Regreso a casa / Pol Popovic

Lo llevaban cuatro personas, jalándolo, empujándolo y, si era necesario, cargándolo a cuestas. Bajo la luz amarillenta de las luminarias, la cara del hombre se sumergía en las sombras y resurgía bañada de sudor. Al pie de la fachada que teñía de blanco los hombros al más ligero roce, el cuerpo del enfermo se dejaba manipular, desprovisto de cualquier intención y por tanto de toda resistencia. De todos modos, batallaron para pasar por el portón del edificio.

      Enfilaron por un pasillo oscuro, acotado por resquicios luminosos de un lado y de una barandilla lisa por el otro. Jadeando y empujando subieron varios tramos de escaleras. Se detuvieron, comentaron algo quedamente, contaron los pisos subidos y se quedaron en silencio.
      Uno hizo el ademán de encender un pitillo y su compañero le recordó, poniendo la mano en su antebrazo, que no era permitido fumar en el consultorio del chino. En lugar del sonido del encendedor, llamaron a la puerta tres golpes de nudillos entre solícitos y firmes. Se escuchó una voz gutural que confirmó de oído la llamada, sin coincidir con la fonética de ningún idioma conocido por los hombres en la puerta.
      Los hombres permanecieron al acecho de cualquier ruido proveniente del interior, pero sólo percibieron un olor de resinas quemadas.
      Sin el menor ruido de pasos anteriores o de cerradura, se abrió la puerta. En medio del vano inundado de luz se destacó la menuda figura de un hombre de rasgos orientales y de cabello azabache.
      Los hombres amontonados en el umbral entornaron los ojos para divisar al duende de la madriguera mágica. Aprovechando la luz de su apartamento, éste se puso a escudriñar el cuerpo colgante de los brazos de sus compañeros, parecido a un espantapájaros. El nervio del pómulo izquierdo del enfermo se contraía regularmente, a semejanza de una bomba destinada a expulsar el sudor que confluía en la cuenca ocular. Sus grandes ojos brillaban de espanto, como los de un venado atajado por los faroles de cazadores furtivos. La forma del cuerpo colgante daba impresión, por alguna razón desconocida, de haber poseído en el pasado una fuerza excepcional que se esfumó de golpe.
      —¿Puedes por favor ayudarnos, doctor? —la voz ronca de un gigante panzón, embutido en una chaqueta de cuero, rompió el silencio con amabilidad afectada.
      El chino dejó caer la mano de la manija de la puerta e, ignorando las miradas, dio un paso hacia el enfermo y sintió su aliento. Con la mirada levantada, los ojos del chino examinaron la cara sudorosa. Los dedos suaves cogieron la muñeca del enfermo para sentir el pulso.
      —¡Pasen!
      El pelotón se contrajo, atravesó el umbral y colocó al enfermo sobre un catre de madera. La mirada del chino barrió a los hombres parados alrededor del enfermo y los despachó al lado opuesto de la alcoba. Éstos se alinearon en silencio a lo largo de la pared indicada.
      Las yemas de los dedos recorrieron la palma de la mano del hombre acostado haciéndole cosquillas, estiraron su oreja grasosa, abrieron la boca presionando sobre la punta del mentón, estiraron los párpados para descubrir la carne viva de los ojos.
      —¿Qué ha pasado contigo?
      —¿Ah? —insistió el doctor después de un silencio.
      —Sufrió un pequeño accidente, una crisis de nervios, nos dijeron que usted nos puede ayudar —se oyó una voz del otro lado de la alcoba—. Todavía no habla bien el idioma de aquí.
      Sin voltearse, el chino levantó una mano para interrumpir las explicaciones y puso la otra en el hombro del paciente.
      —Tienes que decirme, tú, para que te ayude.
      El acostado se preparaba para decir algo pero sus ojos se volvieron torvos. La congestión torácica arrojó una ola de sangre a la cabeza. La mano del doctor se deslizó sobre la frente del paciente, se detuvo sobre el cabello y luego prosiguió su marcha hasta el lugar en que el cráneo descansaba sobre la almohada.
