No llovía con frecuencia en la ciudad, por fortuna para sus habitantes. La capital no entendía de agua, entendía solamente del calor sofocante y perturbador, capaz de alterar los ánimos del más templado. Con lluvia, ella era como Venecia pero sin un ápice de su elegancia. Ríos en vez de calles, sí, pero a falta de góndolas había islotes de basura flotante buscando un desagüe donde trancarse, en un último acto de rebeldía contra esos seres despreciables, incapaces de darles el destino que les correspondía.
La crueldad como consecuencia inevitable del egocentrismo local parecía manifestarse con mayor lucimiento en los días de lluvia. Accidentes de tránsito en cada esquina, seguidos por interminables discusiones que las gotas de agua diluían al igual que las siluetas de edificios de por sí descoloridos. Cadáveres de perros atropellados y gatitos bebés abandonados en cajas cerradas con cinta de embalar morían, olvidados, su húmeda y penosa muerte.
Ni siquiera los objetos se salvaban de la desconsideración humana en los días de lluvia. Fácil era ver en medio del asfalto encharcado zapatillas huérfanas de su otra parte, un gorro de propaganda desgastado o un pañuelo de hombre que ninguna mano osaría volver a levantar. Incluso él, que había sido un trabajador de la lluvia, se encontró esa mañana gris con su triste y último destino.
La mujer había soltado una exclamación de fastidio cuando él fue vencido por el viento que quebró sus débiles varillas. Malditos chinos y su falta de respeto hacia todo y todos. ¿Por qué lo construyeron así de frágil? ¿No entendían acaso que los objetos también sentían apego por sus dueños y sufrían al ser descartados? ¿Cómo podría comprender esa gente lo que significaba ser desechado al costado de un árbol tan triste como él, entre palabrotas y quejas susurradas por lo bajo?
Cierto, él sabía que no había sido un buen día para ella. Que había discutido con su marido porque la plata no alcanzaba para pagar las cuentas. Que por causa de la lluvia estaba llegando tarde a la entrevista de trabajo. «¡Y encima esta porquería viene a romperse justo ahora! ¡Día de mierda!».
No era su culpa… ¡No era su culpa! Eso pensaba el paraguas mientras caía, cuando aquellas dulces manos que tantas veces lo habían aferrado lo soltaron, ya por última vez y para siempre. Él nunca habría querido abandonarla en un momento así, habría deseado acompañarla, ¡por supuesto!, como cuando los tiempos eran buenos y los besos bajo su lona azul que los resguardaba de la lluvia no eran solamente un recuerdo cursi y casi infantil.
Un recuerdo, un sueño demasiado grande para algo como él. El hecho de que ella ni lo mirara cuando volvió a pasar por el mismo camino, de regreso al sitio de donde vino, con el rostro abatido y los ojos acuosos, era la confirmación de que ya lo había olvidado. Y fue entonces que comprendió que estaba muerto. Pero la muerte de los objetos es muy diferente a la de los hombres. Y se quedó ahí, esperando vaya Dios a saber qué, invisible a la fría indiferencia de los peatones que pasaban a su lado quejándose de todo. En especial de la lluvia.
No mucho tiempo después, un fatigado trabajador municipal lo levantó y lo arrojó al abismo del camión, mientras se quejaba entre dientes de la gente que tira cualquier cosa en cualquier parte y también de la lluvia.
Y cuando el vehículo recolector se detuvo en una esquina, justo antes de que se accionara el mecanismo de compactación, el paraguas muerto se entristeció una última vez por ella. Por ella, a quien imaginaba llorando sola bajo las frías gotas en el banco de algún parque, sabiendo que la entrevista había fallado una vez más. Por ella, a quien —de seguro— las lágrimas no le permitían ver aquel pedacito de cielo, a lo lejos, donde las nubes empezaban a disiparse.