(Los Mochis, 1991). Publicó Puerta cerrada en Paraíso Perdido, en 2017.
Viene la tormenta, me dijo al entrar. Pensé que chocaría. Dijo también: Mientras venía para acá las nubes ennegrecieron el camino. Los relámpagos me seguían desde lejos y creí que un rayo atravesaría mi auto. Qué bueno que ya estoy aquí.
Llevaba consigo provisiones en bolsas de plástico que colgaban de sus dedos y luego soltó sobre la mesa. Pareció dejar una carga que no se limitaba a su cuerpo. Tengo tantas ganas de tirarme en tu colchón y no saber nada del mundo por al menos una noche, dijo. Tras una pausa en la que respiró más hondo que de costumbre, continuó: Y de paso la estúpida tormenta. ¿Desde cuándo vivimos en un lugar tan tormentoso?
Le dije que no era verdad, que hasta ese momento no había asediado ninguna. Dijo que me equivocaba: ¿Me vas a decir que no te da miedo? Se asomó por la ventana y apuntó hacia la oscuridad: Tú no lo ves, ni lo escuchas, pero el infierno está ahí, oculto entre las nubes.
Nos sentamos a la mesa. Se ajustó el cuello con sus manos y tomó una cerveza de sus provisiones. ¿Quieres?, me preguntó. Le dije que sí y me extendió una. Las abrimos y bebimos, sorbiendo en silencio. Era fácil ignorar lo que pasaba; afuera no se oía nada: ni autos, ni personas, ni siquiera el par de pajaritos que descansaban antes de esa noche en un nido frente a mi casa. Ahora la oyes, dijo al fin, es la calma… es la tormenta acercándose. Maldita sea.
Se acabó la primera cerveza y una segunda. Para la tercera, comenzó a decir: Me preocupa el trabajo. La ciudad se vuelve estúpida con una simple lluvia. Los autos salen del camino y se cruzan contigo de frente como en una guerra. Incluso cuando conduces con tranquilidad. Van detrás de ti. Te arrastran consigo. Hace poco, dijo, hace poco un hijo de puta me jodió la puerta del carro. Yo iba a cambiarme de carril. El tipo se había detenido por casi un minuto y yo quería avanzar. Sólo era una llovizna. Los otros autos avanzaban. Sólo quedaba el mío detrás. Entonces giré el auto y comencé a rebasarlo, cuando él se adelantó de prisa y, sin verme, golpeó mi puerta. Lo dijo con molestia, pero su expresión de alivio parecía decir: Antes di que sólo pasó eso y nada más, que sólo fue la puerta.
Hacía días que no me fijaba en su auto. Supuse que ya habían hecho las reparaciones y me pregunté si quedó algún daño, si de algún modo los mecánicos no repararon en algún detalle. Me asomé por la ventana y me preguntó: ¿Ya la ves? ¿Ves la tormenta? Pero yo sólo miraba la puerta roja de su auto. Tenía en un costado líneas blancas, como si se tratara de las estrías de una criatura que recreaba los relámpagos con su piel. El auto se había estriado y esas cosas no desaparecen, como las cicatrices. No lo he llevado a reparar, apuntó siguiéndome. La cerveza sudaba como sus manos. No he tenido tiempo, ni dinero. Hoy pensaba llevarlo pero… la tormenta. ¿Cómo iba a volver?
Imaginé que los camiones irían llenos de gente y las agencias quedan lejos del tren. Tengo auto, pensé, ¿por qué no me lo preguntó a mí? Pero no le dije nada. Tomé otra cerveza y me senté.
En la televisión local sólo hablaban de la tormenta. Será terrible, decían. Terrible. ¿Es terrible una tormenta, o sólo es? ¿Puede ser benevolente? ¿No sería entonces una fugaz llovizna? Me pareció que si una palabra así podía ser usada tan a la ligera, cualquier cosa podía ser sujeta a exageración.
El otro día escuché una noticia terrible, me dijo mientras me alcanzaba en el sillón. Escuché la noticia de unos pies dejados en la costa. Unos pies. ¿Puedes creer eso? Imagina cuán retorcida debía ser la persona que dejó ahí esos pies, dijo con exaltación. Yo escuchaba y me puse a pensar. ¿Es eso lo terrible?, acabé verbalizando, con mirada severa. ¿No te parece que lo es?, preguntó, ¿cómo le llamarías? No es eso, le dije, ¿pero es el asunto de los pies lo que lo vuelve terrible? ¿No lo es el asesinato en sí? Debieron de matarlos, le dije. No sé si los mataron, me contestó, pero no es lo mismo matar y enterrar que ponerse a cortar pies. Lo dijo como si aquello fuese tan obvio y yo un estúpido por no notarlo. Me encogí de hombros. Apagué el televisor. Había escuchado un estruendo fuera de la casa. ¿Lo oíste?, preguntó. Es la tormenta.
Pasado un rato fuimos hasta la cocina y buscamos en el refrigerador algo para comer. Había guardado ahí las cosas que trajo. Le costó trabajo acomodar sus víveres. Me dijo: Deberías tirar algunas cosas. Parecía que el interior del refrigerador jamás se vaciaría. ¿Jamás? Eso pensé yo, que mi vida no alcanzaría a ver cómo aquellas provisiones desaparecían. ¿Qué decía eso de mí? ¿Mi vida sería tan breve?
Comenzamos a comer. El sonido de los truenos se aproximaba. En cualquier momento un rayo atravesaría la cortina e iluminaría el interior de nuestras venas.
