Limbo / José Manuel Teixeira da Silva

Partió el último y ya no siento a nadie cerca, sólo el resonar de mis pasos en el hueco de las salas, a pesar de estar todo todavía aparentemente amueblado y en su sitio. Los vasos a la sombra del aparador, disponibles para las grandes fiestas, y los paraguas también en el lugar de siempre, esperando tempestades. Vendrán algunas. No se suponía que esto sucediera, aquí un niño sigue abandonado. Ellos, los adultos, con su madurez, dirían que se trata de un caso policial. Ya me percaté de la falta de dos de los retratos más antiguos, pero dejaron —lo que es extraño— los marcos de plata. Parecen ahora más pulidos, empujando los ojos hacia el rectángulo vacío. Es un hecho, ya no siento a nadie cerca. Me parece curiosa esta manera de hablarnos, decir «nadie», como si alguien aún estuviera y fuera su propia ausencia.

      No sucedió de repente, ni sé bien cuándo todo empezó, pero ya partió el último y estoy solo en esta casa. Me pongo a la escucha; únicamente mis pasos. Ahora me doy cuenta de que los que me eran tan cercanos regresaban del trabajo cada día un poco más tarde, se quedaban más tiempo en salas más alejadas de mi cuarto, dejaron de ponerme al corriente de las novedades, ocultaban hechos que me harían entender las conversaciones y plantear las preguntas correctas; se olvidaron, por fin, de festejar mi cumpleaños. Habían desaparecido poco a poco, uno a uno, a veces de a dos. Salían a conversar, como era costumbre, y nunca más los veía. No sucedió de repente ni lo comprendí pronto, porque la felicidad estaba allí y no pensábamos en eso. Recuerdo un verano particularmente esplendoroso. ¿Hace cuánto tiempo? ¿Serán ya alucinaciones? Aquel verano esplendoroso y con la vida entera, la vida misma al frente. Recuerdo como si fuera hoy, me quedaba mirando, quería entender, sentir completamente, como si de ese modo pudiera prolongar una especie de eternidad presentida. Postergaban el regreso a casa, lo extendían por las calles laterales, eligiendo los caminos más largos, e íbamos hasta los límites de la ciudad, acompañados de grillos y langostas, una que otra luciérnaga. Me llevaban de la mano, apuntaban al escenario desdoblado de las estrellas.
      No sé, serán ya alucinaciones, pero hay momentos en que siento partes de la casa densamente iluminadas, con la luz detrás de las puertas escapando por las hendiduras. Me acerco con cuidado, el foco oculto se va apagando y luego reaparece al fondo de la cocina. Me allego, apenas tengo tiempo de confirmar el pulido del mármol y de los metales, y luego me rodea la brea. Las luces se disparan en otro lado. Paso noches así, en la oscuridad, recorriendo toda la casa, sobresaltado, como si ahora viviera en la órbita de un astro desaparecido. También me percaté de que, si uno se asoma por la ventana, la ciudad es recorrida por haces luminosos, reflectores de búsquedas policiales, faroles que barren la costa, brillos de espejos en ángulos estudiados o gigantescas proyecciones en las paredes de las plazas. Juegos crueles que me llaman y encadenan. Nada que hacer.
      No sé si debo esperar algo, si fui expresamente escogido para este abandono, aquí tan perdido conmigo mismo, pero todavía entreveo las siluetas que me eran familiares, de súbito cruzándose conmigo en ilusiones de atmósfera orquestadas por la claraboya que no se cansa de mirarme, o cuando el día, hacia el final de la tarde, exhibe una extraña realidad del mundo. Hombres que llegaban de sus empleos y se ocupaban de pequeñas reparaciones, daban cuerda a los relojes, traían trabajo para la noche, alineando columnas de números y elaborando con paciencia esquemas insondables de debe y haber. Mujeres que se quedaban bordando mientras vigilaban el punto de las jaleas, y que después, en la hora en que los pájaros volvían a rodear la casa, se descomponían un poco, se abandonaban a la transparencia de las camisas de lino, a los furtivos reflejos entre vidrios o en el estaño de las bañeras. El modo como unos y otros, hablando bajo, se encerraban tras las puertas.
