Sin necesidad de buscarla, encontré de memoria la frase que María Luisa escribió sobre su nombre en mi guardapolvo. «Amigas para siempre». Luego vi las letras de esas personas con las que había compartido tantos años y de las que ya nada sabía. Yo era tan insignificante como ellas. Una letra más, perdida en la dedicatoria sobre una tela vieja y podrida, que acaso existía por puro olvido o entre las partículas desintegradas de un basural.
Con María Luisa habíamos sido mejores amigas desde la primaria. Éramos parecidas, teníamos los mismos gustos y solían tomarnos por hermanas. Sólo nos diferenciaban nuestras habilidades. María Luisa tenía un don para las manualidades. Y las dos buscábamos la originalidad haciendo nuestras propias ropas. Pero lo que ella creaba o reproducía de las revistas de moda a la perfección, en mis manos se convertía en un desprolijo rejunte de telas, que en algo siempre se asemejaban a un chaleco de fuerza. No por ello desistía. Seguí confeccionando mi ropa y la de mi familia, consciente de que lucíamos como payasos. María Luisa nunca se animó a señalarme la falta de talento, pero lo aludía indirectamente halagando con desbordado énfasis mi manera de cocinar. «Vos tenés manos para la cocina, tenés que dedicarte a eso». Ella siempre tan preocupada en conseguirme un trabajo, una ocupación, un entretenimiento. «Necesitás distraerte, salir». Quería que la acompañara al gimnasio, donde se internaba desde la mañana para hacer tae bo, aerobox, salsa, spinning, y tae bo otra vez, hasta la noche. El día anterior había aparecido con su look deportivo en el living y un recorte de la Para ti. Supe que se venía una humillación. «Mañanas argentinas», decía el título de un concurso. De mala gana me levanté del sillón, me puse los lentes y leí las bases, mientras María Luisa elongaba. Lo convocaba la intendencia de Quilmes para encontrar un nuevo diseño de guardapolvo para las escuelas del distrito. María Luisa ya no dijo «Tenemos que participar» como antes, sino «Tengo». Las mujeres con las que se juntaba en el gimnasio le estaban lavando la cabeza.
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María Luisa tenía el mismo don para crear esas prendas en miniaturas. Todas las ropas de moda se las confeccionaba para las muñecas de su hija, que terminaban mejor vestidas que cualquier Barbie. Yo también lo intentaba, pero no se me daba bien. Tenía éxito solamente en armar unas túnicas, que según el color de la tela parecían hábitos de monjas. Brenda, por suerte, resolvía todo con ingenio y se divertía jugando al convento o a la cárcel de mujeres, según su ánimo, y jamás me reprochaba nada. Habíamos creado iglesias, cuartos de religiosas y pabellones carcelarios en cajas de zapatos. De un día para el otro las convertimos en aulas. Brenda me dijo que tenía que inspirarme.
Por la tarde, fuimos juntas a la municipalidad a retirar la muñeca oficial del concurso que debíamos vestir. Estaba producida por una nueva fábrica del distrito que auspiciaba la competencia para promocionarse. Se llamaba Gisela. A Brenda no le gustó el nombre, pero sí la muñeca. Tenía el pelo castaño, liso, la piel trigueña, los ojos negros. Era de un plástico más blando que la Barbie y tenía el cuerpo menos estilizado, con menos pecho, pero más caderas. La fila de mujeres que buscaban su muñeca para concursar daba vuelta la esquina. Comenzó mi pánico. Le pedí a Brenda que hiciera la cola para la solicitud. La esperé en el auto. Cuando llegamos a casa, corrimos juntas a la máquina de coser para pensar. «Buscá modelos en internet», dijo Brenda, mientras abría una galería de imágenes en el navegador. Yo me preguntaba qué debía privilegiar: la comodidad de los alumnos, la estética, mantener un estilo tradicional o, por el contrario, apostar a la vanguardia como estímulo para la educación.
Tomé un lápiz, una hoja en blanco y me dije: «A dibujar». Apenas apoyé la punta cuando mi celular sonó con un mensaje de María Luisa. «¿Qué te parece?», decía con una foto de su primer intento. Gisela lucía un guardapolvo soñado. Moderno, con lindo corte, del largo justo. Había reemplazado los botones clásicos por apliques de velcro y los cuellos y bolsillos tenían una guarda del color de la bandera. No pude seguir. Preparé unos panchos para la nena, tomé varias pastillas y me fui a dormir.
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Brenda me despertó pasado el mediodía. Otra vez la hacía faltar al colegio. Podía quedar libre. Me convencí de que, para enmendar el error, me pondría a trabajar. «Ayudame, Brendita», le pedí, y ella se inventó un cantito para levantarme el ánimo. Luego me enseñó un dibujo en el que había intentado diseñar un guardapolvo. Debió copiar la foto de María Luisa de mi celular, porque era idéntico. No me importó el plagio. Intentando copiarlo, haría cualquier cosa menos igualarlo. «Preparale un tecito a mami». Brenda corrió a la cocina.