Me contó entonces de su vida. Hacía ya mucho que no hablamos así, tan cerca uno del otro. Ha sido todo un desastre, me dijo. Trabajo sin fin y mi jefe me odia, pero sigo trabajando y no alcanzo a salir de una cuando la otra me alcanza. No creí que así fuera la vida, pero tampoco debería sorprenderme. Trabajo desde los quince y tengo ya casi treinta. He hecho esto sin descanso y no alcanzo a vislumbrar cuándo dejaré de hacerlo, o si dejaré de hacerlo alguna vez.
Me contó, días atrás, que las pensiones desaparecerían. Me contó también que la civilización habría de colapsar en algunos años. No puedo aspirar a un descanso, ¿verdad?, me dijo. Yo colapsaré antes, ¿no es así? Ni siquiera alcanzaré a ver cómo las cosas se derrumban. Se echó algo a la boca, no vi qué, y con la boca medio llena, crujiendo sus muelas, me dijo: Yo ya estaré abajo. Seré parte de los escombros. Apenas lo dijo me sonrió. Era una sonrisa resignada, pero una sonrisa a fin de cuentas.
Una hora después, la televisión comenzó a fallar. Su señal se iba cada tanto. La habíamos encendido para escuchar sobre la tormenta, que interrumpía nuestras conversaciones, acercándose desde lejos. La mujer en la tele decía que no debíamos preocuparnos, que la tormenta pasaría antes de que nos diéramos cuenta. Pero nosotros ya nos habíamos dado cuenta. Sólo advirtió, y lo dijo con voz tan calma que obedecimos como niños al mandato de una madre: No salgan.
No salimos.
Le dije que se quedara conmigo esa noche y me respondió que era obvio, que para eso había traído las provisiones. Nos reímos, aunque no escuchamos nuestra risa porque el cielo tronó como una muela que se rompe antes de extraerse.
Recuerdo que al acompañarme al dentista hace años me dijo: Sentirás mucho miedo, pero no te preocupes. Preferible sufrir una vez y ya, ¿no lo crees? Te juro que amarás la postextracción. Te la pasarás comiendo helado. De limón, sobre todo. Bajarás de peso. Te verás genial y mi cuñada, la dentista, te amará sin duda. No creas que no he visto cómo te mira, o cómo la miras a ella. Te estallan los ojos. Da igual, hay química ahí. Así que no pienses en el sonido del taladro en tu boca, o el de la cirujana.
Entró conmigo al consultorio.
La cirujana me abrió la boca, escarbó en mis encías y extrajo las muelas. La dentista, mientras tanto, me acariciaba el cabello y la frente y me decía en voz baja que no me preocupara, que todo acabaría pronto.
Un segundo después la cirujana me abrió tanto la boca que ya no podía sostenerla sin sentir que se haría pedazos. Partió mis muelas dentro de mi boca, empujando sus manos con fuerza contra mi cara. La dentista me dijo: No temas, y luego escuché el crujido horrible que de pronto reaparecía esa noche en el cielo sobre nosotros.
Recuerdo que, al terminar la cirugía, tuve prisa por sentarme. La cirujana no me dejó, tampoco la dentista. Vi las expresiones de ellas y otra más. Alcancé a ver cómo me miraba desde el asiento frente a mí. No se había ido. Había horror en sus ojos. Su expresión era terrible, terrible en verdad. Cuando al fin pude erguirme, contuve el dolor. Durante casi dos horas había pensado: Ya, basta, esto es demasiado. No puedo seguir con la boca abierta. No quiero morderle el dedo a la dentista o a la cirujana, a ninguna de las dos. No quiero hacerles daño. No puedo pagarle estriando sus manos de puro dolor y miedo. No quiero perder el habla. ¿Y si muevo la lengua? ¿Y si pasa la anestesia? ¿Y si jamás pasa? Me aferré al asiento con mis manos engarrotadas, luego ya no pude contenerme. El dolor era más grande que yo. La cirujana me preguntó cómo estaba, pero no respondí porque ya no tenía la fuerza para separar mis labios. Fue tal la impotencia, pensar que ya jamás podría decir nada, que todo mi cuerpo comenzó a temblar. Entonces escuché su voz, la voz de quien me acompañaba pese al horror, pidiéndoles un vaso de agua. Les sonreía. Apenas las dos mujeres se fueron del consultorio hacia la recepción, se acercó hasta estar a un paso de mí. Vi sus ojos, horrorizados, y comencé a llorar. Fue un llanto contenido. No quería que me oyeran afuera, que ninguna de ellas supiera todo el dolor que había sentido. Entonces se puso en dirección hacia la puerta, impidiéndome ver a las mujeres, si estaban lejos o cerca. Lloré, más y más fuerte, hasta que el asiento tembló conmigo como un vendaval. El aire me dejaba, me hacía falta, y mi corazón atormentado temía que de pronto todo el proceso no hubiese servido para nada. Intenté decir algo, pero mi boca estaba exhausta sopesando las ruinas de mis dientes. Escuché entonces su voz, carraspeada primero y luego calma como nunca lo había sido: Llora. Está bien. Llora.
La noche en que se avecinaba la tormenta, tomé su hombro y me dijo: ¿No te parece terrible? Nos hemos quedado sin tele y sin cervezas. Ya no sabremos cuándo llegará la tormenta ni tendremos con qué pasarla. Le dije entonces: Es probable que a media noche, si sigue avanzando así. Le dije: Mañana, cuando pase la tormenta, vamos a que reparen esa puerta. Luce terrible. Se lo dije sonriendo aunque ninguno sabía cuándo habría de pasar, o si alguna vez pasaría. Quizá amaneciéramos en un día tormentoso que daría paso a otra noche como ésa. No sabíamos nada.
No sabíamos si nosotros seguiríamos ahí para cuando el cielo se despejara