Bitácora de las ciudades perdidas / Vivian Abenshushan

Desde hace algunos años me gusta pensar en el ensayo como el vago de los géneros literarios, es decir, un género libre, ocioso y errabundo, una forma de pensar que puede llevarse a cualquier parte. Si hay un tema que le gusta al ensayo es precisamente el del vagabundeo, y ahí están como registro las caminatas de Hazlitt y Stevenson, las de Thoreau y Virginia Woolf, las travesías melancólicas de Sebald, donde conviven el acto físico y el mental de la deambulación. «Mi espíritu no anda si mis piernas no lo mueven», escribió Montaigne. Algo parecido le sucedía a Kierkegaard, a quien le gustaba decir: «Caminando he logrado mis mejores ideas». Y en La gaya ciencia, Nietzsche expuso cómo deletreaba sus conjeturas con los pies: «Yo no escribo sólo con la mano; el pie también quiere escribir conmigo. El camino va por mí, firme y valiente, unas veces por el campo, otras veces por el papel». Papeles falsos, el primer libro de ensayos de Valeria Luiselli, pertenece sin duda a esta senda nómada del ensayo, y el título mismo anuncia el carácter portátil de sus páginas, la forma en que la escritura no precisa de pasaportes para moverse con entera libertad por donde le venga en gana, sobre todo si se trata de sitios recónditos y abandonados, como las tumbas venecianas, los huecos o las avenidas rotas de la Ciudad de México.
      En Papeles falsos hay una serie de travesías, de recorridos implícitos por ciudades y banquetas, pero también de incursiones en el lenguaje y en las lenguas, viajes alrededor del propio rostro. Como Montaigne, que amaba pensar a caballo, Valeria Luiselli escribe en bicicleta, como si «La velocidad à vélo» —para usar el título de uno de los ensayos emblemáticos del libro— fuera la ideal para «pasear en soledad y abandonarse al curso de las meditaciones». Esa ligereza del ciclista y la distancia intermedia que guarda frente a la realidad, esa especie de maniobra rasante que sobrevuela los temas sin arraigar en ellos, configura el espíritu que recorre todo el libro. Aunque Luiselli provenga de la filosofía y tenga todavía un pie puesto en la Universidad de Columbia, su temperamento pertenece a la cofradía de los ensayistas, personajes inquietos y celosos de su autonomía que pasean fuera de la aldea y sus academias, lejos de las rutinas del pensamiento y del saber sistemático. Desde el mirador en movimiento de su bicicleta o andando lentamente por las ciudades de su infancia, va trazando un pensamiento fragmentario, sin ideas claramente formadas, donde las conclusiones se posponen en cada vuelta del camino. Para ella, como para todo paseante, lo que importa es el trayecto, no la llegada. Sus textos son fugitivos, se escriben bajo la ley del desplazamiento continuo, pues viven animados por la sustancia de los viajes.
      Bitácora de los huecos, los ensayos de Papeles falsos son también un antídoto frente a los excesos de la explicación y la redundancia que mata toda buena literatura, eso que Torri llamaba «el desarrollo que adoran las multitudes». Son ensayos que proceden por pedacerías, son como rompecabezas cuya figura sólo se completa con la participación del lector, ese individuo que también piensa.
      En «Relingos», un término que designa las sobras urbanas, tierras marginales, abandonadas o en desuso, Luiselli dice: «Escritor es el que distribuye huecos y vacíos». Me parece leer ahí una breve declaración de principios: en medio del ruido de fondo de las ciudades, ese exceso de realidad sin fisuras y sin tregua que merma y agota la sensibilidad contemporánea, la autora se inclina por el silencio y la frase precisa, las cosas entredichas, las interrupciones. No decirlo todo es dejar un espacio para que lo habite alguien más. En algún lugar he leído la historia de una mujer millonaria que vivía en Park Avenue y compró un terreno vecino para impedir que construyeran un rascacielos frente a su casa. Sólo de ese modo podría tener un espacio pleno y perfectamente inútil a