El miedo a los extraños / Marco Julio Robles

Recuerdo que antes de salir de casa mi madre siempre me recomendaba que no le diera mi nombre a nadie. Que no permitiera que ninguna persona se acercara a mí y que si notaba a alguien siguiéndome, o algún adulto que yo no conocía me llamaba en la calle y, mintiéndome, aseguraba que ella o mi padre lo habían enviado a buscarme, corriera e intentara introducirme en una tienda, en un almacén o que gritara llamando la atención de la gente.

      Me acuerdo de que por aquel entonces no me sucedía nada extraordinario. El pueblo era pequeño, nos conocíamos entre nosotros y, tal vez, si algún desconocido me hubiera llamado o intentado llevarme con él, no me habría resistido, el miedo nos paraliza. Cuando pienso en eso me imagino con unos ocho años de edad, detenido cerca de la calle en la que estaba la escuela primaria, me veo con el pantalón color caqui y la camisa y la mochila de lona verde, parado, solo, frente a ese hombre o mujer, el desconocido, y hasta siento el grito atorado en mi garganta. Las palmeras que bordeaban las calles del pueblecito se habrían quedado quietas, mudas, y los ficus que bamboleaban sus ramas durante las torrenciales lluvias del verano habrían sido los únicos testigos de mi rapto. Pero no me raptaron, no se me acercó nunca alguien sospechoso, por eso mi hermano y yo inventábamos historias en las cuales siempre alguno de los dos defendía al otro de los supuestos raptores. Mi mamá escuchaba nuestras historias con los ojos atentos, ahora sé que lo hacía por no contradecirse, alimentaba nuestra hambre de sucesos extraordinarios por ser consecuente con sus propias enseñanzas.
      Pasaron los años y aquella vieja historia de los raptos me viene a la mente por lo que me sucedió hace unos meses.
      No recuerdo cuándo se fue mi hermano, tampoco sé si se fue buscando algo o sólo quiso marcharse. Papá tuvo otra mujer y otros hijos, también dejó la casa una mañana, mientras mi hermano y yo estábamos dormidos. Aquel día, cuando nos levantamos, mamá tenía los ojos rojos pero no lloraba. Aprovechó mientras nosotros dormíamos para ponerse a llorar, y sé que cuando escuchó nuestro pasos en las escaleras, se limpió la cara y siguió en lo suyo, sola, en la cocina. Al principio la ausencia de papá se justificó con un viaje. A mí me pareció raro, pues papá casi nunca viajaba; mi hermano me lanzó una mirada de entendimiento que yo no supe interpretar. Con el paso de los meses me di cuenta de que papá no volvería. Que nuestra familia ahora se componía de tres y no de cuatro. La verdad, estando cerca de mi madre, el mundo podía rodar y descomponerse, estallar, sin que a mí de veras me importara.      
      Martha, así se llamaba mi abuela y así, también, se llama mi madre. Ahora vive en ese pequeño pueblo, se encarga de un negocio y tiene un par de sirvientas. Le encanta la televisión, le gusta escuchar voces, se siente menos sola con esos ruidos; a veces la enciende, y aunque no la vea, la escucha a un volumen muy alto. Una vez, cuando volví de visita, me sorprendió darme cuenta de que la televisión no se veía, las voces se escuchaban con claridad, pero sin imágenes. Aún así la encendía desde muy temprano, suele levantarse a las seis y desde esa hora hasta las once de la noche la televisión suena y suena. Claro, compró una nueva, una de esas pantallas que no necesitan control remoto, que cambian de canal con comandos de voz y que graban los programas.
      De mi hermano sé muy poco. Sólo se fue, se casó dos veces y tuvo varios hijos. No nos frecuentamos. En el departamento en el que vivo no tengo televisión de paga. En las noches, cuando me aburro, me pongo a ver series por internet y me tomo unas cervezas y me duermo siempre antes de las dos de la mañana, pues a las ocho debo estar en la biblioteca para atender a los estudiantes.
      No todos son amables. Algunos quieren mostrar que han estudiado y mucho…, echándome en la cara un sermón acerca de literatura o filosofía. Se quejan del estado de los libros y de las sensibles faltas bibliográficas que aprecian en los catálogos de la biblioteca. Yo me quedo callado, los miro sin intención de iniciar una disputa, tal vez eso los exaspera aún más: quisieran, lo veo en sus ojos, que yo me levantara de mi lugar y les dijera tres o cuatro cosas en contra, para encararse conmigo. Yo no les doy el gusto.
      Los fines de semana me llama mamá. Se queja de una pandilla, así los llama, de gatos que ahora han tomado la ominosa costumbre de irse a revolcar al jardín de nuestra casa. Me habla sobre las sirvientas, todas unas malagradecidas y groseras, sucias y flojas. Del negocio, que año con año va peor. Y de mi hermano. Las noticias de él me vienen de ella. Habla sobre él, que irá en el verano, que tiene un nuevo hijo o un nuevo auto, que está a punto de terminar de pagar su casa…

