino con el tono de quien, al menos en el español de México, dice de algo que ha comenzado a fastidiarlo: «Ya lo sueño». Aquel «nuevo librito» era Otros tigres, cuyo colofón registra que se terminó de imprimir «el treinta de abril de mil novecientos noventa y cinco, día de San Félix» (dato importante, porque Lizalde mismo definía su libro como un «Felixario o Felinario», y también por el guiño al nombre de Félix el Gato), un año exacto después de que Lizalde notificara con modestia que había terminado de redactarlo, como si el verbo «escribir» le pareciera una exageración.
En esos Otros tigres («otros», por supuesto, por ser sus precedentes El tigre en la casa, de 1970, y Caza mayor, de 1979) consta una traducción del imperecedero poema de William Blake, «The Tyger», del que Lizalde sabía perfectamente que se trataba del «más famoso y traducido del mundo sobre la hermosa bestia» (ya se sabe: «Tyger,
Tyger, burning bright», etcétera).[2] Lizalde lo tradujo en endecasílabos, a excepción de algún alejandrino, de un eneasílabo en la cuarta estrofa y de tres octosílabos en la primera, que la última casi repite. Las rimas y los acentos de Blake se pierden, casi como una fatalidad, al traducirlo; en cambio, al encarar la penúltima estrofa,
When the stars threw down their spears And water’d heaven with their tears, Did he smile his work to see? Did he who made the lamb make thee?
consigue Lizalde respetar el significado al tiempo que alcanza, prosódicamente hablando, el punto más alto de su versión:
Al arrojar sus lanzas las estrellas Y empapar con sus lágrimas el cielo, ¿Sonrió Él, al contemplar su obra? ¿Hizo al cordero el que te hizo a ti?
En este punto aparezco yo, malamente. Hace unos años, leyendo a Lizalde, jugué a traducir con metros regulares el poema de Blake y poco a poco empecé a preguntarme qué tan realista sería intentar una versión rimada. El juego desembocó en esta décima que, desde luego, no es fiel a Blake, si bien conserva un eco de su «pavorosa simetría», de la «mano» que «osó forjar» al tigre y, como ya se verá, del «ardiente brillo» emanado por el imponente felino:
Ni el Gólgota ni Emaús, ni sombra ni resplandor: simétrico hasta el horror, todo cara, todo cruz, ¡tigre, tigre, ardiente luz! Di, ¿qué mano, en qué vaivén, se atrevió a enlazar el bien con el mal, y hacerlo en ti? ¿Naciste ahora y aquí o en el jardín del Edén?
No conforme con haber cometido este abuso, incurrí en dos más. Los lectores de Lizalde recuerdan que algunos poemas de Blake aparecen junto con otros de Dante, Boccaccio, Leopardi, Blok, Rilke, Victor Hugo, Benn, Joyce y Pessoa en la sección titulada «Baja traición» de Tabernarios y eróticos, poemario de 1988. Se trata de «La mosca»,
Pequeña mosca, tu estival vuelo ha interrumpido mi mano leve. ¿No soy yo como tú mosca? ¿No eres tú como yo un hombre? Porque bailo y bebo y canto hasta que mano ciega rompa mi vuelo. Si es pensar vida, hálito y fuerza, y es ausencia del pensar, muerte, soy entonces mosca feliz, sea vivo o muerto, y «El cordero»: Corderito, ¿quién te creó? ¿Sabes quién te hizo a ti? ¿Quién te dio vida y te ofreció pastura, junto al arroyo y sobre la pradera, te dio ropajes deliciosos, suaves ropas de luciente lana, te dio esa voz tan tierna que hace reír los valles? ¿Corderito, quien te creó? ¿Sabes quién te hizo a ti? Te lo diré, corderito, corderito, lo diré: Es llamado por tu nombre, por él mismo llamáronle cordero. Él es manso y Él es bueno, como un niño pequeñito. Soy un niño, tú, un cordero. Nos llaman por su nombre. ¡Corderito, Dios te guarde! ¡Corderito, Dios te guarde! Y dice así mi décima de la mosca, con perdón de Blake y de Lizalde: ¡Qué tino! Por distracción, con la mano impertinente puse fin, mosca valiente, a tu alada expedición. Ojo por ojo, un millón de párpados depusiste mientras yo, entre chiste y chiste, vi que soy, mosca, tu igual: bebo y bailo, bien o mal, hasta que una mano embiste. Y así mi décima del cordero, por último: Corderito, corderito, ¿sabes quién es tu creador? ¿Quién te pintó del color de la espuma? Tu inaudito gritar, que nunca es un grito, ¿lo aprendiste del jilguero? Te lo diré yo primero, borreguito de papel: yo, niño, soy como él; él, como tú, es un cordero.
Toda lectura es una propagación: si en un libro hay un tigre, cien lectores lo convertirán en cien tigres. Toda traducción también lo es. Toda paráfrasis, al ser lectura y traducción, es por lo tanto una propagación que se duplica.
[1] Eduardo Lizalde, «Coronel Urtecho», en Tablero de divagaciones, vol. i, Fondo de Cultura Económica, col. Letras Mexicanas, México, 1999, p. 236.
[2] Eduardo Lizalde, «Dos líneas más sobre la piel del tigre», prólogo a Otros tigres, Heliópolis, México, 1995, p. 10.