Adolfo Bioy Casares. El centro del bosque y la ilusión de una isla / Silvia Renée Arias
100 años de Adolfo Bioy Casares
Verano de 1927. Adolfo Bioy Casares, que no ha cumplido aún catorce años, celebra la culminación de su primer año de colegio secundario disfrutando de la naturaleza, alejado de la humanidad. Adolfito piensa en miles de aventuras leídas o imaginadas: una región montañosa, un valle al reparo de los vientos al que un hombre llega y se sienta a descansar. Como él mismo en las arduas clases del Instituto, ese individuo ha estado meses enteros atravesando un tupido bosque, habitado por bestias feroces (los temidos profesores). Esa llanura es su refugio. Para Adolfito, lo es la posibilidad de escribir, de internarse en ese océano maravilloso que es para él la literatura, según escribe en su cuaderno: «Un maravilloso océano al que quiero beber de un trago».
Casi setenta años más tarde, un anciano Adolfo Bioy Casares escribe en el cuento «Tripulantes» la historia de un hombre que llega en un bote a una costa de un país desconocido. La idea no es inédita en su obra, claro. A sus veintiséis años, en 1940, ha escrito una novela que muchos —y el primero es su gran amigo Jorge Luis Borges— califican como «perfecta»: La invención de Morel. En esta historia, un fugitivo llega a una isla, cómo no; cuando de un momento a otro ésta se puebla, el hombre se esconde, se mantiene alejado en los bajos que inundan las mareas…
Si es verdad que el mito de una vida está oculto dentro de la obra de todo escritor, la tarea de asociar la vida y la obra de Adolfo Bioy Casares resulta en la evidente confirmación de esa premisa. Ya en sus primeros cuentos —de cuyas publicaciones iba a arrepentirse— estaba, más allá del detritus verbal, como bien observó Marcelo Pichon Rivière, el germen de su creación. Quien sería su esposa, la escritora Silvina Ocampo, con su modo único de expresarse, dijo una vez, al ser consultada por los libros que más le gustaban de Bioy: «Todos, hasta los primeros, por ser los primeros reflejos de un gran resplandor». Justas palabras. Ya entonces había un bosque, al que misteriosamente el narrador de una de sus aventuras llegaba por una escalera que se brindaba a ocultarlo bajo tierra. Un bosque al que volvía a su merced, con cariño, con hambre. Podía caminar para todos lados, sin temor de que se acabara su misterio. Y, porque le habían enseñado que la Tierra era redonda, pensaba que ese bosque tenía fin. Siempre estaba uno en el centro del bosque; es decir, él estaba en el centro del bosque, lo cual patentizaba la verdad de su aseveración sobre su muerte, que no sería suya, sino del Todo menos él. Y cuando buscaba apoyo dentro de él, encontraba el desierto en que todo perecía despacio, el desierto de la estupidez. Para el Bioy adolescente, el silencio tenía forma de fosa.
En la vida cotidiana de este joven que se consideraba, ante todo, un deportista (practicaba boxeo, atletismo, fútbol, tenis), sucedía la soledad, también la incomprensión, del mismo modo que el rechazo.
La soledad era la de un niño que todos los días de su vida temía perder a su madre. Con los años aludirá a este sentimiento en sus cuentos, como en «Incesantes naves», incluido en Luis Greve, muerto, publicado en junio de 1937: Lo que sentía no era solamente miedo de que su madre no volviera y menos de que a él le sucediese algo, sino sobre todo la horrible presencia de la falta de su madre y el miedo de sentirla. Una madre —Marta Casares— que le lee poemas de Mitre y le refiere «historias de animales que se alejan de la madriguera, corren peligros y, tras muchas aventuras, vuelven por fin a la seguridad de la madriguera». ¡Qué fascinación, los peligros que acechan y la posibilidad de volver al lugar seguro! ¡Qué maravillosa la leve ansiedad que le transmite el héroe de esta novela titulada El Quijote, que se aleja de su aldea y de los suyos para salir en busca de aventuras!
Pero no siempre es segura la «madriguera». Muchas veces, solo en su cuarto, lo invade la consternación mientras le llega el eco de la música que ejecuta una orquesta y de una multitud, las muchas risas de las señoras y los caballeros que asisten al baile que se ofrece en su casa. No soporta esas risas. ¿Y el universo? ¿Qué hay más allá? Y más acá, incluso, cuando por las tardes vienen visitas a la casa de la Avenida Alvear, personas grandes o chicos, y él está en su cuarto y lo llaman para que se presente… ¿Cómo hace para vencer algo muy profundo que lo acosa, esa especie de temor?
