Hace algunos años vi una representación de «Catedral » . La adaptación del cuento de Carver se daba dentro del marco de algún festival de teatro patrocinado por el gobierno de la ciudad. Las entradas para los espectáculos de mayor renombre suelen agotarse en minutos, claro, dando por supuesto que alguna vez fueron puestas a disposición del público, por lo que la oferta se reduce considerablemente en poco tiempo. Los teatros de barrio se colman de un modo inimaginable y vale decir que las obras allí representadas hacen agua por casi todos los costados. Ambición y posibilidad, deberían conjugarse de un modo más armónico. Shakespeare, por ejemplo, debería quedar absuelto de ser representado por las compañías de teatro de barrio. Pero si estoy hablando de la adaptación del cuento de Carver es porque, en una sobremesa, varios escritores y críticos desmenuzaban su obra como si fuese un simposio internacional y no, como era, una sobremesa en un restaurante sórdido del Abasto. Si hubiese podido sustraerme de mi silencio, hubiese hablado de esa adaptación que, a mi juicio, bien merecía los aplausos que todos prodigamos al final. Los más obvios —debo confesar que de haber hablado, de haber salido del mutismo en el que me encontraba, yo hubiese sido uno de ellos— comentaban el affaire con su editor. Digo affaire, pero empleo mal el término: debería haber usado la palabra asunto. Entonces, los más obvios comentaban el asunto de su editor e intentaban, de alguna manera, desmerecer el talento de Carver y ponderar las virtudes de su editor. ¿Resultará obvio, también, para quien lea estas páginas, que entre los que abonaban esta teoría se encontraban más críticos que escritores? Yo permanecía en silencio. Cuando los comentarios sobre un autor desvirtúan una sobremesa tiñen el momento de un esnobismo chato al que me gustaría espabilar de algún modo. Pienso que bastaría con escarbar el hueco de mis muelas con un palillo y escupir los restos sobre el plato de otro. El motivo de mi silencio era la silla vacía a mi lado.
Una mujer, a pesar de mi pésima predisposición, comenzó a hablar de los procedimientos de proyección que solía utilizar Carver. Y que eso, junto con la ausencia de sentimentalismo, esa limpieza de adjetivos, proporcionaba la potencia tan característica de sus cuentos. No había partes, decía, sólo hechos. Ella veía en el cuento «Conservación » una fórmula que ya había repetido en sus anteriores libros. En este cuento en particular se corre el verdadero eje para terminar hablando de cuestiones banales. Se discute la forma o las posibilidades de arreglar una heladera, pero lo que esconde esa charla, en apariencia, técnica, es la posibilidad de resolver un matrimonio. Resolverlo de un modo definitivo: quedarse o separarse. Mientras esta mujer complejizaba su vocabulario para que esa idea simple pareciese un verdadero hallazgo, el mozo trajo dos cervezas dentro de una cubeta de hielo. La idea había sido de uno de los críticos. Inmediatamente pensé, de nuevo, que ambición y posibilidad deberían conjugarse de un modo más armónico. La cubeta de hielo me transportó a un episodio ocurrido algunos meses antes.
La mesa se debatía en una discusión teórica sobre la elección del postre: ponderaban las virtudes del flan por sobre las del budín de pan, se contradecían y exaltaban el crocante del almendrado ante la ausencia de emociones que provocaba una casata semiderretida. Ese episodio ocurrido algunos meses antes había ocurrido en Perú, compartía ciertos procedimientos carverianos y tal vez pudiese escribir un cuento con él. Acaricié la felpa de la silla vacía a mi lado.
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Doce años después de mi primer viaje a Perú, decidí volver. Elegí los mismos destinos que la primera vez. No era lo recomendable —no se vuelve a donde uno fue feliz— pero me seducía la posibilidad de testear mis recuerdos. Ya había pasado por Lima, Puno, las playas del norte y me quedaban unos días para disfrutar del Cusco. En un bar cercano a la estación, justo en la mesa contigua, un grupo de guías turísticos compartían botellas de cerveza. La camarera les había traído un balde de plástico lleno de hielo. El balde olía verdaderamente mal. Daba la impresión de que el olor provenía de viejos vómitos que habían logrado fijarse sobre la sustancia porosa de las paredes del plástico y de que todo tipo de enjuague y productos químicos eran estériles en sus intentos por desodorizar el recipiente. Ese detalle no importaba para los guías que se animaban a meter la mano dentro del agua helada para alzar del cogote las botellas, servirse, brindar y beber. Fui convidado por los guías, que festejaban mi nacionalidad como si verdaderamente importase, y después de la cuarta o quinta botella yo mismo ya hundía la mano dentro del balde. Chimy, uno de los guías, prometió conseguir pases para el Machu Picchu a precio de local. Si bien no tenía pensado someterme a esa caminata de cuatro días, la diferencia de dinero hacía que resultara tentadora y me obligaba a una aventura no programada. Cerca de las cuatro de la mañana, esa misma noche, Chimy pasó a buscarme por el hotel.
