I
El viaje comenzó con una broma zoológica. Le pregunté a Beatriz:
—Mi amor, ¿sabes quién tiene los ojos más bellos del mundo?
Yacíamos en la cama, desnudos en un lánguido abrazo postcoital.
—¿Quién? —murmuró su dulce voz enamorada, feliz por la anticipación del piropo.
—La rana oaxaqueña de ojos azules.
—¡¿Qué?! —dijo indignada.
—Plectrohyla cyanomma —agregué—, una rana del bosque de niebla oaxaqueño.
Me miró con ojos inyectados de reproche. Empecé a reír a mandíbula batiente, no obstante mi repulsión hacia los que se carcajean de sus propios chistes (y hacia los que usan frases prefabricadas como «a mandíbula batiente»). Me parece una costumbre abominable, análoga a la grabación de risas en las comedias de televisión. He observado que los mejores bromistas no ríen de sus chistes, acaso porque confían en que lo dicho es gracioso por sí mismo. Esto incluso se refleja en la escritura; Cervantes, Twain, Kennedy Toole nos hacen reír sin que el narrador se carcajee, con una prosa que mantiene la compostura incluso en los momentos más hilarantes; a Hašek, Wodehouse, Jardiel Poncela, por el contrario, se les nota el esfuerzo por ridiculizar: la escritura misma incluye carcajadas prefabricadas.
Los ebrios, los idiotas y las monjas casi siempre se ríen de sus propios chistes. Yo no, pero esa mañana de domingo me reí estrepitosamente a costa de Beatriz (cuya verdadera identidad oculto tras el apodo dantesco). Sin embargo, su mirada gélida, que prometía no volver a acostarse conmigo, acabó por serenarme.
Traté de aclararle que ella tenía los ojos más bellos de la especie humana (además de bellos, curiosos: tiene uno verde y otro castaño), pero que la rana de árbol oaxaqueña tenía los ojos más bellos del reino animal.
—A ver, enséñamela —demandó.
No había fotografías en internet. De hecho, yo sólo conocía imágenes de especies cercanas como Plectrohyla celata (también de la Sierra de Juárez) y Plectrohyla ixil, de Chiapas y Guatemala, cuyos ojos enormes, dorados unos, negros otros, prometían una belleza escalofriante en los ojos de P. cyanomma.Yo sabía de muchos animales exóticos por el pasatiempo masoquista de ponerme a revisar catálogos de especies en extinción, pero no conocía directamente muchos de ellos, y mi certeza sobre la belleza ocular de P. cyanomma era un acto de fe.
—¿Cómo sabes entonces que tiene los ojos tan hermosos? —me preguntó Beatriz.
—Igual que siempre supe que tú eras la mujer perfecta para mí, desde antes de conocerte.
—No mames —concluyó.
Ante mi falta de pruebas empíricas, Beatriz propuso que fuéramos en busca de la rana arborícola de ojos azules. Yo nunca había estado en la Sierra de Juárez, un macizo montañoso al noreste de la capital oaxaqueña que sólo se conoce por Guelatao, cuna del Benemérito de las Américas. ¿Qué más podría encontrar en esas montañas?
II
Rastrear a una especie de rana arborícola que no ha sido vista desde 1984 es algo que no suelen hacer las parejas de escritores jóvenes. Sin embargo, el viaje, además de su romanticismo potencial, serviría para escribir sobre la crisis planetaria de extinción de anfibios. En 2014 yo gozaba de una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para escribir un libro de ensayos creativos sobre especies en peligro de extinción.
Mi proyecto estaba atorado porque mis textos, híbridos de ensayo personal y panfleto ecologista, nacían infértiles y contrahechos. Eran mulas esquizofrénicas de la literatura joven. ¿Por qué había pedido esa beca? Me había parecido muy justo que una migaja del presupuesto federal se consagrara a financiar un libro de apología y defensa de la vida silvestre mexicana. Hasta entonces, el resultado era un fiasco. Mis lectores (tres becarios y un tutor) estaban decepcionados, confundidos, escandalizados (escribí unas cosas tan desaforadas sobre el lobo que mis compañeros concluyeron que yo era un misántropo diletante; también comparé, de manera gratuita, a la anguila ciega yucateca con el expresidente Carlos Salinas de Gortari y con el falo de un albino).
El viaje a Oaxaca era mi última oportunidad para cambiar de rumbo y justificar el gasto del Estado mexicano en mí.
La posibilidad de que mi proyecto sufriera grandes metamorfosis no me desalentaba. Mi primera novela comenzó como la historia de un entomólogo asignado a combatir una plaga de moscas en Cancún, y terminó tratándose de un abogado con cáncer en la lengua. No me daba miedo la mutación del libro, sino su muerte.
