(Ciudad de México, 1943). Creador musical, intérprete, musicólogo, teórico, maestro e investigador universitario, ha obtenido, entre otras distinciones, la Orden de las Artes y las Letras en Francia, así como la Medalla Bellas Artes y la Medalla Mozart en México.
El inicio
Mis padres, refugiados españoles, tuvieron múltiples trabajos. Mi padre, militar e ingeniero, fue jefe de la inteligencia en la guerra civil española; en el exilio, profesor e investigador en la unam, experto en administración, y autor, entre otros libros, de Democracia sin partidos —¡cuánta razón tenía!—. Mi madre era todo a la vez: ama única de casa, modista —incluso para sí misma—, y al final decoradora con tacto creativo y talento financiero.
En segundo de primaria, una adorable profesora con apellido náhuatl me abrió el camino a la poesía; en cada jura semanal a la bandera recité de memoria poemas de México y de España; mi madre sabía varios y los entonaba gozosa para traerme los aires de aquellas rimas. Una amiga suya, Conchita Ballesteros, fue parte de La Barraca y me enseñó a decir poesías de García Lorca. Mi padre, muy reservado, me hizo oír el fondo en Antonio Machado, regalándome una vasta antología poética. Todos esos vínculos entre imágenes mentales y tonos emotivos de la poética avivan aún mi oído.
Mis oíres renacieron pronto cuando en plena calle escuché en mí algo que me hizo decir «Mi música» —cercana a Verdi, pero pudiéndola variar a mi antojo—. Con pasmo y gozo extremos lo descubrí de súbito: «Soy músico». En mis padres produjo ese miedo que reprende, aunque a su pesar insistí y me inventé un piano hecho de tenedores y cuchillos, teclas negras y blancas cuya palanca eran los gruesos tomos de nuestra Enciclopedia Sopena. La mecánica me tenía sin cuidado, pero fue mi quimera para estudiar música cada sábado de todo un año: en aquel silencio forjé a mi gran aliado, el oído interno. Al entrar a secundaria cancelaron mi entusiasmo y esas clases. Entre las biografías musicales que leí de niño, Bach me dio la pauta: siendo adolescente huyó de Eisenach para encontrar a Buxtehude en Lübeck. Con catorce años enfrenté a mis padres, largándome de casa con rumbo al Conservatorio; qué importaba ser jardinero o cualquier cosa otra para dejarme estudiar lo mío; fueron tras de mí, aceptando a contrapelo mis términos: un piano y cubrir mis clases privadas —mejor un hijo músico que callejero.
La frigidez conventual de la escuela me hizo repudiar su torpe mezcla de doctrinas, que sólo dictaban qué no escribir para escribir. Expulsado luego del Conservatorio, agradecí el puntapié por su catapulta a Europa, donde al fin hallé frescura e inteligencia: Stockhausen con el exhorto poético a oír e improvisar, Xenakis con una original visión gráfica de la música, y Ligeti con su sin igual fantasía.
La liberación literaria
Las clases o consejos de los demás maestros, aun con cualidades, conducían al modelo de su obra, sin mostrarme una escucha propia, sino dando mayor peso a lo racional mediante el código musical. ¡Que absurda es así la música! —gesticula sin habla, es sorda y muda—. Al buscar fuera imaginé música como ficción —eco auditivo de la ciencia ficción—, con historias como «Canto alado» o «Tres poemas y un cuento de primavera».
Rompí más vínculos con el código al orientar la escucha en Solo para uno (1972), escrita en los cursos de Darmstadt, Alemania, cuando convoqué a mis colegas, jóvenes compositores, a una creación colectiva. Todavía con mente de líder algo maoísta en la revuelta parisina del 68, pedí a cada uno exponer sus partituras en las paredes de pasillos y salones, espacio común de creadores, ejecutantes y oyentes. Los intérpretes tocaban al tiempo que recorrían leyendo la densa trama de unas veinte obras. Previendo el caos, decidí no agregar mi música, sino crear frases que guiasen al oído. Repartí al público un volante donde inserté ideas para inducir a otros modos de escucha: «Intuye qué sigue y compáralo con lo que oigas», «Retén eso que oyes y hazlo cada vez más lento», «Añade a lo oído sonidos de tu memoria», «Intenta no escuchar», etcétera.
Ver para crear
A mediados de los setenta comencé a dibujar analogías explorando junto al oído. Con trazos libres definí pasajes cuya libertad puso en jaque mis métodos y conocimientos previos. Hallé sendas tan distintas y eficaces que pude percibir mejor mi obra mediante la sinestesia audiovisual; sólo después de representarme la escucha llegaba a escribirla —no como en la tradición: escribes primero y luego comparas apoyando el oído en los cánones—. La fantasía de la sinestesia escucha viendo al imaginario. Mi «oído absoluto», ya ajeno al absolutismo de la academia, me sirvió para afinar cada logro: cantar-oír-dibujar. Ante cada trazo, la cognición que nace entre voz y oído afianza el resultado. Definí un solfeo del continuo para convertir a partitura los mínimos detalles de lo dibujado: ver la escucha se adueñó del imaginario en mi música.
