Moscas

Eshkol Nevo

(Jerusalén, 1971). Es autor, entre otros, de la novela Shalosh Qomot (Tres pisos) (Zmora Bitan, 2015).

Era el último verano antes de que le devolvieran el Sinaí a Egipto. Yo tenía trece años y viajé en auto con mis padres y sus amigos a Ras Burka. Creo que éste debe de haber sido el último viaje familiar largo. Después prefería ir con mis amigos. De cualquier manera, una de las familias que viajaban con nosotros tenía un hijo con parálisis cerebral. Armaron su tienda de campaña un poco lejos del resto de nosotros, así que pasaron algunos días antes de que yo me diera cuenta de que él estaba ahí. Y eso sucedió por puro accidente. Me metí al mar a esnorquelear y la corriente me llevó demasiado lejos. Había altas olas, el agua salada se filtró en el esnórquel y el visor se empañó. Quise regresar a la orilla, pero no sabía cómo. Luego de un largo rato, encontré una brecha de arena que serpenteaba entre los corales, y nadando la seguí hasta que alcancé la orilla. Ahí descansé un rato, mi respiración se regularizó, me quité las aletas y comencé a caminar hacia nuestra tienda de campaña, jurando que era la última vez que me sumergía en el agua yo solo.

Y entonces lo vi.

Estaba sentado en una silla de ruedas cerca de la tienda de campaña de su familia.

No podía decidirme a acercarme a él, pero parecía que me estaba sonriendo, así que dejé atrás la orilla y caminé hacia él. Cuando estaba más cerca, vi que la sonrisa era un tic que le distorsionaba la boca.

Pero eso no era lo principal.

Docenas de moscas estaban posadas en su cara. Había moscas en sus labios, en su nariz, adentro de su nariz, en sus orejas, en sus mejillas, su cuello, su barbilla, su pelo, sus extraños y gruesos lentes. Moscas grandes, moscas pequeñas, moscas que no se movían, moscas que se frotaban las manos de placer. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Cómo podían dejarlo así?

«Haz algo», rogaban sus ojos detrás de sus lentes. «Sálvame de esta tortura». Emitía gemidos, los sonidos que hace un animal. Un animal herido.

Me quité la camiseta y comencé a agitarla salvajemente alrededor de su cuerpo. Algunas moscas volaron. Y algunas no lo hicieron. Agité la otra mano también, y pateé el aire con el pie, cerca de su cara. Hice de todo menos tocarlo. Brinqué y pisé fuerte, incluso entré a su tienda de campaña y saqué un pedazo de cartón que servía para avivar las brasas del asador, y lo blandí con fuerza cerca de la parte posterior de su cuello, donde resistía una guerrilla de moscas especialmente tercas.

Por fin, luego de unos minutos de trabajo pesado, me las arreglé para disminuir el número de moscas a la mitad. Sabía que, en cuanto lo dejara, las moscas regresarían y retomarían su cara con facilidad. Pero no había otra alternativa. Tenía que volver a la tienda de campaña principal por ayuda.

«Regresaré en un momento», dije. No asintió con la cabeza ni la agitó. Pensé que podía ver un «gracias» en sus ojos, pero tampoco estaba seguro. «Regresaré», repetí. Y, de nuevo, ningún músculo de la cara se le movió.

Comencé a correr de regreso a la tienda de campaña principal, las plantas de los pies se me quemaban en la arena, pero antes de llegar me encontré a sus padres, que regresaban. La madre cargaba a su nueva bebé rubia. El padre llevaba dos sillas plegables.

Su hijo, les espeté, está ahí… Solo… Las moscas. Las palabras se revolvían en mi boca.

Lo sabemos, dijo el padre con voz firme. Seguro. Qué podemos hacer, dijo la madre con un suspiro. No podemos estar junto a él todo el día para matarlas.

Sí, pero… Quise objetar. Demandar. Agitar mis aletas. Pero mi protesta no se pudo convertir en palabras, en un argumento coherente. Apenas tenía trece años y todavía les tenía miedo a los adultos.

Pero gracias por el interés, dijo el padre, y comenzó a caminar de nuevo. Tiene piel sensible, no es bueno para ella estar al sol así, se disculpó la madre haciendo un gesto hacia la niñita rubia, y pasó junto a mí. La niñita rubia dormía, su rostro brillante y bello.

Esa noche se lo conté a mis padres. Estaba seguro de que se indignarían. Que usarían las mismas expresiones que usaban cuando yo hacía algo que los ponía furiosos: «vergonzoso», «deshonroso» o, la peor de todas, «deplorable».

Para mi sorpresa, permanecieron indiferentes. Incluso peor: resultó que no era nada nuevo para ellos. El niño estaba en el grupo con el que fueron al Mar de Galilea, y esa vez también permanecía en su silla de ruedas fuera de la tienda de campaña y las moscas se instalaban en él.