      —Esto se puede curar, pero tomará tiempo. De ocho a diez sesiones. Cada dos días aquí. Saldrás como nuevo —una sonrisa estiró los pálidos labios del doctor y los pliegues de las mejillas insinuaron su edad avanzada.
      El paciente permaneció mudo con la mirada en el techo.
      —Para nosotros no hay mañana, doctor. Es ahora o nunca —una voz de atrás comentó.
      —Este hombre está fuera de su cuerpo. Veo que lo llevaron al hospital y no sirvió para nada. Yo lo curo con tiempo y agujas. Puedo igualar la energía y regresar la tranquilidad a su cuerpo.
      —Mire, señor doctor —un hombre delgado y moreno, que permaneció silencioso entre las sombras, giró de hombros para pasar entre dos compañeros corpulentos y avanzó con pasos lentos hacia el chino, que dio media vuelta.
      —Nosotros vamos a pagar lo que usted nos indique —y sacó del bolsillo interior de su guerrera un fajo de billetes doblados—. Yo he venido con usted hace años y sé que usted puede ayudarnos como me ayudó a mí en aquel entonces. Yo estoy muy agradecido por sus servicios —se volteó hacia sus compañeros— y mis amigos también. ¿Podríamos ayudarnos de nuevo unos a otros en esta tierra extranjera?
      Una sombra cruzó el semblante del chino. Un recuerdo revoloteó en su memoria y arrugó el entrecejo.
      —Yo me acuerdo de ti. Tú pagas bien, pero no sabes pagar. Esta vez, este hombre me pagará y no tú —y se volteó de nuevo hacia su paciente.
      —¿Quieres que yo te cure?
      El enfermo asintió, tallando la almohada con la nuca, y sus ojos se humedecieron.
      —Muy bien, entonces tus amigos pueden despejarse —con un ademán de la muñeca, mandó a los visitantes al recoveco de la escalera. A paso lento y agachados, éstos se retiraron sin despedirse, mientras el chino examinaba como un niño curioso los ojos del enfermo.
      —¿Puede curarme?
      —Claro que sí. Estás en el consultorio del chino ahora, ¿ok? —y la sonrisa se instaló de nuevo en su cara.
      —¿Cuánto me costará, doctor?
      —Tu máximo esfuerzo y tu regreso a casa.
      El enfermo dirigió su mirada por primera vez hacia la cara del chino. Éste ensayaba una sonrisa que se parecía a un barco de poca hondura y de mucha pericia.
      El enfermo quiso asentir, pero una ola de mareo le obligó a agarrarse a los bordes del catre con toda la fuerza de sus manos. Los vientos calurosos expulsaban gruesas gotas de sudor al tiempo que sus dientes crujían.
      —No te preocupes —comentó el chino y clavó sus dedos en la muñeca y el cuello del acostado.
      Bajo los párpados apretados del joven, el mareo iba batiéndose en retirada.
      —¿Qué prefieres, el fuego o el hielo?
      —…
      —No pienses mucho, sólo dime.
      —Fuego.
      —¿El agua o el aire?
      —Aire.
      —Muy bien. Mira. Tú eres madera y el fuego te consume por dentro. No te puedo sacar el fuego porque tus órganos vitales están llenos de brasas. Tengo que empujarte al fondo del horno y tú tendrás que salir hacia arriba, al aire fresco. ¿Me entiendes? Tienes que luchar por el aire. ¿Sí?
      —Sí.
      —¿Dónde está tu casa aquí, en esta ciudad? —preguntó el chino.
      —No sé la dirección, pero sí el camino.
      —¿Dónde está la llave? Saca la llave. Deja ese catre, no se va a ir a ningún lado —y el doctor se rio.
      La mano se afanó para meterse en el bolsillo del pantalón y sacó un par de llaves colgadas de un aro.
      —Muy bien. Guarda las llaves en tu puño. Bien. Ahora, ¿dónde está la otra llave?
      —¿Qué llave?
      —De la otra casa. ¿Dónde está la otra casa?
      Aprovechando la pausa, el calor inició otro asalto, esta vez, desde el hígado. El chino se percató de su maniobra y lo atajó clavándole los dedos.
