Migu d’omê, sá kloson dê
(El amigo del hombre es su corazón)
Traías en los ojos la anchura de otro Atlántico, frío y brumoso, océano profundo que dejaste en la amurada de tus pensamientos lusos, viaje de emociones y expectativas. Y en ese trayecto trajiste olores de otros cuerpos y de otras plantas, los retazos de vidas que se anidaron en tu mente entristecida y sola, fruto de una latinidad congelada y fatalista.
Llegaste un día. ¿Recuerdas? Era primavera en tu lejanía. Aquí, sabes, no hay primavera, no existe el primer verano. Aquí sólo viven y cantan la lluvia y el sol envueltos en hojas de gravana o desnudos en noches acaloradas como novelas de amores prohibidos, amores envueltos apenas con nuestra dimensión archipelágica.
Traías el vuelo de tus pájaros migrantes, el diccionario alado que has intentado reproducir en el suelo islámico donde tus pies heridos y calientes de otros suelos reposaron por fin. Pero tus aves no vinieron en tu pecho ni en la proa del buque que te trajo ni se anidaron en tus manos rudas y prósperas de sueños como de sueños se despojaron de tus brazos. Y abrazos. Y las aves no migraron ni cantaron en tus dedos. Apenas de ellas escuchaste el batir de alas, plumas de frío que no se habitúan nunca a los soles tórridos ni a las sombras calientes del cacao anaranjado.
Llegaste. ¿Recuerdas? Bailaban puíta en el patio de Sam Gidiba, una mulata sin edad, como todas las mulatas, heredera de una juventud inacabada, sensual y provocadora, hembra conocida en la Trinidad y alrededores que incluso sandungueaba sus caderas a un ritmo tan frenético y endemoniado al momento de la danza de konobia al tomar su baño matinal en las aguas sobrantes de las márgenes de los ríos. Y quedaste extasiado al escuchar el sonido frenético de la batucada. ¿Qué sonidos serían ésos? ¿Qué ritmos? ¿Qué requiebros? Todo sonaba a nuevo para tus oídos lusos donde el arrastrar triste y melódico de una guitarra era la única resonancia que traías en tu cajita de música, sonidos de colinas escarpadas y desnudas, flauta de pastor de ganado en tierras de nieve y hielo, sonidos fríos como tu cuerpo delgado que revestía una gruesa casaca de lana. Después tus pasos etéreos te llevaron por toda la isla que tan gentil fue contigo. La isla y sus productos, te mezclaste con ellos, comiste kalulu, d’jógó, sôo, manga de ôbô, bebiste café del Buen Jesús, hasta en el día de las cenizas comiste «bocado» en casa de la vieja abuela Sam Zinha y cuando al fin despertaste de tu encantamiento, ya bajo las ramadas de los viejos cacaoteros corrían, descalzos y semidesnudos, tus hijos niños.
No venías para quedarte, ¿recuerdas? Venías para llenar tu baúl (que viajó en el sótano) de fortunas, especias, tejidos raros; venías para dar órdenes, enseñar, ahorrar y partir de nuevo como quien cumple un guion señalado en cualquier conversación de amigos o en una agencia de viajes. Sabías leer, escribir, hacer cuentas, lo que era un triunfo a tu favor en aquel tiempo en que eran muy pocos los que podían exhibir dichas artes. Por eso venías, tal como Sandokan, a conquistar fácilmente un reino del cual algún antepasado te contara maravillas sin fin, maravillas que pasaban de boca en boca y se dispersaban en semicírculo alrededor de las chimeneas humeantes de pueblos distantes. Era un tejido aquel contar y recontar de historias de la tierra madre, de la isla donde la fortuna era fácil para cualquier hombre de piel clara que a ella se abocase… Y tú traías estas historias pegadas al cuerpo, clavadas en el alma como las manos de Cristo en el madero y fue con ellas que entraste en el buque que te trajo a esta tierra. Que después fue tuya. Que amaste luego esa noche en que el ritmo desenfrenado de la puíta se pegó a tu alma como más tarde se pegó también a tu cuerpo el cuerpo siempre sediento de Sam Gidiba…
Cómo fue importante para ti esa noche… Tú, mi abuelejano, tú que venías a colonizar ¡y acabaste colonizado! Aceptaste los sonidos, la alegría exuberante, los olores intensos, el calor desmesurado y húmedo, las enfermedades, los amores, sí, los amores, nuestras gargantas sibilantes, nuestros gestos futuristas como quien quiere abrazar el mundo… Todo lo entrañaste en tu ser como si todo ya fuera tuyo desde el día en que viste por primera vez la claridad. Por eso siempre decías que ésta era tu tierra, que aquí estaba tu corazón, que aquí vivían tus hijos, tus nietos y bisnietos, tu posteridad… Nunca regresaste ni hablaste más de tu gente lusa y fue en este suelo de basalto y de arena que se diluyeron tus huesos pálidos y tus cabellos lisos y derechos como hilo de plomada. ¡Qué extraño cuando me miro al espejo! ¡Qué extraño cuando veo mi piel, cuando sé que todo yo soy negro satinado, negro carbón, prietísimo, como dice el forró…! Y es, mi abuelejano, cuando me miro de arriba abajo, que casi casi me olvido de que soy un mosaico de razas, un cruce de tierras más allá del horizonte, un aventurero de diferentes credos, un fruto de una marea viva de nuestra Historia tan pequeña y al final tan grande.
