Ya dejaste atrás medio kilómetro y aún no se distingue en ti ninguna señal corporal de la veloz carrera, el pulso es todavía rítmico y golpea con prudencia, el sudor es muy ligero y, a pesar de que calzas las pesadas botas militares, no tus zapatillas, y de que el frío y el hambre también pueden dificultarte la continuación del trayecto, debes seguir corriendo así, sin detenerte ni por un instante, mientras los golpes de tus pies en el asfalto se oirán toda la noche a lo largo del camino, desde aquí hasta las luces amarillas de la entrada a Jerusalén, y podrás escucharlos con el sabido alivio de que son tus pies. También ella, la familiar tranquilidad de la carrera, o, mejor dicho, el letargo de la conocida carrera, te facilitará la carga de las próximas horas, el miedo a los rincones ocultos de las aldeas ubicadas a ambos lados de la ruta, y el frescor húmedo, pegajoso, del viento, y el ardor de la brasa rojiza en tus entrañas. Ya sabes cómo será traducido el ritmo preciso de tus pasos en sílabas, palabras y melodías; ya conoces todo esto de las centenares de carreras y competencias y corridas por placer, y a pesar de que esta noche las condiciones son muy difíciles, las más difíciles tal vez, no hay duda de tu victoria, porque esta noche vencerás al deseo mismo de la corrida o, por lo menos, descuartizarás, con el cuchillo filoso del aire nocturno que apuñala tus pulmones, el nudo viperino cuya fuerza te impulsa a correr desde hace ya tres años. Y todo lo que tienes que hacer es seguir corriendo con el seguro y masculino ritmo del cinco, y deslizarte a ti mismo, tu cabeza y tu fusil, hacia abajo, hacia el movimiento que embota el muslo y la pantorrilla, e invertir así, en la fuerza del movimiento centrífugo, los pensamientos-agujas y los pensamientos-alfileres, y el latido rítmico de la brasa, para que se eleve en el espacio acuoso de tu cerebro, flote como diluida la visión de los ojos compasivos-azulados de ella, o el recuerdo de sus dedos ardientes en tu piel hace solamente diez minutos. Y presionarás una y otra vez las plantas de tus pies contra el suelo y salpicarás tu cuerpo con un paso amplio, pero medido, y serás riguroso con tu respiración y el ritmo del cinco, para no detenerte ni por un instante en el largo camino que serpentea entre aldeas árabes y pequeños terrenos verdes, y setos de parras y, más allá, a través del pueblo dormido Shoafat, cuyos ojos están despiertos. Y continuarás corriendo por la senda angosta, afligida, hasta Jerusalén, que parpadeará para ti, con asombro, con sus semáforos nocturnos anaranjados, y volarás silencioso por las anchas avenidas carentes de árboles —únicamente camino y piedra— y bordearás la muralla que se aclara en la oscuridad, hasta encontrar el cauce del río que llega al mar. Y aunque no alcances ni la mitad del camino, eso no tiene importancia, porque esta noche eres, al mismo tiempo, el corredor y la línea de llegada, y los resultados están fijados con antelación, y son previsibles y, a pesar de ello, seguirás corriendo con toda la fuerza de tus pulmones. Ya pasaste, en los últimos minutos, más de un kilómetro y medio, y al comienzo, cuando recién habías salido de la casa del niño, te movías con una ceguera total, y te tambaleabas sobre tus piernas mareadas, que no te obedecían en absoluto, pero después encontraron su ritmo natural y tomaron tu cuerpo desde abajo, y fuiste llevado, como un naipe dibujado que derrama lágrimas completas de cristal, sobre tus músculos fuertes que te liberaron eficazmente del ojo de la angustia —se hubiesen necesitado tres para cargarla— y acomodaron tus músculos al ritmo y tu sangre al golpe adecuado y fueron ellas las que te condujeron, con una bendita seguridad física, a través de las barracas de la oficialidad, la explanada de la formación y el comedor y, desde allí, con un salto silencioso y mecánico por sobre la soga floja de la entrada del campamento, hacia la ruta principal, que llega hasta Jerusalén. Y necesitarías largos minutos para acostumbrarte al pensamiento de que era tu cuerpo, expuesto en ese momento al viento nocturno y a los olores a combustible y caucho quemado que son transportados hasta ti por la ruta que se precipita vagamente bajo tus botas, y a los