Luego de un largo duelo en silencio tras la muerte de mi padre, empecé con emoción a dibujar sin detenerme una obra a partir de mi voz digitalizada: descubrí mi música al desnudo: eua’on —en náhuatl, «aquel que emprende el vuelo a la distancia»—, largo aúllo transcrito años después para la orquesta, eua’on’ome.
Escultura, danza, arquitectura
Al extenderme a tres dimensiones —vertical = altura; profundidad = intensidad; lateralidad = timbre—, entendí cómo tres componentes evolucionan interdependientes con un claro perfil escultórico. Mi búsqueda previa con Jorge Gil, del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y en Sistemas de la unam, fue útil al abordar el álgebra discontinua: Música y teoría de grupos finitos (iie-unam, 1984). A solas incursioné en la combinatoria y, gracias a mi ignorancia matemática, hallé algo nuevo: el permutaedro, geometría de la permutación de intervalos en la escala. De la matemática pasé a la física acústica «musical», que al tratar el sonido tradicional excluye la base física, el ritmo: lo que oímos es ritmo-sonido: el sonido no se oye sin pulso ni duración rítmicas. De ahí la idea de cronoacústica, donde adopto el tiempo-espacio de Einstein para observar al continuo físico de frecuencias fusionados en el ritmo-sonido. Lo demuestra el sistema informático eua’oolin (enm-iie-iimas-unam, 2006).
La cronoacústica implica indefectiblemente un tercer elemento audible, el espacio, que integro de dos modos:
—fijo, en Canto naciente, tres trompetas, dos cornos y tres trombones envuelven al público dentro de tres dimensiones;
—o móvil, en eolo’oolin, seis percusionistas en un pentágono con centro rodean a los oyentes y se desplazan con sus instrumentos por los pasillos en la periferia, y por los que van al centro, una representación coreográfica y arquitectónica que recorre el infrasonido rítmico aliado a las frecuencias sonoras.
Expongo esas y otras búsquedas en Realidad e imaginación continuas (iie-ch-unam, en prensa).
Conjunción de las artes
En la multiópera Murmullos del páramo (1992—2006) me guía el gran oyente creador de Pedro Páramo, como analiza El sonido en Rulfo: «el ruido ese» (iie-unam, 1988, 2006), temática cercana a mis primeros textos —Juan Preciado ilustra ese oído musical rulfiano pegado al drama: «su voz eran hebras humanas»—. Toda lengua abrevia el oír con múltiples palabras —ladrido, rugido, maullido—, aunque basta atender con cuidado las ricas resonancias del trueno para decirnos mucho más: de cuántos modos suena. Piensa también cuando no quieres oír nada allá afuera, cómo cada escucha íntima se nutre a solas de percepción, memoria y fantasía.
Cantar las voces de Murmullos del páramo exigió explicar y demostrar de viva voz a cada cantante cómo lograrlo —no fue difícil porque no escribo nada si no lo canto—. Sin siquiera preverlo debí asumir algunos roles en escena: Abundio, el sordomudo —por ello mi predilecto—; en falsete, Justina, o Bartolomé, cuya violencia canalla hacia Susana en la mina me pidió recrear el horror de hija con susurros, voces y gritos. Insatisfecho ante la puesta en escena del estreno, en 2006, en Madrid, Stuttgart y México, diseñé mi escenografía en Tokio, versión de 2011.
Nombrar la escucha
La música escapa al oído, inasible como el olfato es difícil retenerla. Memoria fotográfica y audición fonográfica no alcanzan a asirla tal cual se nos presenta. Se requiere detectar múltiples componentes
—pulso, ataque, vibrato, altura, intensidad, color, ruido, presión u otros como el espacio donde ocurre—. Escuchar música es físico, entra y muere en la oreja; novelarla es metafísica, decir callando lo que sólo se oye dentro.
Al morir Velia, amor vivo en mi oído, vuelvo al silencio: no sé dar a oír nada sin que ella escuche. En mi recogimiento le escribo una novela-ópera, donde en otro mutis seguimos dentro del oído. Recuerdo vivir juntos la fascinación por el estridule de las chicharras. Para refrescar la onomatopeya y aprenderle otras a nuestro oído las hallé vivas en varias lenguas: el masticado «yangkri» indonesio, los suaves «semi» japonés o «cigale» francés, aquel tenaz «tzitziki» griego virado al «cicadis» latino, «zikade» germano y «cícada» hispana insertas en un ardiente refriegue, «chicharra». En guaraní se le dice «ñakira», síntesis certera: ñanasal con golpe en ki y un ra que el paladar alarga. Cuánta escucha arrastra la palabra.
Durante años, mucho antes de la madrugada desperté a Velia para contarle lo que fraguaba en mi música, mientras que ella, entredormida o casi, oía en sueños lo que al instante le imaginaba. Al llegar el día, cuando le decía que iba a descifrar aquello, me confesaba no recordar nada: jamás sueño, decía —aun si de noche respondiera «Sí», «¿Eh?», «No», «Ah», rumoreo que me animó siempre a decirle lo que oía—. Mi obra fue algo entre nosotros, la conoció antes de sonar y al revelarse afuera ambos cerrábamos aquel largo ciclo. Sin estar más aquí, continúo diciéndole cómo suena este réquiem silencioso que hoy le escribo. No siento el apuro por concluirlo, sino sólo aspiro a retenerla una vez más con la palabra para seguir unidos dentro de nuestro laberinto: la escucha.