Tengo la imagen de la ropa
secándose colgada de la soga:
todavía estaba la abuela
como una bruja blanca del amanecer
preparando su leche con canela.
Y también Lorena Penisi
detrás de sus anteojos cuadrados
hundiendo la nariz en un cuaderno
donde trataba de copiar
con sus trazos minúsculos de miope
unos conjuntos del pizarrón
en los que se debatía el álgebra
de su penoso aprendizaje.
Tiempo en que imité la cara de conejo
en el espejo de un aparador
que tenía molduras en forma de manos
que ya empezaban a tirar de esa cinta
que más tarde iría a llamarse «la memoria»…
Yo me acostaba en mi cuarto de estudiante
y resolvía en ese espacio los intercambios
del sexo con la muerte, mientras otras imágenes
accionaban a unos autómatas que me enseñaban
sus ojos oblicuos en la media tinta de la noche.
Después besé a una chica en el arroyo.
—¿Su nombre era Mariel?
—No, ésa era su amiga de la que estaba
enamorado un compañero…
Y bajaban a nuestra vera unos caranchos,
que venían de comer las vísceras
de ese ternero huacho
que en Tacuara y Chamorro
hizo estremecer a unos idiotas…
Ahora quiero instruir el eco de esas voces,
no lo que dijeron impulsados por el amor o la furia,
en esa artillería donde el soldado de plomo se fundía de nuevo.
Por el frente de la casa pasaba un colectivo
que llevaba a los obreros a la fábrica,
y todas las madrugadas desfilaba
frente a la ventana esa caterva de hombres
que fumaban su primer cigarrillo
apoyadas las espaldas contra los árboles
borrados por la niebla de la calle Garibaldi.
Son los mismos árboles que ahora podemos advertir
aunque sin verlos con sus copas frondosas
que entrarían en el primer suspenso del día,
para poder decir:
Lorena, la de la abundancia,
Lorena, la de la fijación…
¿Se escucha todavía la vibración de un sulky
sobre su meta de polvo nueva,
u otras reverberaciones, acaso insustanciales
pero que de seguro eran, las de la alegría,
las de la felicidad?
Hubo primero una atención y una compuerta
por donde detallar los campos espaciosos.
Ya no la aldea de muebles empequeñecidos,
con el ave de madera que entraba y salía de su covacha…
Era al resguardo de la primavera,
cuando las ondas de calor se fijaban
en las remeras finas y traslúcidas
que usaban las chicas de mi pueblo…
Puedo oír sus voces, algunas veces roncas,
y escuchar los secretos que se cuentan entre ellas…
Con las manos haciendo visera frente al sol,
en una fotografía de tonos difuminados,
celestes y amarillos trazando el vocablo
de la estación donde nada era neutro.
¿Un parque de diversiones y sus espejos deformantes?
¿Atardeceres tallando un trineo en miniatura,
cerca de unos niños que mirarían
con ojos achispados de animal?
Eso era en lo que estaba pensando.
En un hielo gemelo, y delgado, que de tan fino
se pudiera quebrar con el peso de una sombra
que apenas se apoyara en las membranas del aire.
Pero ya estaba Roxana, la vecina mayor,
a la que en un día de carnaval la vi llorar.
Sintiendo el trepidar de una etapa concluida,
o el polvillo de pulverizadas flores
que la enfermedad nos trajo.
A nombrarlas y consentirlas en sus labios
entreabiertos con los míos.
Pasaron unos meses y Roxana, la hermana de Lorena,
(que se había extinguido en el curso de ese verano, oh qué ridículo es decirlo así)
encontró su diario íntimo y me lo regaló.
—Es pésimo —me dijo—, pero hay descritos
momentos que ustedes pasaron juntos.
San Nicolás, paralelo del amor,
meridiano de la tristeza.
Porque hubo una vieja madera
que ascendió hasta confundirse en las estrellas
con todo lo que llegaba,
y era como si el fantasma de Lorena empezara a desperezarse.
Por la ventana alargada, otra vez, se veía oscurecer
un fragmento del terreno diseñado con rectas.
Yo la amaba, decían los grillos,
con su canto repetitivo, entrecortado,
como un signo de pregunta que los aleja del alba,
en el mismo momento en que se hunde
el corazón como una piedra blanca,
sin sonido, en el arroyo.