La gran conexión

Vonne Lara

(Guadalajara, 1979). En 2021 apareció su nuevo libro, Los peores vecinos del mundo (Notas sin Pauta).

¿Para qué necesita Dios medio millón de escarabajos distintos? ¿La diversidad es evidencia de su magnificencia? Para entender la grandeza de Dios la ciencia me ha resultado muy útil. Quizás es una herejía científica, pero ha sido así.

Una de esas ocasiones en las que la ciencia me acercó al terreno espiritual fue con un capítulo de Cosmos, de la temporada conducida por Neil deGrasse Tyson. En dicho episodio, el astrofísico explica la teoría de la evolución. Dice que es comprensible «La punzada de desasosiego ante el pensamiento de que compartimos un ancestro en común con los simios», pero también dice que compartimos ancestros con plantas, insectos y bacterias, básicamente porque el camino para la vida lo compartimos todos los seres vivos del planeta. Hacia el final de esa explicación muestra un árbol en el que hay toda clase de especies y señala que «La ciencia revela que toda la vida sobre la Tierra es sólo una».

Más adelante, hace un repaso de la evolución del ojo humano y lo iguala a los magníficos ojos y sistemas visuales de otras especies. Observar a la especie humana como parte de la naturaleza y no como centro de la misma me llevó a ese asombro arcano de saberme viva debido a un milagroso proceso que opera en todas direcciones y con una diversidad pasmosa que se ejemplifica con los miles de distintos escarabajos que existen. Un milagroso proceso que opera desde antes de la invención de Dios.

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Un hombre serbio llamado Petra Petrovic se aisló de la sociedad desde hace poco más de veinte años. Él ha contado que una de sus razones para vivir en una cueva escarpada, alejado de las personas, es que en la ciudad «no se siente libre». La libertad sólo se alcanza en soledad. Aunque es una soledad parcial, pues únicamente se ha alejado de sus congéneres, el viejo ermitaño encontró en una cerdita y cuatro gatos a sus mejores compañeros de vida. Algunos lo tildan de loco, sin embargo, su pasado demuestra que más que un simple orate es una persona que renunció a la vida en sociedad por gusto, porque en ese torbellino llamado ciudad encontró un estilo de vida «frenético» que lo alejaba de sí mismo. La imagen de una persona completamente sola con sus actos y sus pensamientos en todo momento me resulta fascinante.

En varias ocasiones he escuchado que no hay soledad más grande que la que se vive rodeado de personas. Lo creo, en los bares y en las iglesias he sentido las soledades más agudas de mi vida. Rodeada de gente pero sola, solísima, asfixiada por ceremonias que no comprendo ni comparto, y que incluso aborrezco. Entre el estruendo de la música y los responsos dichos de memoria me pregunto «¿Qué hago aquí?», y recuerdo la sed de compañía y consuelo que me llevó ahí en primer lugar. A veces uno le ladra al árbol equivocado.

Por el contrario, en la soledad de escribir, de leer, en el silencio aterciopelado de meditar, y sobre todo en ese que emana la presencia de un ser amado que calla por puro gusto, me he sentido más conectada conmigo, con la vida y con la belleza que con ninguna otra cosa. Los silencios de esta clase, que cada persona encuentra en acciones y objetos distintos, tejen conexiones invisibles e irrompibles porque entre sus hilos le hallamos sentido a la vida y a seguir vivos, que a fin de cuentas parece que es lo que buscamos desde siempre.  

Algunos científicos aseguran que el pago por nuestros prodigiosos cerebros es la soledad. Esa tormentosa soledad de ser únicos y de tener conciencia de la muerte. No son asuntos fáciles: la vida, esa única vida de todos los seres del planeta, se manifestó irremediable en cada uno de nosotros e indefensos debemos hacernos cargo de ella, encontrarle un sentido en medio de los ritmos «frenéticos» que nuestra especie se ha encargado de construir. O bien, huir a una cueva. Todo esto sabiendo que nada es permanente y que moriremos. La soledad más grande.

Buscamos con ahínco encontrar conciencia como la nuestra en los animales, llamar sentimientos a sus acciones y caracteres. Buscamos rostros en los árboles, en las raíces, en la Luna, pero también en las montañas y en los panes tostados. Buscamos una explicación absoluta de esta condena finita de la vida. «¿Qué hago aquí?», nos seguimos preguntando en los bares, en las iglesias y cuando estamos a punto de dormir.

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El espeleólogo Michel Siffre realizó diversos estudios que implicaron permanecer en cuevas bajo tierra y sin luz solar durante varios días. Su más larga estancia en esas condiciones fue de seis meses. Una de las muchas cosas que registró en sus estadías bajo tierra fue que sus ciclos circadianos cambiaban drásticamente y la noción del tiempo se perdía por completo. Sin embargo, contrario a lo que se pueda pensar, el tiempo se le hacía más corto y no más largo; de hecho, declaró que se sorprendía cuando sus colegas le avisaban que el período establecido para el estudio había terminado, pues según sus cuentas llevaba mucho menos tiempo dentro de la cueva.

Lo más delicado de sus experimentos consistía en mantener la cordura. La mente humana, el inexorable acertijo de Dios, es poderosa y frágil como una tela de araña. Someterla a oscuridad, aislamiento y abandonarla a su propio ruido interno es algo que no puede resistir
y se corre el riesgo de rasgarla por completo. Siffre leía, hacía cuentas y
escribía, ejercicios que le ayudaban a mantener la mente ocupada
y, por tanto, lo más sana posible, pero de todas formas tuvo depresión. Algunas hipótesis sugieren que fue por la ausencia de luz solar, y otras más, porque no interactuaba con nadie. Parece ser que necesitamos de todo lo que nos rodea, tomar sol pero no mucho, soledad pero no tanta. Malabareamos lo que nos toca, lo que queda de nuestra mente luego del paso de las personas que nos cuidaron de pequeños, lo que nos queda luego de nosotros mismos.