débiles susurros que se escuchan desde las aldeas y se enrollan a tu paso, pero como este pensamiento obstaculiza y afloja, lo alejarás de tu cabeza y seguirás corriendo a lo largo de la línea amarilla en el borde de la ruta y fijarás tus ojos en las gotas de luz también amarillas que asoman a través de las malditas lágrimas, hasta que no puedas saber si son las luces de los faroles de la aldea o la fractura de la línea de la ruta a través de las lágrimas; en realidad, eso no tiene importancia, mientras puedas inundarlas de descargas rítmicas y extendidas de color azul, con el que te miró la prima del niño, y eso fue lo que te precipitó de la habitación de él hace sólo unos minutos, remando con pesadez en la pesadilla densa que irrumpió repentinamente en tu cabeza, escapando, como una mariposa autómata, seducido por las luces eléctricas y atraído, en cada uno de tus pasos, por el imán inteligente, que sabe, que te espera permanentemente, con paciencia, por detrás y por dentro. Planta del pie ruta pantorrilla respiración pausa aire inspirado recargado uno dos tres cuatro cinco, respira, todo bajo control, también la punzada fija de dolor, corre, agita palabras y vuela en ellas, también están permitidas sílabas quebradas sin sentido, como las que espetó Ioash en su último intento por atraparte, o tal vez las palabras secretas del niño, que en general no tenían un significado determinado, y cuanto más te hables a ti mismo, se apaciguarán las voces extrañas de afuera, el rebuzno amargo de un asno o el motor lejano de un automóvil, y podrás escuchar mejor su voz, hasta la repugnante risa contenida del principio, solamente para comprender sus ojos, aunque el precio del dolor rítmico de la brasa rojiza que titila en tu interior desde hace ya tres años y medio —a veces crees distinguir su pálida melancolía a través de las capas de carne y piel—, ese lugar que ya existía en los años anteriores y que únicamente los ojos radiográficos de tu madre avistaron, cuando te dijo explícitamente, después de silenciar el motor junto al cerco de la casa de Ioash, mirándote a través del espejo retrovisor que, a pesar de que ella e Ioash creían que no era más que una crisis temporal en la que estabas inmerso, también era conveniente sacar provecho de esta situación desagradable, porque «nosotros somos seres pensantes y es nuestra obligación asaltar con toda energía cualquier obstáculo e incertidumbre que se nos presenta, y extraer su aguijón por medio de un blanqueo penetrante, a veces doloroso, de los sucesos y las acciones». Y puede ser, por favor, presta atención, pues ella dice estas palabras con vacilación: que el ritmo de tu desarrollo hasta ese momento, en el que todos tus logros y éxitos en tus quince años fueron demasiado rápidos, quizás, de algún modo peligrosos, para tu verdadero ritmo interno, para la estructura de una personalidad como la tuya, y esas palabras difíciles —ella sospechaba, sabía, las había preservado en su mente desde hacía muchos años, y no quería decirlas, pero tuvo lugar esta crisis temporal, tonta, y había llegado el momento de decirlas—, y eso también te lo dirá en ese momento, porque esa tarde ella veía que estabas dispuesto a escucharla, y quizás eso era una buena señal hacia el futuro, «ya que la vida, hijo, es una carrera de fondo y, tal vez, no supiste repartir las fuerzas y por eso trastabillaste un poco, y qué bueno es que tienes padres que te aman, se preocupan por ti, te comprenden y están dispuestos a ofrecerte todo tipo de ayuda, y si nos permites ayudarte… Por lo tanto, baja del vehículo y ve a la casa de Ioash y no lo engañes ni apagues la luz que él enciende para ti, porque yo me quedaré sentada acá, en el automóvil, como cada domingo y cada jueves del último año, semana tras semana, desde ahora y hasta las nueve de la noche, durante una hora completa, esperando tu regreso y observaré la casa y no quiero ver las luces amarillas apagándose inmediatamente después de tu ingreso, y no solamente porque no es adecuado para Ioash, que cree que la luz reina en la habitación, sino porque la luz te obligará a pensar, hijo, a estar despierto y alerta, ella es también parte del blanqueo penetrante sobre el que hablé, y ahora, anda, te espero».