Estoy de acuerdo contigo, no es algo agradable de ver, dijo mi padre. ¿Pero qué pueden hacer? ¿Estar junto a él todo el día para matarle las moscas?

Yo realmente pienso que es lindo que insistan en traerlo, añadió mi madre. Después de todo, podrían dejarlo en casa. Pero quieren que crezca como un niño normal.

¿Entonces por qué lo esconden? La pregunta brotó de mi boca a todo volumen, un volumen que estaba bien para casa, pero no para el Sinaí. Si es tan lindo y no tienen nada de qué avergonzarse, ¡¿por qué armaron su tienda de campaña tan lejos de los demás?!

Porque se tardaron un poquito más en organizarse y ése era el único lugar que quedó para ellos, dijo mi padre.

Sí, lo apoyó mi madre —yo no había escuchado que lo apoyara en nada desde hacía mucho tiempo—, es pura casualidad. En el Mar de Galilea ellos estaban en el centro de todo.

Sus argumentos, aunados a los argumentos de sus padres, me paralizaron. Todo sonaba tan lógico y convincente. Pero, de todas maneras, yo tenía la sensación de que se estaba cometiendo una injusticia. Mi padre apagó la vela y en la oscuridad mi madre dijo que era lindo que yo pensara en otros, no sólo en mí mismo, y que quizás yo debería usar esa virtud para lavar los platos de plástico de vez en cuando porque no tenía sentido que ella estuviera en el Sinaí y la única cosa que hiciera todo el día fuera cocinar y lavar para nosotros.

Cuando despertamos la mañana siguiente, vimos que muchas otras familias israelíes habían llegado durante la noche y habían plantado sus tiendas de campaña en la playa. No puedes imaginarte, Rina, todo el país vino a decirle adiós al Sinaí, dijo mi padre después de terminar sus ejercicios matutinos fuera de la tienda de campaña. Dios mío, dijo mi madre cuando salió, el país entero está realmente aquí.

Odiaba que hablaran así. Como si ellos no fueran en realidad parte del país. Pero no dije nada. Salí y le eché un vistazo a la playa. La tienda de campaña del niño ya no estaba a la orilla del campamento, sino justo en medio de las hileras de tiendas de campaña que ahora llenaban la pequeña ensenada desde la colina hasta las dunas. Estupendo, me dije, ahora todo el país verá cómo torturan a ese niño en su silla de ruedas y alguien de una vez por todas les dirá algo a sus padres.

Ese día, cuando el sol había comenzado a hundirse hacia las colinas, me metí al mar con mi esnórquel y volví a nadar hacia el lugar donde la delgada brecha de arena serpenteaba entre los grandes corales de fuego. Luego de salir del agua y secarme en la playa, comencé a buscar su tienda de campaña. Ya no era fácil encontrarla porque había muchas otras tiendas de campaña a su alrededor, pero el destello de los rayos del sol en el metal de la silla de ruedas me mostró el camino.

Él estaba sentado ahí en el mismo recuadro de sombra. Busqué en sus ojos una señal de que me reconocía, de que recordaba algo. Y no la encontré. Había un millón de moscas en su cara. Miles de millones. El país entero había pasado junto a él desde la mañana, pensé. Y nadie hizo nada.

Comencé el trabajo de matarlas. Esta vez yo estaba decidido a terminar con cada una de las moscas. Quería ver su rostro completamente despejado por fin, quería que tuviera unos cuantos segundos de gracia libre de irritación.

Me llevó un largo tiempo —el sol doraba ya la cima de las colinas—, pero al final lo logré. Las últimas tres moscas murieron, y se las arranqué de su mejilla con los dedos. Pero mientras retrocedía para cerciorarme de que ninguna mosca se me hubiera escapado, otras cuatro aterrizaron en su nariz.

Furioso, regresé y abofeteé el aire cerca de su nariz hasta que se dieron por vencidas y volaron. Luego permanecí a su lado unos cuantos minutos para asegurarme de que ni una sola mosca se atreviera a regresar. Estaba comenzando a oscurecer y temía que mis padres estuvieran ya preocupados por mí, así que le prometí al niño de las moscas que regresaría el siguiente día a la misma hora, y me fui.

Me gustaría decir que regresé al día siguiente y luego al otro. Me gustaría decir que, finalmente, comencé una manifestación de protesta, quizás hasta una huelga de hambre, cerca de la silla de ruedas del niño de las moscas, hasta que sus padres no tuvieron otra alternativa más que permanecer a cada lado abanicando grandes hojas de palma todo el día.

Pero en este momento la verdad es más fuerte, más fuerte que yo.

Esa noche, cerca de uno de los círculos de personas que escuchaban a un guitarrista, conocí a una chica de quince años. Le mentí, le dije que yo también tenía quince años, y me creyó y me dijo que en Asdod, donde ella vivía, había algunas chicas que ya habían hecho de todo con muchachos más grandes. Ella tenía enormes ojos verdes y piel de chocolate, y siempre traía un bikini blanco, día y noche, y hablaba en voz alta sobre sus senos, qué grandes y hermosos eran. Me enamoré de ella al instante, por supuesto. Y me la pasé los días siguientes jugando interminables partidas de backgammon con ella y sus primos, tratando de impresionarla desesperadamente.