Me enfrenté a Gisela. Su mirada se me clavaba desafiante. Era mucha la presión. La muñeca era chica; pero el guardapolvo, grande. En él latían los corazones de todas las maestras y del alumnado presente y por venir. También sentía la esperanza de Brenda. ¿Qué sabía yo de costura, de moda y de ser madre? Fantaseé como tantas veces con decir «Voy al Chino» y no volver. Pero siempre volvía, algo me ataba. «¿No empezaste, ma?», preguntó mi hija, mientras aparecía con una taza humeante y unos tostados. «Estaba en eso». Pidió mi opinión sobre su dibujo. Le dije que era ideal, mientras le besaba la cabeza y le ponía un poquito de whisky al té. Luego me acomodé con el cuaderno, los lápices y me puse a dibujar. Los primeros bocetos parecían vestidos de época. Las colas caían anchas hasta el piso. Brenda los miró en silencio hasta que se animó a decir «Aunque sea no parecen monjas». Lo primero en lo que pensé fue en la tela. Teníamos que cambiar ese material clásico por algo que fuera fácilmente lavable. Como el mantel de hule. Le dije a Brenda que ésa sería nuestra apuesta fuerte. «La posibilidad de cambiar de tela no figura en las bases», me explicó, y la alegría me abandonó en un segundo. Busqué los vestidos viejos de sus muñecas y tomé uno al azar. Le pondría un par de botones y fin del asunto. Por lo menos me libraría de mi hija. Pero Brenda intuyó mis intenciones. Me dijo que empezara con un proyecto desde cero. Me hice la que no escuchaba. Tomé el traje de monja y con él vestí a Gisela. Fue una iluminación.
Se me apareció la imagen de cientos de niños de colegios privados corriendo por la ciudad todo el día con sus uniformes puestos. El guardapolvo, en cambio, era de lo primero que se desprendían los chicos de las escuelas públicas para llevarlo a rastras por el piso o esconderlo en lo más oscuro de la mochila. Y yo, que sabía vivir a las sombras, como encerrada en un bolso, no habría de permitir que la prenda sufriera el mismo destino.
Primero, mangas desmontables. Con el calor, Brendita se las arremangaba todo lo que podía. Después, un diseño en dos partes, que permitiera tomar la forma de una camisa blanca arriba y una falda debajo. Muchos actores y músicos de rock se mostraban a veces con pollera, por lo que sería una manera de innovar para los varones. Más bolsillos. Y en lugares poco convencionales, como les gusta a los chicos. Incluso uno con cierre y en la parte de adentro, para llevar algo seguro sin que lo pierdan. Brendita había extraviado llaves y teléfonos durante los recreos, corriendo, sin darse cuenta. Hice todo con apuro, veloz, olvidándome del mundo alrededor. Cuando culminé, reparé en el leve sonido de palmas a mis espaldas. Brenda me aplaudía emocionada, mientras contemplaba a Gisela. De blanco, pero cubierta de bolsillos, tachas, cadenas y hasta una capuchita. Compartí su alegría unos momentos y me fui a dormir. Pasaron cuatro meses cuando me avisaron que había ganado.
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Fue un escándalo. Hicieron renunciar al intendente, a gente de Educación, y la pobre Giselasalió de circulación con el quiebre de la fábrica. Alguna vez hasta protestaron en el frente de casa. El guardapolvo fue considerado inmoral, degenerado, inapropiado para las escuelas y los alumnos. Como apenas salía de casa y no interactuaba con nadie, poco me importaba la opinión de los otros. Pero mi marido y Brendita lo sufrieron a diario y me lo reprocharon hasta que un día Brenda no volvió de la escuela y tampoco Luis Alberto de la oficina. No me animé a llamar a nadie para averiguar qué les pasó. María Luisa también dejó de hablarme.
Pero tenía un tesoro en las manos. De inmediato tomé las tijeras y recorté la ropa de ambos en distintos pedazos. La organicé por telas, colores y me puse a coser. Llenaría el corazón de Gisela con vestidos hasta que no quedara un lugar en la casa para ninguna otra cosa. El cadete del supermercado chino se encargaba de traerme algunos víveres mensualmente, y tenía un pacto con un linyera que me vendía los lotes de Giselas que descartaba la Municipalidad. Luego del escándalo habían desechado la posibilidad de donarlos. Sin darme cuenta, encontré en las maestritas de plástico una verdadera familia, y el secreto de la moda. El mundo, afuera, tardaría años en entenderlo.