Un temor que lo atrae, sin embargo, tanto como el espejo veneciano de tres cuerpos que su madre tiene en el cuarto de vestir, y en cuyos bordes contra el marco de madera hay encajadas fotografías de personas muertas, entre ellos su abuelo. Todo se multiplica mágicamente en el espejo, con vertiginosa repetición. Fue como si de golpe me hubiera encontrado entre las hojas de un espejo de muchas hojas, rodeado por la multitud de imágenes que hay en los múltiples fondos de los espejos de muchas hojas, escribirá en «El suicida», varios años después. Y también en «Una puerta se entreabre», sólo por mencionar otro ejemplo, pasados sus ochenta años de vida, Bioy se refiere a un espejo que hay en un armario de tres puertas. Una visión que le había producido también un deslumbramiento capaz de inventar una máquina que lograra la reproducción artificial del hombre, porque para Bioy, «ver» era la mayor prueba de la existencia de algo, y aquella «honda e infinita perspectiva» le daba la prueba de que existía algo que no existía.
Sucedía la incomprensión. No quería ser abogado, como su padre, el Dr. Bioy. Sólo amaba la literatura. Si eso significaba «constreñir» su «vida a la modestia», como escribió por entonces, se conformaría «con lo justo para subsistir». Y cuando hubiera vivido un poco se iría «al campo, lejos, a producir muchos libros». ¡Cuánto más feliz que en el colegio se sentía leyendo a los novelistas rusos y, también, con deslumbramiento, a Berkeley y a Hume, y la Divina Comedia! «Todo esto sin contar que era una persona tímida, obnubilada por los nervios, y no podía presentarme ante la mesa examinadora sin haber estudiado intensamente cada una de las materias», recordaría.
Sucedía el rechazo. Era bien parecido, le decían que era inteligente, pero no lograba inspirar el amor de las mujeres: «Frente a ellas me explico los sentimientos antes de tenerlos», escribe en su cuaderno. Ya está aquí ese inconcebible enemigo: la incomprensión humana. «Siempre estamos un poco aislados, siempre la comunicación es imperfecta», supo decir. La imposibilidad del amor, también, reflejada en esa tragicomedia que resulta Dormir al sol, novela que trata del doble, del cuerpo y del alma; de un trasplantador de almas que pasa la de una mujer a una perra; el tema de la aspiración imposible de que cuerpo y alma concuerden con lo que uno desea de la persona amada.
Alguien observó que todos los fantasmas, en los libros de Bioy, son mujeres, empezando por la bella Faustine de La invención de Morel. En efecto, en las historias de Bioy, la mujer amada es inalcanzable, está siempre lejos (Faustine en La invención de Morel; Diana en Dormir al sol; Daniela en «Máscaras venecianas»; Paulina en «En memoria de Paulina»; Carlota en «El Nóumeno»).
El amor es un bien que se busca incansable, inútilmente. No es casual que uno de los libros de cabecera de Bioy Casares —más allá de admirar su prosa sencilla, sobria, que también sería la suya— fuera el espléndido Adolphe, del francés Benjamin Constant: la tormentosa historia de un joven que desea poner fin a una relación de cuatro años con Ellénore, diez años mayor que él. Don Juan introspectivo, héroe romántico por su gusto por la soledad, por el sentimiento de la fatalidad y por sus contradicciones, sensible pero incapaz de pasión, débil de voluntad, Adolphe esquiva sus responsabilidades, vive sólo ocupado de sí mismo. Su historia no es otra que la del desamor. Para decirlo de una vez, la aventura intelectual, como bien supo verlo su gran amiga, la escritora Vlady Kociancich, era para Bioy más interesante que la aventura emocional, que los devaneos y las incomodidades de eso que se llamaba amor y que en su temprana juventud lo hundió en la humillación de no ser correspondido.