Una tarde, sus primos se metieron al mar y sólo nosotros dos nos quedamos en la playa. El sol estaba detrás de nosotros. No volteé, pero me pude imaginar que ya doraba la cima de las colinas.

No hablábamos. Sentí que era mi responsabilidad rescatarnos del silencio.

Hay un niño aquí, dije. Está enfermo de algo, no sé de qué. De cualquier manera, sus padres lo dejan en una silla de ruedas afuera de su casa de campaña todo el día, y todas las moscas del Sinaí van y se posan en su cara.

Qué asqueroso, dijo ella.

Sí, estuve de acuerdo. Y agregué, escupiendo las palabras rápidamente, voy a verlo de vez en cuando para matarle las moscas. ¿Quieres ir conmigo?

¿Qué, ahora?, preguntó y enterró sus piernas bronceadas en la suave arena como alguien que no tiene intención de ir a ninguna parte.

No, dije, alarmado. ¿Quién dijo que ahora? Estaba pensando en ir más tarde, mañana.

Ya veremos, quizá, dijo, y saltó de repente. ¿Vamos al agua?

No volví a ver al niño de las moscas. Estaba seguro de que lo vería el último día, cuando toda la pandilla de mis padres desarmara las tiendas de campaña y se juntara para viajar a Eilat en un convoy de Subarus. Planeaba decirles a sus padres un par de cosas, o al menos despedirme de él y disculparme por no cumplir mi promesa, pero cuando llegamos al punto de reunión, su familia no estaba ahí.

Se fueron ayer, me explicó mi madre. Su chiquita se enfermó del estómago.

¿Y que sucedió con el…?, comencé a preguntar, pero mi padre cambió de tema. Hijo, se dirigió a mí, echa un último vistazo a la playa y asegúrate de recordar lo que ves. Dentro de un año, los egipcios construirán una base militar aquí. Y ése será el final de los corales y los peces.

No, dijo mi madre, creo que desarrollarán el lugar para el turismo.

Y él le contestó.

Y ella le contestó.

Y siguieron discutiendo hasta Eilat, y quizá hasta que llegamos a la carretera de Arava, no sé, porque luego del kibutz de Yotvata me quedé dormido.

Unos meses después, el Sinaí regresó a Egipto y se volvió más limpio y tranquilo.

Ras Burka fue tomado por un odioso jeque egipcio de ojos azules y su esposa alemana. Dejaron entrar israelíes los primeros años, pero luego comenzó la Intifada y colgaron un pequeño pedazo de cartón señalando que sólo personas con pasaporte europeo podían entrar.

La chica bonita de Asdod estelarizó mis fantasías unos cuantos meses. Y cuando ya no pude evocar su rostro, la reemplacé con Sharon Haziz, la cantante más nueva y popular.

No había pensado en el chico de las moscas durante años, pero mientras cumplía mi última asignación en las reservas —estaba destinado en Naplusa, y cuando terminó pedí que me transfirieran a otra unidad—, de repente lo recordé. Estaba solo, sentado en el pequeño cobertizo del puesto de control de Ein Huwara, contando estrellas, escuchando conversaciones fragmentadas en la radio, y no sé realmente por qué, pero el rostro de ese niño emergió ante mis ojos y mi corazón se inflamó de súbito, alcanzó el tamaño de una sandía, Dios mío, tenía moscas hasta en las pestañas, en las fosas nasales, en los oídos. Y le prometí que iría.

Un pensamiento zumbaba en mi mente: qué curioso que jamás le hubiera mencionado el incidente a nadie. Después de todo, he revelado cosas más vergonzosas al mundo —secretos, mentiras, perversiones—, pero, por alguna razón, eso no. Me prometí contárselo a mi esposa cuando yo regresara a casa, sentía que tenía que contárselo por lo menos a ella, pero, cuando regresé, los gemelos tenían fiebre y nos turnamos para cuidarlos y apenas tuvimos tiempo para hablarnos.

Más tarde lo olvidé. Y no tengo ni idea de por qué lo recuerdo justo ahora. Ese terrible deber en las reservas fue hace año y medio, y ahora estoy sentado frente a la computadora para preparar una presentación sobre marketing de óptica láser para mañana en la mañana.

Estarán todos los mandamases que están al frente de la empresa, y todavía tengo mucho trabajo por hacer, hay tantas diapositivas que aún no están listas y que tengo que revisar, y es obvio que éste es un texto que no le mostraré a nadie. Obviamente estará enterrado en las profundidades de mi disco duro, donde continuará zumbando.

Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida, a partir de la versión del hebreo al inglés de Sondra Silverston.

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