      Sí, es verdad que ya se plantean algunos problemas prácticos, pero no vale la pena buscar comida en el laberinto de despensas de esta casa. Fueron creciendo, ocupan espacios que eran de simple diversión y solamente encuentro objetos desarmados que un ciclón silencioso va dispersando. Siempre que mis ojos siguen los vuelos alrededor de los traspatios, me apuesto a pensar en lo que harían los pequeños héroes abandonados en islas lejanas, en esos libros que me entretenían durante horas interminables y me dejaban gozar la seguridad de los sofás, que exhalaban un polvo denso y antiguo. Sólo ahora lo veo: también se los llevaron. Tengo que preparar redes de captura, revisar el modo de asegurar el fuego, sin gas ni fósforos en casa; tengo, más que nunca, que hacer de tripas corazón, como siempre me proponían. Un hombre no llora. Se impone aún disponer de ingeniosas ratoneras, capaces de capturar, sin contemplaciones, simpáticos roedores, los que hasta me hablaban en las viejas fábulas, y tal vez me imponga una que otra salida a las calles, según la necesidad. Me siento en un rincón de la casa como si, en un refugio de la selva, anticipase la jornada peligrosa, que ocurriría a la hora confusa del anochecer.
      Ya me veo asaltando tabernas en callejuelas viscosas, inesperado Gavroche portuense, o bien avanzando, intrépido, de túnel en túnel y de muelle en muelle, en una ciudad hecha de tramos ribereños de Oporto y de Gaia, sofocada la sabida cantilena de policías y ladrones. Alcanzaría, a la sombra de los puentes y de las torres, un refugio donde pudiera saborear los tesoros recogidos. Tal vez la catacumba que sostiene los dorados de San Francisco, tal vez un almacén cruzado por focos de luz contaminada y esas laboriosas telarañas que al final retienen lo más puro de los rocíos. Bella frase, pero dejémonos de conversaciones, que el hambre aprieta y presiento tempestades.
      Me decían que la cerradura murió de vieja, pero tengo la vaga impresión de que lo dicho ya no es para mí. De todos modos, preparémonos: verificar que todo está debidamente cerrado, puertas, ventanas, postigos, simples respiradores; asegurar la solidez de los marcos; echar las estatuillas más frágiles, evitando que se quiebren con probables estremecimientos; calafatear las hendiduras con rodillos hechos con los periódicos que dejaron, dispuestos en pila, a lo largo de años. Será sensato instalar un pequeño observatorio en un extremo del balcón, para prevenir los momentos más críticos. Allí iré, periódicamente, y seré capaz de evaluar la fuerza de los vientos y la inclinación de las lluvias, precaverme de la inminencia de las inundaciones, consciente de la música bárbara de los ronquidos y de los pitos que guían a los barcos en la boca de río, en su inmensa agonía.