En este momento mi madre duerme. Cada noche, a las doce en punto, cierra su máquina de escribir, se estira y escucho desde mi habitación su corto gemido de satisfacción. A continuación, llegará el jadeo rítmico. Diez flexiones para fortalecer la espalda. Algunos segundos de relajación. He aquí los sonidos opacos del golpeteo. Dedo tras dedo, ella permanece atrincherada en su estudio. Mi padre lo llama «cerrar el ataúd del día que pasó», pero ella dice que es solamente el mantenimiento diario de sus herramientas de trabajo. También a partir de ese momento todo es previsible, y por lo tanto, atrapa mi atención, de por sí alerta: el zumbido del cepillo de dientes eléctrico, la gárgara profunda del agua en su garganta, el sonido decisivo de su nariz. Fin de las ceremonias de la noche. A las doce y media ya estará durmiendo, totalmente indiferente a los ecos entrecortados, errantes, que dejaron sus acciones habituales entre las paredes de la casa.
Hace unos años, un periodista radial le preguntó si ella escribía por la noche, «tan bella para la meditación». Mi madre respondió: «La noche está hecha para dormir». Desde mi habitación, yo solía contar, según los latidos del corazón, el tiempo transcurrido entre el momento en que ellos se decían «Buenas noches» y cuando oía el sonido ligero del ronquido de ella. Entonces mi padre apagaba la luz y comenzaba a dar vueltas en la cama. Unas horas después, en mi visita fija al servicio, los observaba. Dos granos de habas, con su cáscara blancuzca, a ambos lados de la cama. Podría entrar y dormir entre ellos, sin que se dieran cuenta. Yo, y otro niño más. Pero siempre, estando yo de pie, desconcertado, mi madre murmuraba de repente en la oscuridad, sin abrir los ojos, que regresara inmediatamente a mi cama. Siempre me veía y yo ni siquiera dudaba, ya que me había dicho más de una vez, y solía advertirlo: «Mamá te verá en todas partes, hijo».
Ahora es necesario simular, imaginarse que esto es una carrera, podría ser la «Carrera por la copa del Jefe del Ejército» que se llevará a cabo la semana próxima, o una carrera en el marco de la competencia de atletismo interregional que tendrá lugar dentro de cuatro semanas, y sea la que sea, el silencio reinante será muy intenso cuando en una u otra los rugidos del público y el alboroto de los dirigentes y la disonancia de las canciones en los altavoces, todos se vayan apagando rápidamente después de la tercera o cuarta vuelta alrededor de la pista y su lugar sea ocupado por el latido permanente y machacante de la sangre en los oídos, y brille la luz de la tierna carne de las ostras del pensamiento, los sucesos observados desde su lado interno, todo el susurro ardiente, y, durante todo ese tiempo, la dureza de tus piernas en el ritmo constante, un pie tras otro en el quinto paso, donde se termina la inspiración, te esperará siempre un segundo hendido, sin aire exterior, y nuevamente los cinco pasos de la exhalación y también ahora, en el diáfano silencio de alrededor, no hay quien adivine que no se trata de una de tus carreras públicas, que los arbustos bajos, intrincados, no son entrenadores encorvados a los costados de la pista, que las piedras claras no son jueces y secretarios con abdomen prominente, un poco divertidos, y qué bueno que hasta ahora —ya transcurrieron más de quince minutos— no haya pasado ni un automóvil para alterar la oscuridad y que puedas seguir corriendo tranquilamente, rodeando la noche con tus telarañas transparentes, como solías hacer cuando recién habías conocido la paz que te produce correr y, junto con tu padre, recorrías cada noche el barrio de tu infancia, pisando sus calles con tus zapatos, envolviéndolas con los delgados filamentos que tejían las arañas de tu cerebro, y después de que dejabas a tu padre junto a la puerta de la casa, cansado, sonriente y rendido, aún volvías a atacar, como un silencioso murciélago nocturno, las calles laterales y las callejuelas recelosas, atravesando patios, hombres, mujeres y niños, ahogándote en las apretujadas burbujas de sus sueños y sus gemidos esforzados, y ni siquiera por un instante te preguntabas por qué lo hacías y cuál era el significado de esa nueva satisfacción, sino que cada noche, a una hora casi fija, no podías soportar el golpeteo de la máquina de escribir otra vez más, ni los dedos de tu padre tamborileando sobre sus rodillas cuando escuchaba —sus orejas cubiertas con auriculares— los discos de sus coros, e inmediatamente debías salir de allí, correr antes de atarte totalmente las zapatillas, conquistar otra vez tus recorridos secretos y este tema no lograba convencer a tu madre, que reflexionaba una y otra vez, y decía que, a pesar de que ella no invalidaba la actividad deportiva, saludable de por sí, por algún motivo, le parecía que tu nuevo placer físico o tu adicción física, como sería más preciso decir, estaba totalmente alejada de la salud pura y, si bien ella no quería juzgar sin un conocimiento cabal, se sentía obligada a expresar que «hay una cierta brutalidad en la satisfacción que obtienes del movimiento de tus piernas, aunque, como ya he dicho, tal vez simplemente no entiendo». Y si alguna vez lograses explicarte claramente, sin titubear, quizás logres convencerla, porque, como ya sabes, ella siempre reconoce su error.
