El hielo gemelo / Francisco Garamona

    
     Tengo la imagen de la ropa
     secándose colgada de la soga:
     todavía estaba la abuela
     como una bruja blanca del amanecer
     preparando su leche con canela.
     Y también Lorena Penisi
     detrás de sus anteojos cuadrados
     hundiendo la nariz en un cuaderno
     donde trataba de copiar
     con sus trazos minúsculos de miope
     unos conjuntos del pizarrón
     en los que se debatía el álgebra
     de su penoso aprendizaje.
     Tiempo en que imité la cara de conejo
     en el espejo de un aparador
     que tenía molduras en forma de manos
     que ya empezaban a tirar de esa cinta
     que más tarde iría a llamarse «la memoria»…
     Yo me acostaba en mi cuarto de estudiante
     y resolvía en ese espacio los intercambios
     del sexo con la muerte, mientras otras imágenes
     accionaban a unos autómatas que me enseñaban
     sus ojos oblicuos en la media tinta de la noche.
     Después besé a una chica en el arroyo.
     —¿Su nombre era Mariel?
     —No, ésa era su amiga de la que estaba
     enamorado un compañero…
     Y bajaban a nuestra vera unos caranchos,
     que venían de comer las vísceras
     de ese ternero huacho
     que en Tacuara y Chamorro
     hizo estremecer a unos idiotas…
     Ahora quiero instruir el eco de esas voces,
     no lo que dijeron impulsados por el amor o la furia,
     en esa artillería donde el soldado de plomo se fundía de nuevo.
     Por el frente de la casa pasaba un colectivo
     que llevaba a los obreros a la fábrica,
     y todas las madrugadas desfilaba
     frente a la ventana esa caterva de hombres
     que fumaban su primer cigarrillo
     apoyadas las espaldas contra los árboles
     borrados por la niebla de la calle Garibaldi.
     Son los mismos árboles que ahora podemos advertir
     aunque sin verlos con sus copas frondosas
     que entrarían en el primer suspenso del día,
     para poder decir:
     Lorena, la de la abundancia,
     Lorena, la de la fijación…
     ¿Se escucha todavía la vibración de un sulky
     sobre su meta de polvo nueva,
     u otras reverberaciones, acaso insustanciales
     pero que de seguro eran, las de la alegría,
     las de la felicidad?
     Hubo primero una atención y una compuerta
     por donde detallar los campos espaciosos.
     Ya no la aldea de muebles empequeñecidos,
     con el ave de madera que entraba y salía de su covacha…
     Era al resguardo de la primavera,
     cuando las ondas de calor se fijaban
     en las remeras finas y traslúcidas
     que usaban las chicas de mi pueblo…
     Puedo oír sus voces, algunas veces roncas,
     y escuchar los secretos que se cuentan entre ellas…
     Con las manos haciendo visera frente al sol,
     en una fotografía de tonos difuminados,
     celestes y amarillos trazando el vocablo
     de la estación donde nada era neutro.
     ¿Un parque de diversiones y sus espejos deformantes?
     ¿Atardeceres tallando un trineo en miniatura,
     cerca de unos niños que mirarían
     con ojos achispados de animal?
     Eso era en lo que estaba pensando.
     En un hielo gemelo, y delgado, que de tan fino
     se pudiera quebrar con el peso de una sombra
     que apenas se apoyara en las membranas del aire.
     Pero ya estaba Roxana, la vecina mayor,
     a la que en un día de carnaval la vi llorar.
     Sintiendo el trepidar de una etapa concluida,
     o el polvillo de pulverizadas flores
     que la enfermedad nos trajo.
     A nombrarlas y consentirlas en sus labios
     entreabiertos con los míos.
     Pasaron unos meses y Roxana, la hermana de Lorena,
     (que se había extinguido en el curso de ese verano, oh qué ridículo es decirlo así)
     encontró su diario íntimo y me lo regaló.
     —Es pésimo —me dijo—, pero hay descritos
     momentos que ustedes pasaron juntos.
     San Nicolás, paralelo del amor,
     meridiano de la tristeza.
     Porque hubo una vieja madera
     que ascendió hasta confundirse en las estrellas
     con todo lo que llegaba,
     y era como si el fantasma de Lorena empezara a desperezarse.
     Por la ventana alargada, otra vez, se veía oscurecer
     un fragmento del terreno diseñado con rectas.
     Yo la amaba, decían los grillos,
     con su canto repetitivo, entrecortado,
     como un signo de pregunta que los aleja del alba,
     en el mismo momento en que se hunde
     el corazón como una piedra blanca,
     sin sonido, en el arroyo.

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