      Pero si aún interesa hablar con la verdad, diré que me preocupa sobre todo la desaparición de los dos retratos. En uno de ellos está la madre conmigo al cuello, sentada en un pequeño muro cerca de nuestra casa, vestida ella de una luz que la arropa como ella me arropaba con las sábanas y las mantas. En el otro, el padre, tomándome de la mano, mira alrededor, también él un niño al que el mundo interesa. Me pregunto ahora, cuando me siento lejos de todo, si no existirá un universo paralelo habitado por generaciones de niños, tan perdidos unos de otros, y en la ciudad algo que los lleva, de repente, de nuevo, a las calles, cualquier cosa como organillos, melodías de ciegos, la flauta de los afiladores de cuchillos, sonidos que me acompañan cuando me desplazo, impaciente, de sala en sala. También me aflige la ausencia del último que partió. Miro esos espejos y allí va él, una vez, y otra, como si intentara alejarse furtivamente, con movimientos de animal acosado. No, no es un fantasma, algo más físico, más cercano, como si en mí, propiamente en mí, respirara, y precisamente en mí huyese. Tengo una extraña nostalgia de lo que va a hacer, amores, viajes, vidas. Confirmo que por aquí todo está aparentemente en su sitio, pero todos partieron y me perturban los vasos a la sombra del aparador, disponibles para las grandes fiestas, temblando en el aparador, cuando pasa el tranvía número 1, hacia Infante, en los inicios, digamos, de estos años sesenta, y los paraguas también en el lugar de siempre. De poco sirven, es así la vida. Si son incluso indispensables, si no fuera sólo el poético polvillo que caracteriza, en ciertos días, el genio de este lugar, si la lluvia se cuela empujada por la ventanilla, como por acá también sucede, quedan luego perdidos, como mástiles naufragados con las velas arrojadas a los alcantarillados; he aquí, en fin, una imagen adecuada a la imaginación infantil que se supone es la mía.
      No nos perdamos, sin embargo, en el relato, que debe ahora, según me sugieren, acelerar un poco, olvidar la compostura y encaminarse hacia el desenlace. Decía yo que él se alejaba como un animal furtivo, pero podría seguirlo, en un impulso irreprimible, arrojarme a la escalera, saltar por los rellanos con desesperación, siguiendo el rastro de pasos que me son familiares, pronto confundidos con otras huellas, y ni siquiera reconocer la ciudad. Esta extraña procesión que avanza hacia mí, y me rodea, montones de turistas siguiendo banderitas, abriendo lugar a vehículos en furia, a los que debo llamar tuk-tuks, de aire olvidado en grandes filas para entrar en una iglesia o en una bodega, mirando los escaparates, imágenes de la ciudad dentro de imágenes de la ciudad, aproximándose en círculos infernales que se estrechan, y todos me observan, se fijan con asombro en mis ropas, como si fuera un figurante de película de época o formara parte de una campaña publicitaria. Me quedo atrás, lo perdí de vista, retrocedo a mis pasos.
      Tengo que atravesar la plaza frenética. Había aquí un túnel para los peatones, pero sólo queda una escalera con dirección a una pared. Juro que ya lo vi con gente llena de prisa —¿hace cuánto tiempo de eso?—, tanta gente que pasaba en el túnel y cuya vida se precipitaba al lado de quioscos, últimas noticias, y pienso si no es todo así, túneles y túneles que se van tapando, un mapa de caminos que no llevan a ningún lado, sentidos prohibidos, calles sin salida.
      Pero, con los ojos casi cerrados, doy con la frescura de un jardín. Un chico corre alrededor del lago, una y otra vez, y otra, es tan parecido a mí, nos asustamos, y luego vuelve al portal del fondo. Se abren los árboles a este barrio que conozco demasiado bien. Son calles en diagonal y volvemos al mismo sitio después de mucho caminar, o bien, en dos pasos, nos alejamos inmensamente. En los áticos, hay quien acecha con binoculares, telescopios, cosmoramas, prepara aventuras, aunque también salga, en los intervalos, al empleo respectivo. Otros abren con método los paraguas, los exhiben en señal de triunfo y ni se fijan que ya ha cambiado la estación del año. Llegan niños, incesantes, y sueltan globos al gran viento.
      Quedan, no obstante, serias reservas en cuanto a mi plena supervivencia, ahora que, finalmente, vislumbro, como por casualidad, al dilecto fugitivo. Lo encuentro muy cerca de esta casa de donde no hay forma de salir. Sólo queda esconderme, muy a la sombra, en esta enormísima sombra, anotando, discretamente, lo que él escribe, lo que no deja de escribir: Partió el último y ya no siento a nadie cerca.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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