Aquí viene el primer automóvil, aparece silenciosamente por una de las curvas alejadas, sus luces se sacuden contra el cielo y las colinas, por lo tanto, hay que aminorar un poco, y estar preparado para escabullirse por un momento al costado de la ruta, congelarse allí como piedra o chatarra oxidada, pero mientras tanto, mientras esté alejado y callado, es conveniente seguir corriendo, porque la noche es corta y abundante su labor, y la luz del día, eso ya lo sabes, te aniquilará con sus malévolos rayos, dispersará tu vigor nocturno con su calor, atontará tus embestidas dolorosas de la noche nebulosa hacia la oscuridad corporal interna, donde todavía puedes conservar lo existente y la brasa rojiza no te molesta con ardores desconocidos, porque en los últimos tres años y medio la sacudiste contra cientos de franjas asfálticas y pistas de atletismo y playas arenosas, y moliste sus aguijones contra la línea elíptica imaginaria a lo largo de la cual serpenteaste en estadios y grandes campos deportivos, y mezclaste su intensidad con torbellinos de alegría emanada de tus compañeros de curso, el orgullo de los soldados desconocidos de tu campamento y el palmoteo de estímulo de los hombres de deporte. Y así podrás ahora engañarte a ti mismo, creer que dentro de ti reina una tiniebla como la que encontrabas entre las palmas unidas de tu padre, que te permitía clavar allí un ojo excitado, o como aquella en la que se sumergió el niño en el armario de su cuarto, y en el que te introdujo también a ti para que aprendieses el juego de los espejos dobles, y hasta cuando las imágenes vidriadas de ambos se entusiasmaban ante ustedes y los convertían en una visión irreal, tampoco entonces le preguntaste nada sobre lo que le sucedía, y, en verdad, nunca le preguntaste nada, porque comprendías muy bien cuánto hería el tono de la pregunta, ya que a lo largo de los últimos tres años y medio estuviste defendiéndote, irritada y agotadoramente, de los pinchazos de las preguntas que te clavaban y ésa es una de las sordas melodías de las que no puedes liberarte en este momento, sobre las que vuelves en el ritmo del cinco, en cada una de tus carreras: ¿qué te pasa? ¿Qué sucedió de repente? ¿Dónde nos equivocamos? ¿Quién es el culpable? Una y otra vez esas palabras, ese movimiento de descuartizamiento. Ellas despegan; metálicas, las astutas se golpean contra tu obstinación, recogen tercamente los restos de su derrota y planean de nuevo hacia arriba, cargando esta vez sobre sus alas la demanda y el rencor. Tú eres el culpable, únicamente tú, te ocultas, mientes y, por un instante extraviado, te dejan tranquilo, esas personas buenas y misericordiosas clavan sus miradas unas en otras, y su insolencia es tan grande que no te ocultan sus intenciones, sino que te muestran amablemente sus métodos y enfoques —todo con el afecto y la ligereza de la cercanía—, como si fueras su socio y su batalla fuese una, porque, ¿qué es lo que quieren? No desean dañarte o herirte, Dios no lo permita, sólo quieren ayudarte, perforar la angustia atrapada en ti, permitirle fluir hacia afuera, para que puedas volver a ser como eras, y una y otra vez ellos suspiran sin querer, cuando recuerdan al niño que fuiste, un niño tan talentoso que seducía a adultos y a compañeros con su agudeza particular, con su sentido del humor, que no era en absoluto infantil, su percepción rápida hasta el asombro, pero no estamos hablando ahora de eso, de ningún modo, seguramente ya llegaremos —se atreven a decirte— a lo largo de nuestras interesantes conversaciones contigo, pero en esta etapa estamos dispuestos a satisfacernos con lo mínimo: que nos hables, que nos des un indicio sobre aquello que te pasó o que te produce tanto miedo, y, en realidad, queremos que dejes de deambular entre nosotros como una incógnita amarga y angustiante.