Fue un viernes. La biblioteca se cerró, como siempre, a las nueve de la noche. La universidad estaba oscura, pocos, muy pocos estudiantes deambulaban por los pasillos. Al salir sentí un impulso; impulsos como ése no me daban desde hacía varios años. No me fui al departamento de inmediato. Nadie me esperaba. Quise ir a dar una vuelta al centro, beber algo, ver gente. Tomé el metro y descendí en Bellas Artes, comencé a caminar sobre Eje Central hacia Garibaldi. En República de Cuba me encontré con mucha gente, todos más jóvenes que yo. En una de las aceras había una enorme cantidad de indigentes, sucios y borrachos, trataban de consolarse del frío y la humedad (había llovido) cubriéndose con cajas de cartón abiertas por la mitad. De las ramas de algunos de los árboles pendían las últimas gotas de lluvia.
      Llevaba en la cartera el pago de toda una quincena. Decidí cambiarla de sitio, en lugar de llevarla en la bolsa trasera del pantalón me la coloqué en una de las bolsas delanteras para irla sintiendo de vez en cuando. No había tomado en cuenta eso, me habían pagado en efectivo porque hubo problemas con la nómina. No podía darme el lujo de perder todo ese dinero, tenía pagos pendientes. Entré en un bar tan sólo para entrar al baño y sacar unos cuantos billetes y dejar la cartera sepultada en el fondo de mi bolsa, debajo de un pañuelo. Y comencé a beber.
      Los hombres estaban reunidos en grupos, la mayoría parados. Los bares atestados de gente: mujeres, hombres, travestis, había de todo. Las banderas con el arcoíris ondeaban en las entradas de los negocios y bastaba echar una rápida mirada a través de las puertas abatibles para saber qué clase de lugares eran: los hombres bailaban entre sí. Nunca he tenido prejuicios especiales con esa clase de personas. Cuando era más joven, incluso, probé en un par de ocasiones, con resultados desfavorables. Con las mujeres la cuestión no fue especialmente buena, por algo vivo solo… Pero al menos con ellas tengo la ventaja de saber, más o menos, cómo tratarlas.
      Mirna solía decir que yo cogía con fórmulas. Hacía con ella lo que debía hacerse según las películas pornográficas que mi hermano tenía escondidas entre la base de madera de su cama y el colchón donde dormía. Las vi muchísimas veces y ensayé con una almohada cuya funda quedaba tiesa después de tres o cuatro rounds de aprendizaje. Pero una mentora, lo que se dice, una mujer que me haya enseñado cómo hacerlo, que haya sido lo suficientemente abierta como para decirme cómo y por donde y a qué hora, nunca la tuve. Si papá no se hubiera marchado aquella mañana de septiembre, tres días antes de mi cumpleaños número diez, tal vez él me habría podido decir algo al respecto, pero no fue así y ni hablar.
      Había hecho lo que podía con las tres mujeres con las que mantuve relaciones frecuentes. Mirna me dejó porque se embarazó de un tipo que entregaba agua potable en su edificio. Blanca siempre se ponía a llorar después de nuestros encuentros porque decía que yo sólo la utilizaba; a ella la dejé yo, cansado de tanta lágrima inútil. Y a Marisol, una compañera del trabajo, la tuve por mero azar, estaba casada con un hombre que fue subiendo de peso poco a poco; al final, cuando ella comenzó a seducirme en los pasillos de la biblioteca, llevaba años sin tener contacto con él.
      Las noches en las que nos quedábamos juntos en un motel de Tlalpan, ella solía hablar de él. De cuánto comía y lo que hacía. Era diseñador y no salía de su casa, trabajaba desde ahí. Cuando lograba vencer la pereza para salir del edificio en Miramontes, donde vivían, era porque se había terminado la comida del refrigerador. Cuando no estaba frente a la computadora, empeñado en sus trabajos, se la pasaba acostado en la cama, enfrascado en videojuegos interminables que lo desvelaban hasta las cuatro o cinco de la madrugada. No tenían hijos ni mascotas. Lo único que a ese hombre le apasionaba, además de la comida, era la consola de videojuegos.
      Fuimos amantes durante tres años. Un día ella se cansó de mí. Se armó de valor y dejó al esposo y regresó a Guadalajara. Ella fue la última estable. Las demás han sido paradas fugaces. Una alumna de derecho y otra de arquitectura. Feas, la primera dientona y chaparra, casi una enana. La segunda muy alta y demasiado flaca, con la piel amarillenta y unos lentes de pasta sobre unos ojos saltones.

