ars poetica / Teresa Arijón

    (1979)
     si yo pudiera pasar entre los pájaros
     como pasa el viento —
     como pasa, leve, la leve brisa
     del otoño quieto —
     pero tengo zapatos alargados, hechos de cuero,
     del cuero azul de alguna buena vaca
     que abandonó su cuerpo
     una tarde como ésta, viendo pájaros,
     camino al matadero — mis zapatos,
     cuero y sangre amortajada,
     me impiden ver el cielo —
     y si no miro el cielo — ¿adónde miro?
     a mi pie — duro y blanco
     prisionero.
    
    
     (1984)
     todas mis edades son mentira / la del salvaje luto por mis ojos inocentes / velados tras mis ojos revelados / la que descubre espejos para atraer / y distraer todas las seducciones / la del secreto azul de un pensamiento / nunca alimentado por otro / la del ideario vampírico que alumbrará / poemas con sangre ajena / la que se sabe convertida en objeto de su sed / insaciable de sí / la que espera el momento de partir / la que aparta sus ojos si otros ojos / la solitaria en bares de humo / donde siempre hay nadie / la que une sombra a toda sombra / demorada en el tiempo / la que vaga incompleta en busca de amor o de silencio / la fabuladora que destruye la fábula
    
     (1994)
     grabar con cincel
     no, mejor con navaja —
     hundir en la corteza del árbol
     la inicial del amor.
     peregrina en la sombra
     la sangre del antiguo pacto
     se derrama,
     sin mácula.
    
    
     (1999)
     elegiste la poesía como quien elige la pesca en río correntoso,
     tendida la red o arrojado el anzuelo que evapora la débil carrera de la lombriz y el pez.
    
     elegiste la poesía como quien esmalta un cuenco para servir la sopa y desdeña el blanco
     sin mancha de la porcelana para destacar la plena oscuridad.
    
     intentaste matar a la abeja que besó los labios de Safo.
     imitaste la prudencia de la hija del rayo, naciste de una lágrima caída en tierra.
    
    
     (2001)
     Que el poema sea, como en el sutra, revelación de lo evidente:
      «no hay luna en el agua; la luna que se ve reflejada
     es creada por el agua».
     Como los budistas contemplan los mundos:
     llama vacilante, sombra, eco, espantapájaros.
     Como el espejo reluciente del zen,
     que en ningún lugar resplandece.
     Como el puente del koan, que fluye donde el agua no fluye.
     Como el canto de las ranas y la luz de la luciérnaga.
     Como la lluvia, como las primeras marcas
     de las gotas en la tierra seca.
     Como la hiedra falsamente infinita que desemboca en el castillo del ogro.
     Como la ogresa medieval que amamanta al lobo. Como el lobo feroz
     que lleva su corazón de tela cosido en el pecho.
     Como el regalo en la tradición japonesa — la caja que puede contenerlo todo, es decir nada —
     «suspendido entre dos desapariciones» (la de quien lee, la de quien escribe).
    
     (2004)
     Como un magma sin reposo,
     refleja las horas dejadas de lado en su vacío.
     Llenar páginas es quebrar bastiones:
     sucesión de días bajo una campana de vidrio.
     Como el animal destinado a la experimentación,
     la rana transparente inoculada de males humanos
     que revelará el fuego apagado en sus vísceras,
     o la rata innúmera que esta vez no conocerá huida
     cuando la angustia ciega de una mano
     la inmovilice, en suspenso de toda animación.
    
    
     (2006)
     El arroyo en sequía.
     Los tractores.
     El brazo que siega y labra.
     La inocencia del día.
     El ópalo en el sol.
     La dirección del viento.
     El silencio de siesta en la estación de trenes.
     El monte, y más al fondo una casa rosada.
     La furia de los pájaros que alborotan el aire
     y nuevamente el canto de los campos sembrados
     y del agua en el pozo.
     La impudicia brutal en la montaña:
     la mina a cielo abierto.
     La promesa del cuerpo.
     Las noticias en ondas propaladas.
     Buscar sentido
     en una lista azarosa de palabras.
    
    
     (2007)
     La disciplina del campo,
     el manso afán de quien excava y encuentra
     tierra cada vez más fresca.
     Aprendices de la oscuridad, las liebres
     roban lo que ha sido cultivado, desconocen
     el principio de autoridad. Refractarias
     anhelan el orden generoso que los cultivos proporcionan,
     áspera luz que recorta o define el futuro.
    
