Rather than words comes the thought of high windows
Philip Larkin
La vida era una sustancia ácida, según algunos indicadores. En el horizonte ya se formaba el recuerdo de la lluvia que aún no había caído. Nubes bajas, densas, cargadas de una imperturbable y oscura nostalgia, asaltaban los cielos. Abrí la ventana y vi a las personas que pasaban, de un lado a otro en la calle, rígidas, áridas y rápidas, como si practicaran una marcha atlética camino a la belleza de los confines. En el paseo opuesto, un vagabundo tropezaba con sus propios pies. Era un descalificado por la vida que se aferraba a subvertir las reglas, la rectitud de las piernas, el contacto permanente con el suelo que ya no sentía debajo de sí.
Las personas pasaban con extrema pericia junto al mendigo y lo miraban de forma rápida y descomunal. Eso lo dejaba más aturdido. De vez en cuando, el hombre paraba de repente y esperaba a que alguien viniese contra él. Si alguien hubiera chocado con él, el mendigo probablemente habría caído. Si eso hubiera sucedido, se habría quedado postrado en el suelo, hasta que alguien se decidiera a ayudarlo a pararse nuevamente. Una vez recompuesto, habría continuado su marcha errática y lenta, cayendo y levantándose indefinidamente, hasta que la caridad del mundo se extinguiera.
Apenas cerré la ventana y tropecé con mis propios pies, casi cayendo. Me agarré a un estante en el último momento. En medio de tanto desorden solemne, libros, objetos, papeles, venenos disfrazados de promesas divinas, vi el rostro milagroso de Anna Karina que flotaba sobre el tiempo y me escrutaba con una dulzura indescriptible. La musa de Godard continuaba brillante en la juventud insospechada de una fotografía. En un claro gesto de adoración incontenible, me pegué a su rostro y le besé los labios con el ardor de la primera vez. Sentía que de algún modo la había rescatado de la industria del olvido, adoptándola como musa, perpetuo y secreto amanecer, llamarada de hortensias y gladiolas, dentro de la oscuridad inerte que era mi vida. Cuando alguien menos instruido me visitaba, yo la presentaba siempre como mi mujer.
Después de besarla, la miré con mis ojos en sus ojos y le pedí fervorosamente que me mostrara el camino, que me iluminara en esa tarde oscura de diciembre, que se dignara a ofrecerme por lo menos la primera frase del artículo urgente que debía escribir y enviar lo más pronto posible. Porque no había anuencia temporal y el mundo afuera corría, pero adentro de mí la inmovilidad era como un castigo de piedra.
Me senté delante de la pantalla otra vez. Una auténtica orgía de libros se extendía por la mesa.
Libros en poses obscenas, cercanos a la estética de Pasolini y a los éxtasis de Santa Teresa. Libros abiertos, pegados unos con otros, con páginas dobladas, con apuntes en los márgenes, subrayados, llenos de tinta, amor, odio y manchas de todo tipo. Me encantaba ver el libertinaje inmóvil de los libros, ver a los libros emanar su irreprimible silencio.
La página en blanco dolía en su implacable desnudez y por eso encendí la cámara de la computadora. Tenía un aire perfectamente embrujado, los cabellos despeinados, ojeras, la piel porosa y macilenta. Esperaba el milagro y el cumplimiento. No había otra imagen. Sólo mi rostro en el umbral de la pobreza, la espada de la tarde cada vez más cerca, y la desesperanza, ese patio repleto de serpientes, escombros y sombras divididas. Me miré fijamente. De vez en cuando pasaba un avión, se escuchaba el claxon de un automóvil, una ambulancia, o la voz quejosa de un animal lejano. Yo intentaba ilustrar los sonidos que escuchaba con expresiones de miedo y de fiesta, procuraba sincronizar mis labios con el ritmo, la frecuencia, la ridícula imposición de aquellos ruidos. No siempre fui feliz. Después, intenté parecer profundamente inexpresivo e inmóvil como una piedra. Como una planta de interior. Como un hombre con un índice de felicidad bajísimo. Pero la resolución de la cámara no permitía una imagen tan serena y acabé por desistir.
