De pronto todo fue sangre, muerte, traiciones, disputa territorial… ¡guerra! Salieron por todas partes y llegaron de muchos lados. Los vampiros llegaron para quedarse, otra vez. Algunos salieron de las coladeras, otros llegaron en avión, unos más aparecieron en las high schools norteamericanas convertidos en místicos y quiméricos galanes con fuerza sobrenatural, poderes telepáticos y capacidad de enamoramiento.
¿Y quién tuvo la culpa? No fue Bram Stoker ni F. W. Murnau ni Bela Lugosi ni Max Shreck, vaya, ni siquiera Buffy o David Bowie. Posiblemente nadie, aunque, si de hallar culpables se trata, podemos sentenciar a Anne Rice, por haber otorgado al vampiro ese estatus de rock star metrosexual que deterioró el concepto y le despostilló los colmillos a uno de los más grandes mitos de la cultura del terror, convirtiéndolo en generador de un suspiro masivo.
Contextualizar al vampiro en los tiempos modernos es uno de los argumentos más estúpidos que puede blandir cualquier defensor de Stephenie Meyer, desde la óptica del entendido; sin embargo, es válido cuando se trata de comercializar el mito. Lo mismo les sucedió a los Beatles.
Es por ello que, para contrarrestar la reciente y celebrada disfuncionalidad del neovampiro que llora y ama, se aplaude la aparición de la segunda parte de la trilogía literaria de vampiros de Guillermo del Toro: Oscura, que junto con la primera, Nocturna, le devuelven al bicho su capacidad de infundir terror y no ser, simplemente, modelo de modas. ¿Quién dijo que el vampiro debía ser atractivo para seducir? Tal vez Tod Browning (Drácula, 1931), pero nada más. Vaya, ni siquiera Francis Ford Coppola se atrevió a despojar, por momentos, al conde de su hedor visual cuando no traveseaba por las calles convertido en lobo galante.
Los vampiros de Guillermo del Toro (cuya descripción es muy similar a los bichos presentados en su Blade ii) no son más que un ejército carroñero en busca de alimento. Con eso basta. No importa que el resultado de su alianza con Chuck Hogan, autor norteamericano laureado por su capacidad de ventas, haya sido precisamente para convertir la trilogía en un best-seller, porque los libros tienen ese soporte de integridad del que carecen otros autores contemporáneos que pretenden tirarse de cabeza en el tema. Del Toro es garantía, más allá de su legión de fans geeks que todavía no nacían cuando se filmó Cronos (1992).
Tal vez el único pero es que no haya escogido México como sede de su masacre; sin embargo, Nueva York puede ser el microcosmos idóneo para esparcir el virus y le confiere universalidad al asunto (o será que, desde su visión, los gringos, en cuanto a practicidad, son menos hábiles y más burocráticos que los mexicanos modernos para desterrar a los invasores).
La idea de que se oficialice una nueva saga vampiresca, sin embargo, tampoco es garantía para que los adolescentes que no creen en el amor entre vampiros se acerquen a otra clase de literatura que no se hermane con el efecto Harry Potter; no obstante, tanto éstos como aquéllos lo harán porque esto se convierte en la imposición literaria del momento, sin que esto desmerezca el trabajo de Guillermo del Toro.
El libro es tan veloz como cualquier otro best-seller épico, y sumamente descriptivo, lo cual le genera apego al lector y lo obliga a leer y releer las escenas más sangrientas sin que se sienta culpa. Por desgracia, a diferencia de otros volúmenes de sagas famosas, se requiere previa lectura de la primera parte para poder entender una historia que fluye y que constantemente refiere a su antecesora. Es ahí cuando se ve la mano de Chuck Hogan más como director del departamento de mercadotecnia.
A pesar de eso, quien lo lee con orgullo mientras espera el microbús o entre clases, o bien en la mesa de un café al aire libre en la Colonia Condesa, parece mostrar en su faz el gusto que da tener un compatriota como Guillermo del Toro, que tuvo que venir a poner orden en esta oleada de vampiros con una historia elemental pero gandalla, con vampiros protagonistas que no se enamoran ni se peinan hacia atrás, y gustan de morder la arteria femoral (que se ubica en el muslo) y no el cuello de sus víctimas porque, finalmente, el ser humano es carroña y no merece siquiera la mirada de su verdugo.
Oscura, de Guillermo del Toro. suma de Letras, México, 2010.