Presta atención, los faros amarillos aparecen rápidamente más allá de la curva, lánzate al costado, ten cuidado, casi te golpeas contra una piedra, lo hiciste muy bien, y ahora sigue corriendo, no te detengas ni un instante, ni mires hacia atrás, ¡cárguenme, piernas! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, inspiración. Como una lechuza silenciosa y brillante, el Mercedes atravesó la noche y viste en la cabina iluminada a un árabe gordo con un cigarro en la boca, y a su lado una mujer no muy joven, tal vez un poco perfumada, que se reía con una voz inaudible, y en este momento la solitaria molécula de luz se diluye en las montañas, en su navegación brillante, dejando olores a combustible quemado, humo de cigarro y aroma imaginario de mujer.
Si no pensase, sería más fácil. Si exhalase el hambre, el frío y lo que pasó hace veinte minutos en la habitación del niño, sería mucho más fácil. Solamente debo hacer un conteo del ritmo. Se pueden duplicar las respiraciones. Dividir por el pulso. Soy piernas. Así me llamaban al principio, «autómata de la carrera». Eso escribió un periodista tonto. Dijo también que si yo perseverase y desarrollase mi destreza, me convertiría en un corredor perfecto y que ya en ese momento no había quien pudiese alcanzarme en determinadas carreras. Sin intención, el necio tenía razón. Sigue contando.
En realidad, nunca fuiste un deportista sobresaliente, tampoco te hallabas entre los jóvenes musculosos, y hasta que cumpliste los dieciséis nunca fuiste incluido en ninguna selección de atletismo. Pero, a pesar de eso, tampoco estabas entre los débiles, los que se arrastran en la cola de la caravana, sino que encontraste tu lugar en ese punto moderado y móvil en la mitad de cada fila y te movías con él, cuidándote mucho de no salirte de su ritmo silencioso, y cuando uno de los profesores de Educación Física te dijo una vez que eras capaz de alcanzar mejores logros si te entrenaras sistemáticamente, pensaste que eso no tenía mucho sentido. Además, cómo podrías imponerte algún tipo de régimen —por eso tu madre se afligía mucho y no te lo ocultaba—, sino que lo sorprendente del asunto hubiese sido que esa pereza famosa —mejor dicho, incidental, con la que recogías lo que sucedía a tu alrededor— nunca te impidió ser uno de los primeros en otras áreas competitivas, muy apreciado por tus maestros, que se asombraban de tu madurez, de la seriedad firme con la que hilabas tus pensamientos, galanteado tímidamente por tus compañeras y con incómoda agresividad por las alumnas de años superiores, que giraban ridículamente alrededor de tu rostro bonito y tu cuerpo robusto, seducidas por tu encanto indiferente, despertando un miedo alerta en el núcleo infantil escondido en ti, que seguía los movimientos escurridizos de ellas a tu alrededor, sin que nadie supusiese su existencia, ni tus compañeros que no envidiaban tus triunfos, porque no tenías nada de soberbia ni producías irritación, y te sentías muy cómodo en el lugar que volvías a ocupar en cada grupo de muchachos, el lugar del segundo del líder, segundo, tras este o aquel joven, más salvaje y estridente que tú, con el ojo alerta para captar la onda de tus reacciones tranquilas, y todas esas cosas eran consideradas «triunfo». Pero tú no solías pensar en ellas, porque estabas más atento al clamor del lado interno de los acontecimientos, a su forro oscuro, en el que hay hilachas y costuras tirantes y ésa era la competencia en la que agotabas la mayor parte de tus fuerzas. Como tu madre ignoraba todo eso, te apremiaba para que salieses de tu letargo y concretases lo que había en tu interior, ya que «tienes talento y capacidad, y si fueras más perseverante y ambicioso podrías obtener logros honorables en algún área y no contentarte con los nebulosos indicios de logros que todos encuentran en ti», y se quejaba de que tú mismo estabas cautivo del encanto de ese éxito insinuado, sin hacer nada para llenarlo de contenido y sólo te satisfacías con irrupciones repentinas al mundo de los hechos, como los certámenes de escritura para jóvenes en los que participabas cada tanto, o la conferencia sobre filosofía en la universidad, a la que asististe como oyente solamente durante un trimestre, o el laboratorio de fotografía que armaste en el sótano de la casa en una erupción de entusiasmo y que fue abandonado un mes más tarde. Y ella, como ya sabes, no se asombra de los halagos que te llueven desde todas partes, en cada área a la que te acercas, porque ya conoce el final de cada una de esas embestidas a corto plazo y siempre finaliza sus palabras con una profecía tenebrosa o una frase común y corriente, como «llegará el día en el que el milagro desaparecerá y el niño quedará». Todo eso te lo descerrajaba con un enojo que no comprendías totalmente, así como no entiendes el desprecio que el amor por correr despierta en ella y la amarga obstinación con que golpeó tus alas para llevarte en su vuelo inflexible durante todos estos últimos tres años y medio con las huellas de sus uñas en tu espalda.