su disposición, como los relingos que Luiselli colecciona en el df. Ambas intuyen que el espacio desocupado es lo que hace habitable un cuarto, una ciudad. Escribe Luiselli: «Las ciudades, como nuestros cuerpos, como el lenguaje, están en obra de destrucción. Pero esta amenaza constante de temblor es lo único que nos queda: sólo un escenario así —paisaje de escombros sobre escombros— compele a salir a buscar las últimas cosas». Distribuir vacíos y huecos es quizá también la forma en que la ensayista se hace un hueco a sí misma, es decir, un lugar propio en medio de una larga tradición de paseantes urbanos, entre los que figuran Torri y Novo como sus cicerones constantes, pero también Brodsky, o Wittgenstein, que era aficionado a caminar de un lado a otro de su habitación, sin parar.
      En el fondo se encuentra la sempiterna pregunta: ¿cómo imaginar lo ya imaginado? ¿Cómo escribir un ensayo más sobre Venecia, ese laberinto desgastado por el turismo literario? Quizá sólo quede buscar en lo trivial, lo cotidiano, lo que regresa cada día, lo que no ha sido nombrado porque parece evidente. Exploraciones de lo infraordinario, las llamaba Perec. Luiselli camina sobre una ciudad pisoteada mil veces y lo sabe, no importa si se trata de Venecia o la Ciudad de México. Pero justo cuando está a punto de abandonar la empresa que supone inútil, descubre una ciudad invisible: la Venecia vacía, húmeda y silenciosa de las oficinas de gobierno, o el df de los espacios marginales y absurdos, los relingos. A donde quiera que vaya, la autora describe lo que no se ve: las costumbres anodinas de los vecinos, las grietas que los árboles abren obstinadamente en las banquetas, las averías que dejan las mudanzas en el propio rostro o la inscripción en la tumba de un poeta anónimo y malogrado. Si evade la nota roja, no deja de mirar la silueta dibujada con tiza en el cemento, sobre la que escribe: «La ciudad, sus banquetas: un enorme pizarrón: en vez de números se suman cuerpos».
      En Papeles falsos hay una conciencia implícita sobre la precariedad del lenguaje, sobre el exceso de cosas ya dichas, la ruina retórica sobre la que escribimos los nacidos en las últimas décadas del siglo pasado. Aunque Valeria Luiselli sea aún muy joven, nació al final de un siglo exhausto y no es extraño que la «hermosura de sus frases», como las describe Francisco González Crussí en la contraportada, estén acompañadas también por la mueca del escepticismo, como para evitar cualquier tentación de lo cursi, un defecto de la mirada que la autora no permite, pues su vocación es el ensayo, un género siempre preso de la duda. Por ejemplo, yo estaba a punto de escribir lo obvio, es decir, lo cursi: que Valeria Luiselli es ciudadana del mundo y que los libros con los que viaja bajo el brazo (la poesía de Eliot y Brodsky, los aforismos de Wittgenstein) son su patria portátil, cuando me encontré con su propio desmentido: «Nada más lejano a la verdad», escribe hacia el final del libro, «que la metáfora de la literatura como un lugar habitable o una morada permanente. En el mejor de los casos, los libros que leemos, como los textos que escribimos, se parecen mucho a ciertos cuartos de hotel donde entramos exhaustos a medianoche y de los cuales nos expulsan a mediodía —o viceversa…». Como contrapeso, como disonancia en medio de una prosa a veces demasiado pulcra, diría incluso tímida o custodiada en todo momento por citas prestigiosas (pecados de juventud), aparece también el humor, un humor sutil y discreto, de talante melancólico, de donde provienen las visiones más singulares o las salidas de tono que propician la buena conversación, como cuando dice: «Así también la nostalgia, que con el tiempo dejó de ser hipocondría del corazón y enfermedad de la mente para convertirse en algo que padecen los uruguayos». El humor es la profunda ligereza con que miran los paseantes.

Papeles falsos, de Valeria Luiselli. Sexto Piso, México, 2010.

 

 

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