Un antiquísimo rumor, una palabra en potencia, una pequeñísima sílaba que se anida para después hacerse explotar violentamente y revelar el cuerpo voluptuoso de una frase sin precedentes estaba a punto de sonreírme, cuando la vecina del piso superior decidió encender la aspiradora. Quedé sin piso ni cabeza. Quise traducir mi desesperación intentando escribir a partir de la raíz de rabia que estaba sintiendo, aunque pronto descubrí que ése no era el método seguro. Fue cuando comencé a manotear como un náufrago, a hacer señales de humo, a cerrar y abrir ventanas, a entrar y salir de páginas web con una frivolidad maniaca, a intentar encontrar el cadáver de una frase cualquiera para que la pudiera desmantelar con mis garras, clavar en ella mi pico, penetrando el perfume de la muerte reciente, inhalando una especie de presagio hasta las vísceras.
Hasta que di con esto: «Ciertas especies de buitres en los desiertos del sur de los Estados Unidos orinan sus propias piernas para refrescarse». Yo no necesitaba refrescarme, pero quería poder volver a orinar mis piernas. Este deseo originó una imagen pavorosa y esa imagen accionó el mecanismo de la risa. La risa era como una puñalada en la inexpresividad de la tarde, en el estilo pretensiosamente erudito del mal tiempo. Si bien la risa del solitario raramente se manifiesta, yo era capaz de romper la puerta del pudor y soltarme a reír la tarde entera. Me lo pensé dos veces, si debía o no cometer la pequeña locura de orinarme las piernas en ese preciso instante. Volví a mirar a la ventana. Confrontaba ventajas y prejuicios.
En aquella exigua tarde de invierno, no obstante, los prejuicios se hicieron escuchar, y acabé viendo videos acelerados de naturalezas muertas en YouTube. En time-lapse, la fruta se pudría en segundos. Durante días, semanas, meses, tal vez, alguien se dedicó a filmar ininterrumpidamente una bandeja de fruta encima de una mesa. Las consecuencias de la exposición al tiempo (ese presumido y elegante asesino) pueden ser impresionantes. La sobreexposición de la fruta al tiempo la humilla. Era ésta la gran conclusión que todos debíamos retener. A partir de aquí podía crear variadísimas teorías: está todo sobreexpuesto al tiempo; está todo sobreexpuesto a todo; el propio tiempo es bien capaz de estar sobreexpuesto a sí mismo, etcétera. Me preguntaba cuánto tiempo hacía falta para que los libros que yo había amontonado encima de mi mesa se descompusieran. Por momentos los imaginé en un futuro no muy lejano, como fruta desprestigiada e indolente, amasados y encogidos, en un socavamiento continuo, hasta que sólo les quedaran algunas palabras más resistentes a la acción de las bacterias de la ignorancia o de la indiferencia.
En una entrevista concedida al canal Lee por Gusto, el escritor argentino César Aira afirma que la mayor parte de la obra de Julio Cortázar envejeció mal. Refiriéndose específicamente a Rayuela, Aira es corrosivo: «Me parece que hoy [Rayuela] ha quedado como una especie de trasto, de un esqueleto de un dinosaurio en un museo». Es una afirmación, realmente, de una enorme violencia. Al decir públicamente que un clásico se tornó obsoleto, que inició su irreversible proceso de descomposición, que, tal como sucediera con la fruta, se fue agotando a partir de un punto imaginario en el interior de sí mismo, muy parecido, posiblemente, a aquel que un día lo hizo despuntar y crecer, Aira realiza un time-lapse retórico sobre una obra central de la literatura de su país y, sin vacilar una sola vez, la destruye en pocos segundos. En literatura, el ejercicio de la violencia está, por cierto, bastante difundido, comenzando justo con la página en blanco, donde, aparentemente, aún no existe vulnerabilidad posible. Pero no podemos olvidarnos de que la bandeja donde yace la fruta podrida, más pronto o más tarde, se irá a descomponer también.
En mi caso, ni siquiera había fruta en la bandeja. La página en blanco ya daba señales de un cierto desgaste. Una breve fatiga, arrullada por el brillo vulgar del monitor, alcanzado por la promiscuidad del polvo y de las cenizas, se iba instalando en el espacio vacío frente a mí, ignorando la incorruptible presión del cursor. Parecía que el artículo que debía escribir (y enviar sin falta antes de las ocho de la noche) se había descompuesto ya incluso antes de existir.