Chimy sentía una mayor responsabilidad por mí que por el resto del grupo. Tal vez se sintiera culpable por haberme casi obligado a realizar la travesía y ése fuera el motivo por el que se acercaba con cierta periodicidad a entablar conversaciones conmigo. Me confesó que por culpa de la borrachera del día anterior no había hecho tiempo para teñirse el pelo. No era un detalle menor. La compañía para la que él trabajaba lo obligaba a pintárselo de negro, para disimular el paso de los años. No quieren guías viejos, me dijo. No les importa que sea parte de la comisión de restauración arqueológica: no quieren que tenga canas. Para Chimy, eso resultaba normal. Sabía que la compañía para la cual trabajaba había obligado a usar peluca a guías con peladas franciscanas. Durante las caminatas, Chimy solía apartarse para seleccionar unos yuyitos escuálidos que crecían al costado del sendero. Cuando finalmente lograba una cantidad aceptable, los trituraba entre sus manos para liberar un pigmento pardusco que servía para disimular su olvido.
Después del último almuerzo, los porter partieron con rapidez hacia el nuevo campamento. Me quedé con Chimy con los pies apenas sumergidos en un pequeño arroyo de montaña. Además del color de pelo, no entiendo las razones por las que me pedía consejos para la caída del cabello. Tal vez creyera que tenía cierta información ancestral sobre cómo revertir la alopecia. Recordé unas plastas que solía aplicarse un amigo mío, pero dudaba que tuvieran algún efecto positivo. Me sentí en la obligación de decir algo. Le dije que licuara la gelatina del aloe vera con azúcar, un poco de alcohol y semillas de sésamo. Anotó los ingredientes en una libretita. Es que desde hace un tiempo, dijo, se me cae todas las noches un puñado y ya no sé qué hacer.
La historia de procedimientos carverianos. Chimy me contó de su perro. Dijo que era negro y recordó el día exacto en que lo encontró dentro de una caja de cartón al costado de la vía. Ya de joven, dijo, tenía una matita blanca en la barba. A pesar de los manchones sin pelo que tiene en el lomo a causa de una infección —intuyo que fue sarna— siempre ha sido un perro hermoso. Durante años lo ha cuidado él solo, aun cuando permanecía meses fuera de su casa. Se encargaba de colocarlo en la casa de algún amigo, en la de su hija, en la de su primera esposa. Todos, remarcó, adoraban a ese perro. Era la hora de levantar campamento y proseguir la entrada a la ciudad oculta, pero Chimy no podía levantarse. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Todos adoran a ese perro, dijo, y ahora está solo, se va a morir solo.
Omití ciertos datos en la historia del perro, que ahora completo y hace que el efecto carveriano sea eficaz. La primera esposa de Chimy murió de un cáncer. Sus padres, ocultos bajo la tierra de un alud que se desprendió de la montaña un año antes. Su segunda esposa, desapareció junto con su segundo hijo y desde hace años que no sabe nada de ellos. Su hija lo culpa de la muerte de su primera esposa. Sus amigos, en realidad, eran parientes de su primera esposa, ya que él, oriundo de Pucallpa, llegó al Cusco con una mano atrás y la otra adelante, y todos, sin excepción, decidieron actuar como si Chimy fuese un fantasma. Ahora está solo, repite, se va a morir solo. El desamparo de su mascota le da pánico.
No lo pensé esa noche de luna llena. Lo pensé luego de esa sobremesa en el Abasto. Es probable que Chimy ni siquiera tuviese perro. Podría escribir una historia carveriana sobre la soledad y el desamparo. Podría intentarlo, pero no tengo su talento. Me saldría algo como esto. Perdón.
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Ningún postre acabó por conformar a los escritores y críticos. Decidimos caminar hasta la heladería más cercana. Era el único que conocía el camino pero iba detrás, fumando solo, e indicaba con gestos cuándo y hacia dónde doblar. Intenté imaginarme al perro de Chimy y sin quererlo hice un repaso mental de los perros que habían pasado por mi vida. Recordé a Bernao, un perro salvaje que merodeaba un campo que yo solía cuidar. Fue arrollado por una autobomba y además de partirle varios huesos, el golpe en la cabeza había sacado uno de sus ojos de órbita. Con mis manos lo había devuelto a su lugar.