      —Muy lejos, doctor —gimió el hombre con el dolor que ocasionaron las uñas del doctor—. Muy lejos.
      —Sí, muy lejos pero no demasiado lejos. ¿Te acuerdas del camino? ¿De la calle? ¿Se ve la entrada por la noche?
      —Sí, doctor, claro. Hay unos pinos y cipreses alrededor de ella pero se ve la luz de la ventana desde lejos. Incluso, desde que tenemos la luz, mi abuelita prende un foco que cuelga de la esquina de la casa cuando no estoy. Lo veo desde la cima de la colina y sé que llegué a casa. Además, cuando caminas, el ruido de las piedritas que ruedan bajo los pies te guía solo, cambia el sonido cuando te acercas a la entrada, y al llegar no hay piedritas, hay un portón de hierro que uno debe levantar un poco para abrir. Pero si llueve y la calle se enloda, salen los sapos y distraen con su croar a la llave que no acierta a dar el golpe requerido por la cerradura. Entonces, hay que cuidar que el pan no se moje o caiga mientras negocias con el portón, por lo que debes ayudarte con la rodilla, un poquito, no mucho, ya sabe. La rodilla siempre ayuda, ¿no?
      —Sí, claro. La rodilla siempre ayuda. ¡Claro que sí! ¿Vamos a llevar pan a la abuelita?
      —Sí, doctor, por supuesto. Ella sabe prepararlo sola cuando tiene leña. Pero le agrada tanto cuando le llevo pan y una bolsita brillante, llena de café. Sólo quíteme por favor este temblor y se lo llevo.
      —Tranquilo, vamos a deshacernos de ese fuego. No te preocupes, estás con el chino.
      El doctor le apretó el hombro y con un dedo de la misma mano enganchó el hueco de la clavícula. Los músculos se iban aflojando y el aire fluyó por los pasadizos que le estaban vedados. La humedad de la ropa adquirió una frescura.
      —Quítate la ropa, sólo en calzones, como en China.
      Mientras el enfermo se despojaba de la ropa que se apilaba a un lado del catre, el chino desapareció. Su ausencia permitió que una nueva luz recorriera el cuerpo del paciente. Se percató de la curiosa ubicación de las lamparillas y velas que lo vigilaban desde múltiples ubicaciones: el marco de una ventana, entre libros y frascos de los estantes, varias mesas del consultorio y una caravana de elefantes, convertidos en candiles de aceite, colgaba del techo.
      El doctor apareció de nuevo al lado del catre.
      —Vamos a llevar pan y café a la abuelita —e introdujo unos granos de café en la mano vacía de su paciente.
      —Ahora, sabemos qué tenemos que hacer. Tienes que relajarte y esperar que se abra el camino de luz por el que saldrás al aire fresco. Y para hacer eso, hay que sacar el calor. ¿Sabes?, es como ir de caza. Hay que sorprenderlo y desalojarlo de golpe —al hablar dejó plantadas un par de menudas agujas en la frente del paciente—. Así, rápido —y el canto de su mano simuló una acometida contra el enfermo. Éste sintió un alivio, una ligereza del cuerpo y claridad en la mente.
      —Sí, doctor —murmuró el paciente.
      Unas figuras desdibujadas, acaso en la bruma, aparecieron en el campo visual del enfermo. Surgían de un seto mal podado y se hundían en él de nuevo. Aparecían y desaparecían.
      —Sí, vamos a sorprenderlos, doctor. Tú vienes conmigo, ¿verdad? No te abras demasiado, quédate a mi lado. Yo te cuidaré —y con un gesto de la mano, que dejó caer las llaves, indicó al médico que se agachara.
      —Claro que sí, hijo mío. Vamos juntos. Yo me convertí en cristiano para servir en este mundo. Todos tenemos una segunda oportunidad. Y ya sabes, yo inicio y tú sigues hasta la salida. ¿Vale?
      El enfermo asintió, cerró los ojos, removió el cuerpo y quedó inmóvil con los puños cerrados.