El gran acuario era como un ojo verdoso, iluminado, en la oscuridad de la habitación. Tu padre, bajo y regordete, solía entrar, en camiseta y pantalones cortos, y sentarse a tu lado. Su intenso olor a sudor atenuaba inmediatamente el embrujo que te mantenía estupefacto. Los peces se desalojaban unos a otros, con un desprecio permanente e inesperado. Otros estaban ocupados en la cópula o hurgaban en el fondo pedregoso. Tu padre decía que eran una máquina de alimento y reproducción. En la oscuridad del cuarto, el acuario era una burbuja verdosa, que brillaba como un sueño tropical, mientras a ti te invadían unas añoranzas inexplicables.
Un día como ése le contaste a tu padre acerca de Shlufi. «Shlufi es esa cosa secreta que hace volar las hojas de la mesa cuando nadie ve, el que tira el abrigo del perchero y por las noches cambia el lugar de los muebles; Shlufi se ensancha y se comprime según su voluntad; también salva vidas en momentos de terremoto. A veces también es muy malo. Da vergüenza contarlo». Tenías seis o siete años y el acuario centelleó dos veces en sus gafas. Él tenía entonces casi cincuenta y nunca habían hablado así. Después, el silencio que siguió te inquietó y te arrepentiste de habérselo revelado. «Nono…», dijo de repente y sonrió. Lo llamaban Nono. «¿A quién?», preguntaste. «Yo tenía un perro de peluche, con el que dormía cuando tenía tu edad. De tanto apretarlo ya estaba deformado y tenía un olor intenso a orina, pero solamente con él podía dormirme». «¿Nono?», preguntaste, e hiciste rodar el nombre en tu boca. «Sí, sí», dijo, «entonces tenía tu edad, y mi madre me dijo que era cosa de bebé, pero yo no acepté entregarlo y me lo llevaba al colegio en el bolso para que no me lo tirasen en mi ausencia. Todo el tiempo tenía miedo de que mis compañeros lo descubriesen». «¿Y el final?», pregunté. «El final», se rió, «el final fue que el médico dijo que un trapo tan sucio traía microbios, mi madre lo lavó y lo sumergió en agua hirviendo y lo roció con un polvo especial, entonces… Ya comprendes…».
Es una lástima que él no sepa contar historias. Mi madre las escribe, pero no es lo mismo. (Una vez, había una vez, hace muchos muchos años… De repente comenzó a ir a tu cama antes de dormir y te relataba cuentos en capítulos. Era muy lindo, pero no te dejaba dormir. También solía preguntar si te interesaba y qué habías entendido y, a veces, anotaba en sus hojas. Mi padre entraba y le decía: «El niño está cansado», y después volvía a entrar y agregaba: «Nu, Dvora, de verdad». Ella juntaba las hojas a desgano. «Ya eras un soñador», y los movimientos de su cuerpo y de sus manos eran rápidos, y el picoteo en tu mejilla enérgico).
