El gran aporte del primer cine mexicano al del orbe es haberle dado un tinte documental, aun antes de que el cine se propusiera entretener y crear realidades alternas, dice Aurelio de los Reyes en su libro Los orígenes del cine en México (1896-1900),cuya primera edición es de 1972. Escribe el autor que, hasta 1917, los cineastas mexicanos sólo filmaron «acontecimientos revolucionarios y casi no hicieron películas con argumento». Y agrega: «había en los autores un deseo de apegarse a la realidad, haciendo el montaje en un riguroso orden geográfico y cronológico». Es así como la gran mayoría recordamos las escenas del presidente Porfirio Díaz cabalgando en Chapultepec, en un tren, saludando a sus ministros o con su familia, y después a Francisco I. Madero en sus giras por el país, y varios otros filmes realistas.
La que fuera la tesis de licenciatura de De los Reyes, pionera de las investigaciones sobre el cine mexicano, y que con esta edición cumple treinta años de haberse publicado, arroja muchos datos útiles sobre los primeros años del cine en México, desde su llegada a nuestro país con el emisario de los hermanos Lumière, Gabriel Veyre, quien abrió la primera sala de cine —a quien seguirían otros empresarios, como el ingeniero Salvador Toscano, quien montó su propia sala—, hasta las primeras cintas («vistas», se les llamaba) que filmó el propio Veyre, pues el cinematógrafo traído de Francia no sólo proyectaba sino que también filmaba. Sin embargo, su principal interés es centrarse en la repercusión del cine en la sociedad mexicana de esos años: De los Reyes define Los orígenes del cine en México como «una historia social vista a través del cine». Con el fracaso del teatro dramático (que llevó a la quiebra a Virginia Fábregas) y la implantación de obras más ligeras como la zarzuela, «el cine fue básico en el disfrute del ocio de la sociedad porfiriana», pues pronto se convirtió en parte importante del «progreso científico» que el porfirismo pregonaba.
Las primeras funciones se dieron en agosto de 1896 (año de la quinta reelección de Díaz), en el número 9 de la calle Plateros (hoy Madero), y a partir de noviembre en el número 4 de la calle Espíritu Santo (hoy Isabel la Católica), en el Centro Histórico de la Ciudad de México. El primer local fue llamado Cinematógrafo Lumière y varios periódicos de la época, como El Universal, dieron cuenta del hecho en entusiastas crónicas que no escondían su estupor ante el invento del nuevo siglo. Pocos días antes, Porfirio Díaz había presenciado una función privada en su residencia del Castillo de Chapultepec junto con su familia y otras cuarenta personas de su círculo. Y un año después, el propiio Díaz fue invitado por el ingeniero Toscano a presenciar una función, pero el presidente declinó la invitación en una carta «por impedirme las muchas atenciones que me rodean». El cine se popularizó muy rápido: en los primeros tres años, afirma De los Reyes, hubo esparcidos hasta veintidós salones en una ciudad de apenas trescientos mil habitantes. Después, el cinematógrafo inició su recorrido por distintas ciudades del país: Puebla, Durango, San Luis Potosí, Celaya, Guadalajara, Zamora, Zacatecas, Matehuala y Chihuahua.
Las circunstancias fueron favorables para que se diera una buena aceptación del cinematógrafo, pues ante la falta de espectáculos en la ciudad y de fiestas populares, aunada a la desigualdad social y el desempleo, la sociedad mexicana, según los periódicos de la época, se refugiaba en el alcohol o en el suicidio (uno de cuyos primeros casos fue el del poeta romántico Manuel Acuña). Sin embargo, al estar en la calle de moda, la sala de cine de Veyre primero estuvo dirigida a «científicos», luego a la burguesía que paseaba por allí y al final se convirtió en una diversión para «el bajo pueblo» que no tenía sensibilidad científica, con lo que se ganó la antipatía de los círculos intelectuales. Así, y gracias a la competencia, la entrada pasó de costar un peso a tan sólo cinco o tres centavos.
Más que un suceso que registrar en las páginas de los diarios, la llegada del cinematógrafo fue todo un fenómeno social, según documenta De los Reyes; hubo funciones para «hombres solos» en las que se proyectaban películas «subidas de color» o «nada edificantes e impropias de ser exhibidas» que causaron un gran escándalo; por su parte, algunos intelectuales como Amado Nervo, Luis G. Urbina y José Juan Tablada lo vieron como un sustituto del libro al difundir el conocimiento; estaban entusiasmados por la manera en que representaba la realidad, pero cuando empezaron a darse tandas que insertaban escenas de zarzuela y a proyectarse las películas fantásticas se sintieron defraudados; por último, la religión, a través de la prensa católica, se unió a la cruzada por el progreso que se vivía y, salvo en los casos de las funciones para «hombres solos», no puso reparos al revolucionario invento: un caso ilustrativo es el del papa León xiii, quien se dejó filmar, convirtiéndose en el primer pontífice en aparecer en el cine. También hubo un problema por la patente entre los hermanos Lumière y Edison, lo cual llevó a que el invento tuviera múltiples nombres, pero la sociedad mexicana afrancesada siempre se refirió a él como «cinematógrafo». Poco después llegarían las películas fantásticas de George Méliès y del italiano Leopoldo Fregoli.
La puntual investigación de Aurelio de los Reyes (Aguascalientes, 1942) recrea la sociedad mexicana del fin de siglo xix en una amena crónica y la función que tuvo el séptimo arte en ella. Lo único que habría que lamentar es que la mayor parte de esta investigación sólo se basó en las notas de la prensa y no en las películas mudas y en blanco y negro que marcaron esos primeros años del cine en nuestro país.
Los orígenes del cine en México (1896-1900), de Aurelio de los Reyes. Fondo de Cultura Económica, México, 2013.