     (2008)
     ¿Cómo se llega al fondo de las cosas?
     La escena imaginaria donde una mujer tira la toalla
     y un hombre arroja sus velos de ahogado en la barbería.
     Escenas dilapidadas, estrafalarias, como en un mal cuento
     donde se lee la borra del vino porque nadie toma café
     y los borrachos tristes se dejan mecer, entumecer como
     frases inconclusas y la fe es un abismo
     en el que solamente caen los creadores.
     Los días pasan así, como materia oscura.
     Como ecos de pasos en un zaguán.
     El poeta se muerde la lengua y aprieta los párpados.
     El recuerdo ya no lo lastima y busca dolor en actos
     físicos menores, meros descuidos, borrascas en un amanecer.
     Caminar, caminar, caminar hasta cansarse.
     Perder pie, hacer pie, todo del tamaño humano,
     la dimensión habitual. Llegar a una ciudad extraña pero con algún recuerdo
     de otra orilla. Para encontrar la fiebre. Su encendido descanso.
     Y empezar a escribir como quien huye.
     En un verano infinito
     en pleno julio, más al norte, al borde de un río ancho
     como un deseo rasante. Ser lanza fugitiva
     que en el candor de otro pasado abreva.
     (Dudar de la violencia de la pantalla, ese espejismo interior
     donde pululan conversaciones ajenas.)
     No creer en el mar ni en los milagros. No creer en el cielo.
     Andar y desandar los días como ecos de pasos en un zaguán.
     Atarse los cordones de los zapatos: un anacronismo.
     Zapatos asediados por el polvo de ladrillo de la plaza —
     el taco de madera gastado que revela
     una manera mala de caminar.
    
    
     (2010)
     que los caracoles que suben lentos por el gran vidrio
     avancen lentos hacia su diversidad.
     la naturaleza no es ese misterio que creímos, ni el amor —
     una sentencia al borde del camino, un duelo al sol.
     que me rayen la cabeza con una navaja,
     que me incrusten diminutos fragmentos de cristal bajo las cejas,
     que me marquen como si existiera.
     allá lejos quedaron las plantas, el nogal con sus frutos venenosos sin que nadie lo sepa,
     las achiras con ese nombre tan de costado del camino, de sablazo, de cuchillada,
     de resplandor filoso antes de herir.
     las achiras.
     si supieran, ahora,
     que son comentario brevísimo o extenso de un poema que jamás se escribió.
    
     
     (2011)
     Un poeta menos, un poema más.
     Tiene cincuenta años y su vida ha transcurrido
     — por delicadeza, por pereza, por vanidad, por extravío —
     en un modo menor. siempre un paso al costado de sus sueños,
     como si la sutil trama de luz que une todas las cosas
     — absolutamente todas las cosas — lo rechazara.
     El deseo de ser, otra vez, joven:
     sin ninguna experiencia y con toda la fragilidad,
     la decisión, la brutalidad y el ansiado porvenir.
     Con esa generosidad violenta de la extrema juventud
     que todavía hace mella en su alma.
     Quien tiene todo por enfrentar — la muerte de los padres —
     y quien ya lo ha enfrentado todo.
     La línea de indefinido tamaño entre el hacer y el no hacer:
     las poses y los pases de la filosofía.
     Haber vivido al amparo o haber estado desamparado.
     En este último caso, el dolor, aunque inconmensurable,
     no sorprende.
     Es una astilla, un asta, un astrolabio.
     Y las tres palabras tienen sentido y lo representan pasmosamente.
    
    
     (2012)
     el poema tiene su invierno — su estado de latencia
     como la tierra, ahora.
     latencia como inconcretud — así el poema
     en condición salvaje, el bárbaro no nacido —
     no se deja apresar ni se construye ni consagra;
     puro aire, y peligro.
     cada palabra una amenaza
     — el versátil lenguaje en sus juegos —
     el circuito imperturbable: gratitud / desasosiego.
     un hallazgo, pero de algo que ya estaba ahí antes —
     en la memoria inmensa de la tierra,
     de una tierra que entra en exilio
     de sí para conocerse.
    
     como la ciudad de Akrotiri
     hace 4000 años sobre el mar Egeo —
     un mural encontrado en sus ruinas retrata a unos monos
     saltando en unas palmeras; pero allí no había monos ni palmeras.
     como nieve que busca lo más blanco del blanco —
     instancia todavía inmaterial (si cabe)
     donde el poema a punto de dispararse —
     también como un arma, o una trampa —
     excluye su extrema libertad —
     sin riendas ni asidero
     acata su generoso destino: hacerse voz.
    
     como el ciclista que rueda solitario
     y en su anatomía perfecta refleja
     la misteriosa autonomía del poema en ciernes — el porvenir.

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