Como última medida de emergencia, iría a buscar la rana Plectrohyla cyanomma en uno de los pocos bosques de niebla que hay en el mundo.Ánimo, me dije, y repetí la sentencia más genial de la autoayuda (Samuel Beckett): «Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor».
III
Para algunos, preocuparse por el destino de una rana arborícola es un despropósito superfluo e inhumano. Hay cosas más importantes —dice el justo, el que desprecia a los ecologistas por andar buscando ranas mientras la humanidad padece. Por ejemplo: entre diciembre de 2012 y junio de 2014 hubo cincuenta y cinco mil trescientos veinticinco asesinatos (denunciados) en México; veintidós millones de personas carecen de agua potable; setenta y cinco mil diabéticos sufrieron amputaciones el año pasado. Éstas sí son tragedias, juzga el probo, y concuerdo con él, son las peores tragedias que hay, las que deben resolverse con más urgencia. Pero ¿cómo?
Es aquí donde las buenas conciencias difieren, y los políticos responden: ¡Gendarmería Nacional, Seguro Popular, Endeudamiento! Y a uno, que le gusta la ecología, se le ocurre decir que, si queremos resolver esos problemas, hay que pensar en las ranas. Los politólogos de sobremesa se carcajean: ¿de qué nos sirve a los mexicanos salvar a las ranas?
Los anfibios son especies centinelas, canarios en la mina. Son muy susceptibles a los cambios de temperatura, humedad y contaminación, por lo que su presencia es el mejor indicador de la salud de un ecosistema y, como pretendo mostrar una y otra vez en este libro, el bienestar social depende en primer lugar de la salud de los ecosistemas en los que vivimos. Tan pronto como un ciclo hidrológico se altera, los anfibios desaparecen y el malestar social empieza (tres ejemplos frescos: los conflictos entre el pueblo yaqui y la ciudad de Hermosillo, las enfermedades producidas por la contaminación minera de los ríos y acuíferos en Sonora y Guerrero, el poder obtenido por el Estado Islámico gracias al conflicto por el agua del Éufrates entre Turquía, Siria e Irak). Si no se protegen los ciclos hidrológicos naturales, el número de personas sin agua potable seguirá aumentando. El deterioro ambiental es uno de los principales motores de la miseria que alimenta la violencia en México (ejemplos concretos que abordaré en el libro: el éxodo de los mixtecos, el levantamiento zapatista, la bancarrota hidrológica del Valle de Santiago, Guanajuato).
Muy bien —concede el escéptico—, pero ¿qué me dices de las amputaciones, de qué les sirve a los diabéticos el rescate de las ranas?
No sé por dónde empezar. La riqueza farmacológica de las ranas es un continente inexplorado, en cuyas orillas se hallan, por ejemplo, dos remedios contra la diabetes: la piel de la rana patito de Sudamérica (Pseudis paradoxa) excreta una sustancia que estimula la secreción de insulina; en el caso específico de las amputaciones, podemos acudir a la rana de patas amarillas (Rana muscosa), una especie de California en peligro de extinción que produce un antibiótico poderosísimo, capaz de combatir las cada día más comunes bacterias superresistentes que pudren los tejidos del cuerpo humano.
Dice Martín Caparrós:
Flannery [ecologista australiano] es de esa línea dura que se preocupa más que nada por los animales y plantas y paisajes perdidos. «La primera víctima documentada del calentamiento global fue el sapo dorado de Costa Rica», dice —como si hubieran hecho un casting de nombres. Pienso, con el debido respeto por Tim Flannery y los Batracios Refulgentes, que la biodiversidad que más me preocupa es la del Registro Civil: la supervivencia de todas esas especies amenazadas, los garcía, los rodríguez, los smith, los ugudugu, los chou, los chang, los mehta, los muhammad. Aunque está muy bien, por supuesto, tratar de salvar la Tierra y los pingüinos y las chinches lúbricas y la mariposa multipinki, pero tantos hombres y mujeres desfalleciendo mientras tanto.
Si, en lugar de inventar nombres estúpidos como chinches lúbricas y mariposas multipinki, Caparrós se hubiera tomado la molestia de conocer un poco más a las especies reales con las que compartimos el planeta, se habría dado cuenta de que ellas pueden ayudarnos a salvarnos de nosotros mismos, de nuestro despilfarro, nuestra sed y nuestras enfermedades.