Hoy, mi abuelejano, tengo más del doble de la edad que tú tenías cuando llegaste a puerto y estoy exactamente en el mismo lugar donde por primera vez pusiste pie en tierra firme. Debo de ser tu cuarta o quinta generación, no sé bien, bisnieto de un hijo que siempre habló de ti como de ti hablaron las otras generaciones que me antecedieron. Que te conocieron y amaron como tú los conociste y amaste. También tuviste errores, y muchos. Pero ¿quién no los tiene?
Fui ayer al Archivo Histórico. Fue mi corazón quien me llevó hasta allá. Como tú siempre dijiste: «el amigo del hombre es su corazón». Por eso estoy feliz. Fui a cerrar las cuentas con nuestros destinos, fui a hacer las paces con todas las razas del mundo porque con todas ellas estamos entrelazados. Quise ver con mis propios ojos las letras redondas que diseñaste para los nombres de los contratados, esclavos al final, que durante tiempos interminables nutrieron esta isla. Y, por primera vez, sí, por primera vez, mi abuelejano, sentí que estabas cerca de mí; no por el tiempo cronológico que deja sus marcas en nuestros rostros, sino por los nombres que tu mano derecha dibujó sobre las líneas en los grandes cuadernos de las rozas. En una de esas líneas escribiste «Benguelino, contratado venido en una leva de hombres oriundos de Angola». ¿Quién sería este Benguelino, qué historias traería para contar en la isla, qué roza lo esperaba? ¿Habrá existido amistad entre tú y él? Tengo la certeza de que mucho hablaste de él… Ahora pregunto, mi abuelejano, ¿por qué tengo yo el mismo nombre? Sería más lógico tener el tuyo, António, tradicionalmente portugués, Serrano, Beira, pero no; tu nombre y apellido se diluyeron en ti pues no se los diste a tus dos hijos mestizos. Siempre fue así en nuestras islas, hijos mestizos con padre y sin nombre. Pero ellos, por lo visto, poco se preocuparon por eso y junto con tu blancura se fue desvaneciendo hasta no quedar de ella sino un lívido recuerdo. Se cruzaron con mujeres tongas, angoleñas, forras, todas ellas de una negrura que sólo la noche sin luna semeja en color. Sin embargo, hablaron siempre de ti a tus venideros, susurraron tu nombre en sílabas dispersas en la boca de mi abuela Plácida, de mi bisabuela Francisca, de otras más distantes todavía… Fuiste hombre de muchas mujeres, me dijeron, pero de pocos hijos, según consta.
Fui ayer al Archivo Histórico, mi abuelejano, y vi tu mano derecha deslizarse firme y joven, la pluma fuente reluciente, al escribir «Benguelino, contratado venido en una leva de hombres oriundos de Angola». Ese día, sin que lo supieras, pasaste a mi mundo… Seré yo, mi abuelejano, seré yo, Benguelino de la Costa Ferreira, conductor de taxi de tiempo completo y plantador de cacao en las horas libres, portador de tu sangre lusa en mi cuerpo negro, seré yo quien pondrá tu nombre a mi hijo que nacerá en la luna llena que se aproxima.
Traducción del portugués de Rafael Toriz