Siffre, además, encontró que luego de varios días bajo la tierra, en los ciclos de sueño, la etapa profunda y la caída de temperatura ocurrían primero y el sueño ligero venía después. Esto es contrario a lo que sucede si se está en condiciones normales. El sueño es otro enigma de nuestra mente y si se toca la mente los sueños se transforman, si la mente crea las cosas, existen. Los ciclos de sueño se trastocan fácilmente; en los sueños se convierten en símbolos nuestros miedos y afloran nuestros pensamientos más ocultos. Ahí sucede lo inconfesable: matamos, amamos, tenemos sexo con personas conocidas y desconocidas. Se esculpen pesadillas que contaremos y recordaremos como anécdotas, quizá porque eso son. Todo lo que sucede en nuestra mente, desde rememorar hasta mentir, es verdad.

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El yogui místico Sadhguru explica en uno de sus videos que la idea de «callar la mente» para meditar es una estupidez. Más que nada porque a la mente, «esa prodigiosa maquinaria», le tomó millones de años de evolución para ser como es. Callarla, además de imposible, es negar su naturaleza.

Es verdad, la mente no se calla, los monjes budistas le llaman «mente de mono». Meditar a pesar de su parloteo es benéfico para ella y para nosotros mismos. La mente de mono puede ser un campo inagotable de ideas, de vitalidad, pero también puede ser un «Pueblo sin ley», como se describe a los monos en El libro de la selva. Los Bandar-log, como les llama Kipling en sus cuentos, son un pueblo que pierde el interés por todas sus empresas, incluso si son para su provecho, y es el único que no respeta la antigua y sagrada «Ley de la Selva». Son todo lo contrario del «Pueblo libre», el pueblo de los lobos, cuyos integrantes usan su mente con sabiduría, justicia y respeto a todo lo que les rodea.

En las tradiciones místicas la meditación es un pilar de sus prácticas. Los beneficios de meditar los han conocido y conocen todos los meditadores, pero también los ha confirmado la ciencia. Los beneficios neurológicos, psicológicos y fisiológicos en general han sido estudiados a profundidad y los sacrosantos papers confirman lo que los místicos saben desde hace miles de años.

Meditar se me antoja un acto rebelde. Un romperle su bacanal a la mente de mono. Una quietud que nos lleva a escuchar y poner atención a lo único que nos separa de la muerte: la respiración. Ese movimiento involuntario que se puso en marcha desde que nacimos y que por fortuna no se ha detenido. De ese pequeño aliento que escuchamos atentos en la meditación pende la vida. Sentir la vida desde ese estado es presenciar el milagro. La mente no se calla pero se ocupa y nos libera de su carga por un rato.

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Y al final está Dios, como en el principio. Encuentro en la parábola india «Los ciegos y el elefante» la alegoría exacta sobre los intentos de conocer a Dios. Hay varias versiones, pero lo más destacado es que los ciegos intentan describir a un elefante según la parte que pueden tocar. Cada uno se hace ideas distintas y contrarias del elefante.
Todos tienen razón, pero cada uno está lejos de descifrar en totalidad lo que tienen enfrente. Aun así discuten y sospechan que los otros están mintiendo o que son incapaces de comprender.

Estoy segura de que Dios no es un ser antropomorfo con sentimientos parecidos a los nuestros, esa idea no es más que otro intento de ponernos en el centro de todo, otro intento de reconocernos en algo, lo que sea, en este angustioso vacío de la vida que nos observa pero no nos devuelve la mirada. En todo caso, si Dios tuviera una sola forma sería la del micelio. La del micelio que sostiene la vida en el planeta entero, el de la estructura ramificada tan parecida, no por azar, a la de los relámpagos, las neuronas y las nebulosas. Resumir a Dios en libros sagrados —a veces convertidos en ladrillos con los que se ataca a los escépticos de su versión de Dios— es una estupidez parecida a la de querer callar la mente. Un acto que niega su naturaleza.

La ciencia y las religiones padecen de lo mismo: de sus creyentes. Por fortuna Dios es ateo, pero la ciencia lleva la peor parte, pues a pesar de que no se basa en la fe y por tanto no necesita de creyentes, los tiene. Éstos usan la ciencia como un dogma aplastante para denostar cualquier cosa con tufo espiritual, aun cuando, en sentido estricto, ello va en contra de su propia filosofía. Sin duda, las prácticas de los férreos dogmáticos, tanto de la ciencia como de las religiones, no están a la altura de los propósitos de sus doctrinas.

Algunos cristianos que han tenido el infortunio de encontrarme en su camino me han dicho que no puedo tener un dios personal, que a Dios se le acepta como él quiere y no como yo digo. Es decir, como ellos dicen que es Dios. Sólo que no digo nada de él sino que lo siento. Siento quees la vida única que se diversifica y que su mano se nota en la asombrosa belleza de las matemáticas. Lo dijo Galileo Galilei: «Las matemáticas son el lenguaje en el que Dios escribió el universo». Siento que es la certeza, el silencio, los sueños y se manifiesta en coloridos escarabajos, planetas, plantas y el micelio. Siento que la soledad insaciable que se busca en la barra de los bares y en las bancas de las iglesias ocurre cuando dejamos de sentir a Dios. Siento que Dios está y es todo lo que nos rodea, siento que es el punto que une todas las cosas, que es la gran conexión.

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