      Poco a poco, el cuerpo del paciente se poblaba de agujas. Unos músculos se estremecieron, otros dejaron pasar con indiferencia a sus visitantes. Algunas agujas encontraron sus lugares en el acto, otras anduvieron buscándolos en los pasadizos musculares. Un par de ventosas, guarnecidas de tuercas y agujas, succionaron la carne para dejarla ir paulatinamente descontando gotas de sangre a lo largo de su retirada. Un hormigueo suave y vibrante cundía en las piernas y los brazos.
      —Vas muy bien, hijo mío. Vamos a abrir la puerta de tu mente. El aire caliente se despeja, respira profundo. El chino va a arreglar esto.
      El joven sintió un par de palmaditas en el hombro y luego un objeto atravesó la piel entre las cejas y raspó su cráneo suavemente. El cosquilleo de un hilo sanguíneo bajó a las cuencas de los ojos donde las esponjas lo esperaban. El recuerdo brotó con el cosquilleo y le recordó las lluvias veraniegas de su niñez.
      —Casi terminamos. ¿Ves? Ya no estás temblando —la risa se mezclaba con las palabras del doctor—. Pero ahora tenemos que apagar el fuego con fuego, no queremos que la fogata se incendie con el calor de la mente.
      —Yo estoy listo —brotó la impaciencia juvenil.
      —Muy bien, no te mueves para que la lumbre no se caiga. No tengas miedo de este fuego, es nuestro amigo. Arde para alumbrar nuestro camino a casa, ¿ok?
      Crepitó un cerillo y una lumbre inició su recorrido. El calor penetraba en la carne por las agujas mientras palabras chinas seguían su camino, paso por paso.
      De improviso, un ruido de agua llenó los oídos del paciente. Los nervios se estremecieron con alarma y el cuerpo se volvió una fuerza en pugna con su propia consistencia. Las vísceras se revolcaron, las piernas se doblaron y el joven perdió la conciencia.

*
      Resplandeciente en la luz matutina, un coche morado se detuvo en la esquina de una glorieta en la que confluían cuatro arterias viales. Entre pitidos y rechinidos de frenos, el chofer salió del coche con desenvoltura, lanzó una mirada de desdén a un taxista que lo esquivó en el último momento, rodeó su automóvil y abrió la portezuela a un señor calvo de bigotes delgados. Éste era menudo, se adivinaba su cuerpo enjuto bajo los pliegues del traje. Su figura tendría una apariencia insignificante si no estuviese dotada de un ceño entrecruzado de arrugas y de ojos bizcos.
      Un policía, ubicado del otro lado de la calle, observaba discretamente al señor mientras éste se adueñaba de la esquina dirigiendo su mirada bien en una dirección, bien en la otra. Cuando se familiarizó con el revoltijo de la banqueta y de la rotonda, hizo una señal al policía sin dirigirle la mirada.
      El policía emprendió la hazaña de cruzar la calle saltando con entusiasmo juvenil entre los coches, que frenaban en seco, mostrándoles la palma de su mano como único medio de protección. No se trataba de la urgencia de llegar hasta el señor que se aprestaba a encender un pitillo, sacado con lentitud de su petaca, sino de demostrar su devoción al oficio ante el representante de la más alta jefatura. Esto exigía obviamente una exposición a los peligros de su profesión.
      El señor inhalaba la primera bocanada de un delgado cigarrillo, cuya punta ardía con ansia de autoconsumo, cuando el policía se cuadró ante él. Exhaló lentamente el humo mirando las filas de personas que doblaban la esquina y preguntó:
      —¿Qué pasa al otro lado de la glorieta?
      —Señor licenciado, como acabo de averiguar tras una rápida pesquisa por aquel lado, le informo a usted, conforme al incidente, que uno de esos extranjeros, con bolsas repletas de pan, fue arrollado por un camión mientras realizaba un ilegal cruce de la glorieta. En el momento en el que le dirijo la palabra, los colegas del departamento forense están tomando datos requeridos para la averiguación oficial sobre la muerte del transgresor del código de la vialidad.
      —¿Y esas manchas negras en su suéter? ¿Alguien le dio un escopetazo?
      —No, señor licenciado, también llevaba paquetes de café en sus bolsillos. Y con el impacto…
      —Pues, se le va a enfriar el café… a la abuelita.

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