Pero el valor utilitario de las ranas no es el único motivo para conocerlas y procurarlas. No sólo de pan vive el hombre, también de valores estéticos y espirituales. Curiosamente, el lugar más hermoso en el que he estado fue el hábitat del sapo dorado de Costa Rica, el bosque nuboso de Monteverde. En 1987, el año en que nací, se esfumaron más de treinta especies de ranas que vivían en esa reserva ecológica. Un par de años antes, Beatriz y yo nos habíamos peleado en Monteverde porque ella espantó a un armadillo que yo estaba observando («¡Qué bonito!», exclamó, y el animal salió huyendo). Ese lugar, meca del ecoturismo y la investigación ecológica, está condenado a desaparecer, pues el calentamiento atmosférico disipa la niebla y destruye el ecosistema mesófilo del que dependía el sapo dorado, así como tantos otros anfibios, aves (el quetzal entre ellas), bromelias y orquídeas en camino a la extinción.
Es preciso recordar la pregunta que originó este viaje, una pregunta capaz de dotar de sentido profundo a una búsqueda aparentemente superficial: «¿Sabes quién tiene los ojos más bellos del mundo?».
IV
Martes por la mañana. Vamos a encontrarnos con Gustavo Ramírez, biólogo que conoce la Sierra Norte mejor que nadie. Al llegar a Ixtlán, su pueblo natal, le envié un mensaje por celular para informarle que ya estábamos esperándolo afuera «de la iglesia». Él nos respondió que también estaba ahí. La única persona además de nosotros en el atrio de la iglesia era una mujer obesa que vendía gelatinas. Ella me informó dos cosas: a) que ella no era Gustavo Ramírez Santiago, y b) que la iglesia frente a la que nos encontrábamos era la iglesia de la Soledad, no la de la Asunción. Gustavo afirmó en un nuevo mensaje que él también estaba frente a la iglesia de la Soledad. La siguiente mujer a la que interpelé tampoco era Gustavo Ramírez y afirmaba que nos encontrábamos afuera de la iglesia de la Asunción. Gustavo, a quien no conocía, me aclaró que llevaba un chaleco negro y una mochila, así que me acerqué a un hombre canoso que cumplía esos requisitos y le pregunté «¿Gustavo?». Se trataba de don José Mendieta, quien afirmó que nos encontrábamos frente a la iglesia de Santo Tomás. Media docena de mensajes después logramos encontrarnos con Gustavo Ramírez afuera de la cancha de basquetbol.
Después de los saludos, fuimos a desayunar. Gustavo resultó ser un biólogo extremadamente erudito y experimentado, fanático de la meteorología y comunero de Ixtlán. Bebía tanto café como Balzac. Nos dijo que esa mañana había madrugado gracias a la intercesión de dos cafés expresos dobles. Durante el desayuno pidió tres tazas de café. Toda esa cafeína, suficiente para producirme convulsiones epilépticas, no logró alterar la expresión de Buda iluminado que tenía Gustavo.
La conversación con él fluyó sin obstáculos, más como un reencuentro entre camaradas que como una entrevista entre desconocidos. Compartíamos muchos intereses. Nuestra plática fue como un partido de ping-pong entre personas obstinadas en dejar ganar al otro: un ir y venir de bolas fáciles, saques generosos, devoluciones suaves.
Sentí una afinidad excepcional con ese hombre de voz baja, lector voraz y memorioso, caminante infatigable y solitario. Cuando nos presentó a su madre, ella me dijo: «A Gustavo le encanta el monte». Cuando llegamos a la punta de la montaña, nos confesó que le gustaba caminar hasta ahí «para abstraerse». En varias ocasiones se refirió a que, en el bosque, uno «se abstrae», y creo que con esa expresión se refería a un sentimiento de unidad con el entorno, a un éxtasis templado, sin violencia ni arrebato, sin orgasmo, flagelo ni alucinación. Cuando la mente calla, uno se abstrae. Tal vez eso buscamos todos en lugares diferentes: fármacos, deportes, amoríos. Bosques.
Al terminar el desayuno, Gustavo se ofreció a llevarnos a los cerros Pelón y Humo Chico, los lugares donde podría encontrarse la rana de ojos azules. El recorrido fue una clase magistral de ecología. Al tiempo que conducía su corpulenta camioneta, disertaba sobre la flora y fauna que se encuentran a diversas altitudes.
En poco más de una hora de recorrido por carretera llegamos al cerro Humo Chico y emprendimos el ascenso a pie. Desde la cima podía verse el cerro Pelón, aún más alto que aquél, y por lo tanto menos boscoso (de ahí la calvicie). Contemplamos las laderas de la vertiente tropical de la Sierra de Juárez, donde crece uno de los pocos bosques mesófilos bien conservados en el planeta. Los vientos húmedos del Golfo de México chocan contra la sierra y la cubren con una espesa neblina. Mientras ascendíamos, Gustavo no dejaba de dar explicaciones eruditas sobre los líquenes, musgos y arbustos a nuestro alrededor. Comentó que a los venados les encantaba subir hasta ahí a comer hojas y ocultarse entre los arbustos.