Haber pedido sólo dulce de leche fue motivo de burla entre los críticos y escritores. Muy por encima, porque yo ya estaba sumido en el recuerdo de otro perro, oí que preparaban una nueva teoría sobre las implicancias de las elecciones en los gustos de helado. El heladero había colocado dos cucharas sobre la montaña de dulce de leche. Tomé una y dejé que la otra cayera sola. Esta otra historia, sobre otro perro, también me pareció carveriana. La cosa fue así.
Tuve un encuentro fortuito con un amigo de la infancia. Desde hacía algunos años que la frecuencia con la que nos veíamos o compartíamos cosas había ido disminuyendo. Es así, son cosas que pasan. Las circunstancias, a veces, o casi siempre, nos arrollan. Fuimos a tomar una gaseosa a un bar de abogados cerca de Tribunales. Me contó que hacía un año había adoptado un perro y que ése había sido el único modo de sofrenar las ansias de maternidad de su mujer. El perro resultó una pesadilla. Durante meses atribuyeron la energía desmedida a su corta edad. No hay forma de que pare, dijo mi amigo, no para, nunca, no entiende. Después de algunos estudios, le diagnosticaron que una glándula de su pequeñísimo cerebro segregaba una sustancia inocua en exceso; eso apretaba su cerebro y lo hacía comportarse como un perro desquiciado. El único paliativo era suministrarle diuréticos de rápida acción para que el perro desechara todo ese líquido. El detalle que hace que esta historia tenga un giro es el siguiente: mi amigo y su mujer tienen problemas de dinero, trabajan en contraturnos, por lo que no logran verse casi nunca y casi nunca, tampoco, tienen crédito en el celular. Por lo que no saben, a ciencia cierta, cuándo ni quién le aplicó el diurético. Si la dosis es demasiado alta, el perro puede morir deshidratado en cuestión de horas. Si la dosis es baja, la presión cerebral puede hacer que la pared de una vena ceda y la muerte del cachorro sería inminente. El dato omitido en esta versión de la historia es que mi amigo y su mujer atraviesan una crisis matrimonial.
Lo que pensé luego de esa sobremesa en el Abasto, mientras veía que la cuchara se desprendía de la montaña de helado, es que Carver —o su editor— podría haber escrito una preciosa historia. No haría falta inventar nada, sólo sería cuestión de encontrar el punto de vista. Podría escribir una historia en la que el perro encarna al matrimonio y el lector ve cómo el cachorro, poco a poco, va enloqueciendo hasta finalmente morir. Podría intentarlo, pero no tengo su talento. Me saldría algo como esto. Perdón.
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Después del helado, algunos de los críticos y escritores decidieron ir a tomar cerveza a un centro cultural cercano. Desistí, me subí a un taxi y fui directamente a mi casa. Estuve horas frente a la pc intentando escribir alguna de esas dos historias. En realidad, lo que hice, durante esas últimas horas, fue repensar las razones por las que las ideas sobre los procedimientos de Carver lograron escabullirme del sopor y del odio repentino al esnobismo. La razón puede ser —es— la silla vacía a mi lado en esa sobremesa del Abasto, la otra cuchara en el montón de helado que se cae al suelo. Se me hizo obvio que me interpelara de un modo particular el cuento de Carver que le confiere a una heladera el poder de definir el futuro de una relación sentimental. Me pareció fascinante cómo funciona la percepción selectiva. De todos los estímulos en esa sobremesa, entre los cuales destaco los ojos felinos de una de las críticas, la cocción de la carne, la felicidad de un amigo por su reciente publicación, consejos sobre cine rumano, recetas sobre pócimas ancestrales energizantes, entre todos esos estímulos me quedé con el proceder estructural del cuento de Carver. Pienso en la heladera de Carver, en que todo se pudre, en que antes, todo, incluso el amor, duraba más. Pienso en el perro de Chimy y siento el hambre de un perro abandonado, lo imagino acurrucado en algún rincón para conservar el calor. Pienso, también, en el perro de mi amigo persiguiendo su propia cola. Y hago la llamada telefónica que debería haber hecho meses atrás. Suena dos, tres, cuatro veces hasta que aparece la voz de una mujer que me da indicaciones para dejar un mensaje. No sé qué decir. Respiro hondo. Pienso en «Catedral » . En la empatía y en la felicidad de poder mostrarle un mundo vedado al otro. Digo: Lo intenté. Me salió esto. Perdón.