El aislamiento se erige entonces como la posibilidad de escapar de una rutina dolorosa, pero también como ámbito donde es posible conocer a los otros y, sobre todo, a sí mismo. En sus relatos, los personajes (como él mismo en su vida tantas veces, con la ilusión de que todos los problemas se resolverían a su vuelta) emprenden viajes. Si él visita Europa tantas veces como le es posible y se recluye en su paraíso, su estancia Rincón Viejo, a poco más de doscientos kilómetros de Buenos Aires, o bien en la casa de la balnearia Mar del Plata, sus personajes se trasladan a una quinta, a una vivienda en la costa («La obra»); a una playa desierta («El gran serafín»), a un país exótico, a una isla… Sus personajes pueden abrir una puerta y dar a otra realidad; a otro siglo, incluso («El otro laberinto»). Se trepan a aparatos que los llevan a la estrella más lejana, que se encuentra sobre una plataforma de piedra blanca. Se dirigen incautos y exaltados, en una nave espacial, a un planeta desconocido. Realidades misteriosas, pero también cerradas, que albergan el peligro: una habitación de clase media (las novelas Diario de la guerra del cerdo, El sueño de los héroes), un cuarto de hotel («Clave para un amor», «Un viaje o el mago inmortal»), un avión de pruebas («La trama celeste») o un presidio isleño donde los condenados se liberan por medio de la alteración de sus sentidos (Plan de evasión).
Sin embargo, si bien, como ha expresado Oliverio Coelho, «toda la obra cuentística de Bioy podría pensarse como una indagación de los afectos unida al recurso fantástico» —y el mismo Bioy explicaba que la realidad se le revelaba «fantástica, como a todo el mundo, en cualquier momento», cuando se producía «un quiebre», cuando caminaba de noche por un corredor de su casa, la luz se apagaba y se encontraba perdido porque esa realidad se le revelaba fantástica incluso cuando se enfermaba, incluso en los sueños—, también supo alejarse de las situaciones sobrenaturales para recurrir al mundo real, como lo hizo por ejemplo en Guirnalda con amores, libro que contiene relatos pero también aforismos y hasta una traducción de la Oda v del Libro i de Horacio. ¿Y qué más real que la guerra que desatan los jóvenes contra los ancianos en Diario de la guerra del cerdo, o las tribulaciones de los inexpertos y tímidos Luisito Coria y Nicolasito Almanza de «Lo desconocido atrae a la juventud» y La aventura de un fotógrafo en La Plata, respectivamente? O los cuentos de El héroe de las mujeres. Personajes modestos, melancólicos, bien parecidos —características que también definían al propio Bioy— en una prosa de tono amable, elegante, a la que Octavio Paz se refirió como «una lección de economía que todos deberíamos aprender». Una prosa con un fino sentido del humor (Bioy decía tener «una tendencia natural, un poco inevitable, a reflexionar satíricamente» sobre lo que le pasaba, sobre lo que veía); una frescura en los diálogos que transmite el discurso oral con notable precisión y la única estridencia del placer de contar historias y conmover con destinos que sus personajes aceptan —acaso porque Bioy se compadecía de ellos como lo hacía con todo el género humano— con resignación (es el caso de Castel en La invención de Morel, y sobre todo de Emilio Gauna en El sueño de los héroes, donde queda implícita la idea de que el destino está escrito).
No obstante, muchos de sus personajes se resisten a morir; buscan la eternidad. Una eternidad que en Bioy era una obsesión por la vida, por perdurar. Todo parecía remitirlo al tema de la inmortalidad. Cuando a comienzos de la década del sesenta empezó a obsesionarlo el arte fotográfico, comprendió que su cámara era un dispositivo para detener el tiempo: «El fotógrafo es un artista que descubre los momentos más expresivos de la verdad del mundo, su modelo, y consigue perpetuarlo hermosamente y tal cual es, como si le robara el alma», escribió. Un deseo de vivir mil años, de perdurar, que a sus casi setenta años lo llevó a confesar que, por dentro, se sentía como si tuviera todavía diecisiete. «Tan absurdamente breve es la vida, a la que le sigue una muerte tan larga…», se lamentaba.
A cien años de su nacimiento y a quince de su desaparición física, releyendo la obra de este exquisito escritor se puede inferir que, en efecto, ese anciano era aún un jovencito eternizado en aquellos años de mocedad. Un Adolfito de pantalones cortos que atraviesa un espeso bosque y camina de la mano del fantasma de una mujer bella por una Buenos Aires serena aun en su complejidad y sus misterios, en medio de una inquietante extrañeza, enamorado y vivo para siempre en cada una de las páginas de un libro interminable.