 

No sabía, pues, lo que aquella noche buscaba en los bares del centro. Sólo diversión, suponía yo. Me senté en la mesa de un bar y como a la hora, cuando ya empezaba a sentir los embates de la cerveza negra, vino el show de travestis. Los hombres se animaron, corearon las canciones y aplaudieron como si no hubiera mañana. Poco después, cuando estaba a punto de acabarme los billetes que había apartado de la cartera, se acercó un muchacho. Diez años más joven que yo, calculé en ese momento. Después supe que le llevaba doce años y que era fotógrafo. Me invitó a sentarme con él y sus amigos en una de las mesas. Sus amigos celebraron mi llegada con aplausos entusiastas que más que a mi persona se debían a la excitación del alcohol. Seguimos bebiendo y comenzamos a pasarla muy bien. Todos eran divertidos, sonrientes y amables. Me enteré de sus vidas. Uno quería ser cineasta, otro iba a ser la estrella de esas películas pues tenía la actuación en la sangre, le corría por las venas, su abuela, una catalana exiliada en México, había sido una extraordinaria actriz de la que ya nadie se acordaba, salvo él. Moisés, el muchacho de cabello negro que se me había acercado e invitado a la mesa, era el más callado del grupo. Lo veía todo con mirada atenta y se reía de las ocurrencias de los demás, pero no participaba mucho en las chanzas.
      A esas alturas de la noche no me importó sacar la cartera y pagar otra ronda y después otra y luego una última. Moisés se me pegó mucho y hasta puso su mano encima de mi rodilla. Yo seguía bebiendo, veía las luces del local tan llenas de vida, tan dinámicas, y a la gente tan alegre que me sentí contagiado por la atmósfera.
      Tenía pensado irme solo. Pero Moisés se despidió de sus amigos y se ofreció a acompañarme. Tomamos un taxi. Recuerdo haberme quedado dormido en el trayecto. El taxista dio varias vueltas alrededor de mi colonia porque aunque recordaba el nombre de mi calle, no podía guiarlo. Por fin encontramos la calle y el número.
      En el departamento, Moisés se quedó parado en la puerta, indeciso. Me dijo que se iba, llamaría a un taxi. Fui yo quien insistió en que por favor no se fuera. Le dije que deseaba que alguien estuviera conmigo en la mañana, aunque se tratara de él. No se ofendió por lo que dije. Cerró la puerta del departamento y me condujo a la recámara. Me desvistió, se zafó los pantalones y durmió a mi lado. Entre sueños recuerdo su boca en la mía, su aliento caliente y su lengua. Entre sueños, también, mis manos torpes buscando la manera de darle lo que buscaba. Al final me quedé dormido sobre su vientre y en algún momento de la mañana se vistió y se fue. Cuando desperté, todo en el departamento estaba intacto. Mi cartera, mi celular, las llaves. No faltaba nada. Me estaba bañando cuando sonó algo.
      Salí con la toalla enredada en el cuerpo y comencé a buscar entre las sábanas. Cerca de la cama había un celular, no era el mío. Cuando respondí me sorprendió la voz de Moisés. Te dejé mi celular porque no tenía tu número, dijo. Pensé que lo habías olvidado, respondí. No, aclaró él, lo dejé a propósito, para llamarte. ¿Te paso a ver? Sí, le dije con una voz apenas audible. Media hora después sonaba el timbre de mi casa. Antes de abrir la puerta fui al baño y me pasé la mano por la cabeza, abrí la boca, vi mis dientes y saqué la lengua.
      Esa tarde todo fue un desastre. No podía creerlo, me sentía tan nervioso con él. Pusimos una película y algo en mi piel se estremeció cuando colocó su mano encima de la mía, aguanté poco tiempo, la moví con desenfado, no quería que se diera cuenta que todo aquello era extraño para mí. Sentía que no era yo el que le abría la puerta a un desconocido de voz aguda y que se tambaleaba sobre sus tenis como si estuviera caminando en tacones. Delgado y blanco, con una barba castaña, bien recortada.
      El primer beso fue lo más difícil, después me dejé llevar, cerré los ojos y me permití sentir. El asco que al principio me producía se fue haciendo más lejano y en su lugar quedó el resabio de su saliva contaminada por el tabaco. Y luego el placer. Mirna tenía razón, lo hacía con fórmulas.
      Ahora, de vez en cuando, Moisés me espera en la puerta de la biblioteca y caminamos juntos hasta la estación del metro. Hablamos de su familia y de sus hermanos. Los dos que tiene son más jóvenes que él, y la convivencia no siempre es sencilla. Dice que cuando era niño su mamá no lo dejaba subirse en las camas de sus hermanos, siempre los separó. Tal vez, me dijo en una ocasión, desde entonces ya se daba cuenta…
      Han sido pocas las noches en las que se ha quedado a dormir. Prefiere venir a verme y marcharse a eso de la medianoche porque le gusta despertar en su cama. A veces, cuando entro al baño o voy a la cocina y sé que él está en la recámara esperándome, me dan ganas de decirle que no se vaya esa noche, que se quede conmigo. Entiendo entonces a lo que se refería mamá con tenerle miedo a los extraños, porque poco a poco y sin que uno se dé cuenta, pueden volverse necesarios. 

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