Ascender a la cima de una montaña es una actividad que tonifica el espíritu. No es azaroso que los dioses griegos vivieran en lo alto del monte Olimpo, y que Moisés tuviera que subir al Sinaí para platicar con Yahveh. Arriba uno se siente magnífico, potente e inmortal. La vista domina los alrededores, y la mente cree dominarlos también.
El viento golpeaba tan fuerte y frío por encima de las nubes que parecíamos estar en una montaña voladora, avanzando velozmente hacia el oriente. Me sentía tan inspirado que decidí citar al conde de Villamediana:
—Este lugar me recuerda unos versos —y me dispuse a impostar la voz—: «Parece que con mis ojos / se abrazan los horizontes».
Después de un prolongado silencio, Gustavo, que parecía estar conmovido, dijo:
—Ok.
Después señaló hacia las cañadas tropicales de la sierra, y dijo:
—Ahora vamos a continuar descendiendo unos mil metros hacia el territorio que habitan el jaguar y la mariposa Pterorus esperanza, un fósil viviente que puesto en el mercado estadounidense cuesta alrededor de mil quinientos dólares.
Mientras bajábamos, Gustavo nos habló de la formación de las rocas metamórficas que íbamos pisando.
Antes de subir a la camioneta, hicimos una escala para beber café. Gustavo requería dos litros más.
El camino hacia el bosque de niebla fue veloz. Pronto nos vimos rodeados de una vegetación muy densa y primitiva. Enormes helechos arborescentes crecían a los costados de la carretera y por doquier surgían cascadas. Parecía un bosque húmedo de la era Mesozoica, cuando había tanto oxígeno en la atmósfera que los insectos eran capaces de crecer tanto como las palomas y ratas de hoy en día. Ahí, Gustavo nos contó la historia del árbol Oreomunnea mexicana, que se puede reconocer porque su corteza se cae como la de los eucaliptos. Oreomunnea mexicana es una especie muy antigua e idéntica a una del sur de Malasia que los taxónomos consideran otra especie solamente porque vive muy lejos. Por todo lo demás son iguales.
La exuberancia del bosque nuboso de la Sierra de Juárez supera cualquier estrategia descriptiva del barroco. La vegetación es gongorina, el terreno churrigueresco. Es como entrar a un pulmón de alveolos verdes: cálido, húmedo, infinitamente cruzado por arroyos de sangre, y bronquios altísimos, con grandes masas de follaje alveolar.
En los árboles había una rica vegetación de bromelias, plantas epífitas adaptadas a vivir lejos del suelo, aferradas a los troncos. Uno de los mejores lugares para encontrar ranas arborícolas es entre las hojas de estas plantas, donde se acumula el agua de lluvia y se forman pequeños estanques. Nunca había visto tantas y tan voluminosas bromelias. Algunas eran tan grandes como magueyes adultos, y encontramos en el suelo muchas ramas que habían colapsado bajo el sobrepeso de su jardín epífito.
Asediados por los mosquitos, buscamos a la rana de ojos azules y no encontramos ninguna. Tal vez era la peor hora del día para hacerlo. Al día siguiente, Gustavo nos llevó a otra zona donde tampoco hubo ranas de ojos azules.
Una noche, cerca de Capulálpam de Méndez, nos pusimos a explorar los alrededores de una charca con mi linterna. De pronto, un resplandor fugaz llamó mi atención. Apunté hacia él: era la piel húmeda de una rana. Permaneció inmóvil ante la luz cegadora. Su cuerpo, de dorso marrón y vientre verdoso, se camuflaba con la hierba. La observamos detenidamente. Tenía una actitud que sólo atino a describir como senil. Su hocico me recordaba la sonrisa de mi abuela sin dentadura. Yo tenía muchas ganas de acariciarla, pero no lo hice porque mis manos podrían haberle transmitido algún hongo o bacteria. Le hablé con ternura. Sus ojos castaños no eran muy hermosos. Se trataba de una Duellmanohyla ignicolor, la rana arroyera de la Sierra de Juárez, también en peligro de extinción. Descubrirla me inspiró confianza en nuestra capacidad de rastreadores. Pero el viaje estaba a punto de terminar y nos hallábamos muy lejos de donde Plectorhyla cyanomma, la rana de ojos azules, fue descubierta en 1976 y avistada en 1984 por última vez. Así que volvimos a México sin haber encontrado los ojos más hermosos del mundo.
Desde entonces, la Sierra Norte de Oaxaca se ha convertido en un vicio para mí. Vuelvo cada vez que puedo. Ya no gozo de la compañía de Beatriz ni de la esperanza de encontrar a la rana arborícola de ojos azules. Sigo buscando, pero no estoy seguro de qué.