Preparatoria 17 / 2014 B
—Yo tenía una amiga llamada Yessica, dije.
Mi voz temblaba, balanceándose hacia todos lados. Ella era una chica normal, continué, tomaba clases conmigo en el colegio de señoritas. Su cabello era muy largo y radiante, así que era toda una belleza. Pero, a pesar de eso, era una persona muy simple en el fondo.
Inhalé y espiré, intentando no pensar en todas las miradas que se enfocaban en mí.
—Pero, bueno, sé que ustedes no vienen para saber eso —murmuré quedito. Hubiera deseado no tener un altoparlante para que nadie me escuchara.
—Un día de tantos, me invitó a su casa. Íbamos en el turno vespertino, por lo que le avisé a mi mamá que me quedaría a dormir. Su familia era tan amable como ella, y me dieron chocolate con galletas para cenar. Recuerdo que cuando estuve por primera vez en su cuarto me pareció muy bonito. Había estantes coloridos, una cama con un cobertor gigantesco, y montones de peluches y vestidos haciéndose competencia. Parecía uno de esos cuartos para princesas. Se rió de mi alboroto, y comenzamos por ver una película.
Fue por la noche cuando me di cuenta de algo extraño. Quizá para ustedes no resulte raro que en un cuarto no haya ninguna almohada, argumenté, pero yo, que suelo dormir bajo montones de ellas, lo noté apenas me había envuelto con una cobija, así que después de pensarlo un momento, decidí despertar a Yessica. Cuando la vi hablarme entre suspiros de agotamiento me avergoncé un poco, pero igual pregunté.
—Oye… ¿no tienes alguna almohada?
Estaba tan avergonzada que creí que se reiría. Pero no se rio. Se me quedó viendo de forma extraña, como si mis palabras fueran de otro mundo.
—¿Una qué?
—Una almohada —dije.
Frunció las cejas, pareció incluso que la que venía de otro mundo fuera yo. Un mundo donde no existían las almohadas. Me pidió que le describiera una almohada y lo hice. Se quedó pensando largo rato mientras yo observaba sus largas pestañas. Al final, quizá picada por la curiosidad, dijo que fuéramos con su madre a preguntar. Su mamá trabajaba en una pastelería en la planta baja, y a esas horas seguía despierta. La encontramos poniendo una gran cantidad de bollos en el horno. Nos saludó, besó nuestras mejillas y le sonreímos. Fue Yessica la que le preguntó, pero su madre cambió su expresión y me miró de pronto con recelo.
—Aquí no hay ninguna almohada —sentenció. Tanto yo como Yessica quedamos desconcertadas, pero como no queríamos incomodarla, regresamos a nuestra habitación.
No podía dormir, mi cabeza estaba puesta sólo sobre la cama dura. Pronto me di cuenta de que ella tampoco podía dormir sin una almohada imaginaria.
Guardo silencio un momento y los médicos me miran con inquietud, me miro las manos y deseo tener venditas en ellas mientras hablo.
Entonces recordé que traía una almohada pequeña en mi mochila.
—¡Qué tonta! —le dije a mi amiga, y ella se emocionó tanto como yo. Una vez que la saqué de la mochila, ella la miró de forma mágica. No sé cómo explicarlo, simplemente la observó de esa manera. Me preguntó si ella podía quedársela y casi inmediatamente, como si la hubieran hechizado, se echó a dormir arriba de ella.
—¿Y dices que ya no despertó?—Me pregunta alguien en la multitud.
—No —respondo quedamente. Todos en la habitación me miran la ropa, como pidiendo indirectamente que les diga la respuesta a sus investigaciones.
—¿Y cómo fue que…?
—Cuando desperté —comienzo a decir alteradamente—, su madre estaba ahí, al lado de Yessica.
—¿Sabes por qué no usamos almohadas? —me dijo—. Porque nos hacen recordar lo que somos en realidad. —Y entonces me atacó.