¿Y qué recuerdas en esta fresca noche? Envuelto como estabas en el edredón de plumas del aturdimiento, desde tu primera noche en la habitación del niño, el hijo del comandante del campamento, en la que fuiste arrojado —no en tu beneficio—, después de que te espió, como era su costumbre antes de irse a dormir y, como en cada noche, vio en ti a su fiel guardián, secreto, o a su peligroso asesino, que lo acechaba pacientemente, y se fue tejiendo entre ustedes un entendimiento resignado, como el que se produce entre viejos enemigos, cansados, o cualquier otra cosa que su cerebro torcido pensaba en la oscuridad del ropero, en el que se escabullía después de apagar la luz y desde donde regresaba al amanecer, somnoliento y con dolores musculares, para que la luz, su madre y él mismo, lo encontrasen en su cama. Pero no sabías todas estas cosas en esa noche, hace cuatro semanas y tres días, cuando te despertaste en tu puesto de guardia fijo, frente a la casa del comandante, ante la cara filosa del niño, que parecía una pequeña nube blanca nocturna, con su pijama claro, y tuviste una sensación angustiosa, amarga, más allá de toda comprensión, cuando escuchaste su voz fina, esforzada, reprochándote, con un susurro, por haberte dormido en tu guardia. Sólo miraste preocupado sus ojos empequeñecidos y pensaste cuánto se parecían a los de su padre, el comandante, que se había acostumbrado a convocarte a una charla de instrucción y estímulo cada vez que estabas por representar al campamento o al comando en alguna competencia, y daba vueltas alrededor de ti en su oficina, hablando con entusiasmo sobre las expectativas que él, personalmente, y el jefe del comando, también personalmente, depositaban en ti, palmeándote la espalda sorpresivamente, como un amigo. Hablaba de tu maravillosa capacidad y se quejaba porque no participabas de la vida social de la base y siempre, cuando pronunciaba estas palabras, se detenía, se sentaba frente a ti, del otro lado de su gran escritorio, te atemorizaba por la potencia de las historias que se contaban sobre su crueldad y su maldad y te clavaba, por encima de sus puños cerrados, sus ojos estrechos. Se quedaba callado mucho tiempo, dejándote transpirando, bajo su mirada omnisciente, hasta que se apiadaba de ti y te liberaba diciendo: «Ojalá supiese correr como tú». Y por un instante te parecía comprender su intención y por qué sus ojos eran tan opacos cuando decía esto, pero él se sacudía de su sitio, se levantaba y recurría a las arrugas engañosas de la risa alrededor de sus ojos, te saludaba y te despachaba diciendo que de todos modos no entenderías. Tú salías de allí con el conocido alivio: también él creía que eras un absoluto tonto. Volviste a encontrar esos ojos inteligentes en la cara blanca del niño, que se parecía más que nada a un zorro, cuando volvió a decirte que te habías dormido y que se lo contaría a su padre, mientras un torrente de arena marina húmeda caía adentro del cuello de tu camisa desde una de las bolsas de tu puesto. Aún no habías encontrado las palabras para responderle al niño, parado delante —sus manos sobre las rodillas y la espalda encorvada hacia ti—, y él ya olía a cólera adulta, algo tan poco apropiado para una noche cálida y suave de final de verano. No supiste inventarle alguna mentira simpática, o comprarlo con una sonrisa, o alguna promesa ingeniosa, y casi te perdiste nuevamente en el sueño, tan enclenque estabas, pero su mirada te sacudió sin pausa, te obligó a levantar los párpados, exactamente cuando lanzó una chispa desde sus ojos y acercó mucho su rostro al tuyo y su aliento caliente arrojó a tu cara su opinión acerca de ti y la arena marina húmeda seguía cayendo con moderación permanente dentro de tu cuello. Ése fue el momento —si es posible determinar dónde comienza una cosa y dónde termina, en un mundo en el que la corriente musical del tiempo queda atrapada en finas trampas— en el que comprendiste que algo, una acción cualquiera, sale decididamente de las suaves tinieblas de lo permitido y se materializa frente a tus ojos, porque percibiste repentinamente el poder del niño, cuyo ardor y cólera y la ansiedad que tenía eran demasiado fuertes como para que se diluyesen por sí mismas. Por primera vez se despertó en ti el temor y tu cuerpo se contrajo un poco —también mientras corres en este momento, veloz e inteligente, recuerdas la pesada gota de aflicción que caía cuando comprendiste que nuevamente estabas por ser enajenado de ti mismo—, y no querías eso, no querías de ningún modo, pero carecías de fuerza para rehusarte y solamente fuiste como sonámbulo tras los delgados talones y el pijama claro y cumpliste su orden breve y asesina, mientras tu única esperanza era que todo fuera un sueño y así fue de verdad, y eso deberás creer desde ahora en más en tu carrera permanente, que golpea el pie contra la ruta con precisión quíntuple en la subida que conduce a Jerusalén, y en los senderos sinuosos que tienes en tus salones oscuros y amplios, o en cualquier otro lugar apropiado. Y en los caminos que lleguen después […] l
Traducción del hebreo de Tamara Rajczyk