Encima de mi mesa, más allá de los libros amontonados y de la computadora, había un cenicero, un paquete de cigarros y una botella de vino vacía. Este escenario no abonaba a favor de cierta idea de creación, basada en conceptos como la profundidad sobre el terreno, la separación entre la luz y las tinieblas, la tierra y el agua, los muertos y los vivos, y otras irreconciliables cosmogonías. El atelier de un escritor es, por regla general, un sitio recóndito, un rincón perdido en una zona muy poco habitable del universo, un minúsculo planeta con un grado muy bajo de parecido con la Tierra. Había muchísimas imágenes en internet de escritores en su lugar de trabajo. La tan profana trinidad del tabaco, el alcohol y los libros es una constante universal, y aunque sean únicamente estos últimos los que asumen la primacía del instante del clic, los dos primeros son fuentes irrenunciables de inspiración y conocimiento, aunque clandestino.
John Cheever, por ejemplo, aparece en varias fotografías en compañía de los tres talismanes. El alcohol, en su caso, le reveló una especie de espíritu apasionado y crepuscular, que sus pretensiosos cuentos reflejan y canalizan en mundos más o menos luminosos y terribles, al mismo tiempo que lo reivindicaba la vida como recompensa. Nadie quiere morir, pero los escritores son tanto o más pretensiosos que Cristo. Los escritores creen que pueden morir y, con su obra, salvar a quien queda acá, iluminando el camino a la vida eterna. No obstante, creen también lo contrario: que, a pesar de su obra, pueden destruir a la humanidad y vivir eternamente. Ambos delirios son lícitos y bastante conmovedores.
Además, a propósito de la vida, de la muerte y el tiempo, me apareció un verso de un gran poeta español, Caballero Bonald, que termina así: «La botella vacía se parece a mi alma». Abrí otra ventana para poder revisitar el poema completo. El narrador arrastra un estado de espesa melancolía. Estaba, está y seguirá estando (hasta que el tiempo lo exonere de esa eternidad famélica), tal como yo aquel día, inmerso en el silencio solícito de su casa, delante de una mesa, un poco culpable por vivir: «No beberé ya más hasta tan tarde: otra vez soy el tiempo que me queda». Somos el tiempo que nos queda. Nos vamos reduciendo, día con día, aunque siga existiendo vino en la botella, alegría en el corazón, esperanza en el ojal. Viendo así las cosas, yo no disponía ya de mucho más ser.
Eran casi las siete y media. Si a las ocho de la noche no terminaba mi artículo, mi ser se eclipsaría, a través de un proceso de descomposición épica que tendría su inicio en el momento en que el editor de la revista para la cual trabajaba se confrontase frente a frente con mi intolerable falta de profesionalismo y mi insalvable negligencia. A partir de ese punto exacto en el tiempo, mi vida sufriría un proceso de aceleración radical sin precedentes. Los servicios que prestaba desde hacía años para aquella revista quedarían automáticamente suspendidos. La mala fama comenzaría a circular velozmente por los corredores de las redacciones de los periódicos y revistas, y yo contemplaría, impotente, desde la silla desconchabada de mis días, esa imagen de columnista (que tanto trabajo me costó construir) ampliada al extremo, colonizada progresivamente por la pixelización del descrédito y de la desdicha, perdiendo por completo su definición, hasta que quedara solamente la resolución de morir.
Comencé a cerrar las ventanas, una por una, como si me estuviera despidiendo de mundos imposibles y, en una última tentativa de concentrarme y redirigir cualquier cosa consecuente, me quedé completamente solo, yo y la página ilesa, dos esterilidades contiguas. Mientras tanto, y sin que me hubiera dado cuenta de ello, los vidrios de las ventanas de la sala se llenaron de gotas de lluvia, en una irónica caligrafía que desafiaba la prosa de los escritores más potentes. Me levanté y fui a ver. La tarde había madurado de forma inédita, su piel reposaba en el suelo y las personas la pisaban sin ninguna complacencia, como el lector que desprecia la página previa o el capítulo ya leído. El tránsito fluía con la anormalidad de los viernes. Ningún rastro del mendigo. Los paseos estaban llenos de atletas postlaborales, maratonistas y paseadoras de perros con instintos suicidas. Una de ellas —puedo asegurarlo ahora— tenía los ojos de Anna Karina. Tal vez nunca envejeciera.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos