Apareció el gran desfile, el desfile esplendoroso, colmando la calle entera. La muchedumbre fluía desde las callejuelas y se aglomeraba en las esquinas. Los jóvenes iban con atuendos de colores y las muchachas llevaban vestidos de verano. Se movían como siguiendo el compás. El acto estaba a punto de comenzar y el tráfico se dirigía hacia el norte, por debajo de los arcos luminosos.
El coro de niños, vestidos de azul, entonó la canción «Jerusalén Celestial» y los ancianos que los contemplaban desde los balcones suspiraban a escondidas como si los tocara el espíritu de la extinción. A continuación apareció la banda, los tambores, las trompetas doradas. El séquito de autoridades ya había pasado por la calle principal. La gente los aclamaba y las fanfarrias anunciaban su llegada.
Qué abandonadas estaban las cafeterías. La gente se amontonaba junto a las máquinas de espresso, apretujados unos con otros, como si acabaran de descubrir el secreto de su temporalidad. El prestamista Kandel sintió de pronto que todo a su alrededor era grandioso y que él se escondía en sí mismo como un topo. Sólo de noche, cuando todo se silenciaba, salía de su escondite. También en las noches claras la gente huía de él como de la mala sombra.
Tiempo atrás encontraba solaz con Bronda, la ciega. Ella lo metía sigilosamente en su habitación, en el sótano, y él se atrincheraba en su ceguera. Era un cuarto estrecho, iluminado con una oscuridad tenue, con una mesa a lo largo junto a un banco de madera que parecía robado de una iglesia abandonada. La amplia cama era bajita. Ella salía poco de su alcoba. Los vecinos le habían puesto un grifo con el que solía bañarse en una gran batea de madera.
Hace años, él le había prometido que la haría su esposa, le compraría una casa y que podría sentarse en la terraza. Y cada vez que él le hacía esas promesas, Bronda lo ridiculizaba, no le creía. Él se quejaba: los comerciantes lo estaban agotando. Cuando él se acercaba, le cerraban las tiendas. No sabía qué hacer.
Bronda no se lo creía. Solía decirle que Dios se había extinguido en sus entrañas, que se había vendido al diablo. Kandel le juraba que todo se le había destrozado. Los comerciantes huyen hacia sus casas, cierran las persianas. Con el paso de los días cesaron sus promesas y ella dejó de ofenderlo. Ahora lo martirizaba diciéndole que era un pecador sin perdón.
En su fuero interno la engañaba: ella no podía ver. Si los comerciantes le devolvieran lo que le debían, huiría de ella. Pero la realidad era lo más amargo de todo: no le pagarían nada. Kandel solía acecharlos en los callejones. Se abalanzaba sobre uno de ellos requiriendo la devolución, pero casi siempre volvía maltrecho y con las manos vacías.
A veces se quedaba retenido en Tel Aviv por alguna festividad. Ahí tampoco lo querían. Cuando regresaba extenuado, quemado, Bronda le decía que era su merecido. Que nadie es castigado por nada que no fueran sus pecados. De sí misma no le contaba nada, como si hubiera nacido del olvido.
—Cada uno con su carga de pecados —le dijo en una ocasión—. Y tú, Kandel, vas por la vida como si la justicia no existiera.
Otros comerciantes lo hacen todo a través de los bancos. Van a las cafeterías y ahí esperan. Kandel mantenía los hábitos antiguos y arriesgados. Los comerciantes huían de él como de un incendio. Bronda le decía que probablemente había errado y ahora tenía que subsanar esos errores.
Llevaba el dinero en efectivo cosido dentro de las mangas, que se veían pesadas. Por la noche, Bronda rebuscaba en ellas y él pellizcaba sus manos ciegas. A veces la lucha continuaba, generalmente entre sueños, durante toda la noche. En alguna ocasión conseguía deshacer una costura, pero siempre se trataba de poca cosa. Él distribuía el dinero por todo el largo de las mangas, para no gastar demasiado y especialmente para que ella no lo descubriera todo. Algunas veces las manos de ella vagaban por debajo de la camisa y él se sometía al sueño como quien cae en la profundidad del mar.
La idea de tener una tara no le daba tregua. Bronda le decía que tenía que pedir misericordia y perdón. Al oír esas palabras, él intentaba recordar. Había nacido en Lodz. Durante la guerra se había escondido en casa de una gentil. Inmediatamente después huyó a Alemania, donde comenzó sus negocios. Bronda barajaba los pocos datos que le había contado. Cuidaste siempre de tu madre. Tenías hermanos. Por qué no los cuidaste. Dices por ellos kadish. Cada una de esas palabras le cortaba las carnes. Quién sabe qué más hiciste.
En Yom Kipur lo echaba de su madriguera. Él recorría las calles ruidosas, iluminadas, pegado a las paredes. Volvía por la tarde. ÷¿Has pedido perdón de Dios?, arremetía contra él. Este año te perseguirán los comerciantes como a un perro. Más de una vez se prometió a sí mismo que no volvería a esa casa. Sería más fácil dormir en un banco, que someterse a los reproches de Bronda. Pero volvía. Ella abandonaba su cuerpo ciego en sus manos. Él la sobaba a escondidas. Pero ella era tacaña en cumplidos. Envenenaba el escaso placer con su crueldad.
De esa manera iban pasando los días difíciles. Los comerciantes no saldaban deudas y por las noches él los seguía persiguiendo. Los niños le arrojaban piedras. Y cuando volvía, al amanecer, a atrincherarse junto a Bronda, ella le gruñía entre sueños, otra vez has venido. Te lo mereces. Si hubieras dejado el dinero en mis manos, ya serías rico.
Como no sabía a quién pedirle clemencia, se la pedía a Bronda. Ten piedad de mí, Bronda.
—Yo te puedo absolver de todo. A mí no me lo tienes que pedir.
—¿Entonces a quién?
—A Dios.
No tenía duda: era malvada. Y su maldad tenía fuerza. Como si no fuera ella, sino algo que ella albergaba. Al lado de su ceguera, era minúsculo como un topo. Si pierdes la vista te enterarás de lo que es, le decía. Le parecía como si ella abarcara algo más que este mundo.
Absorbía su voz en silencio, como una droga. No le daba tregua la idea de que todo a su alrededor, los comerciantes, las personas, eran fruto de la imaginación, y que sólo Bronda era real. Si sólo le dijera Dame tu dinero, se lo daría. Pero ahora se había vuelto a quedar sin nada. Por las noches, Bronda le revisaba las mangas, mas no encontraba nada. Aún le quedaba una pequeña suma cosida dentro de los zapatos.
Pero Bronda no se apiadaba de él. La noche del Día de la Independencia, mientras todos seguían festejando, se fue. El entierro fue raudo, como si hubieran estado esperando que muriera. El cielo resplandeciente de la celebración se abrió sobre la ciudad. La gente se desplazaba en grupos por las calles, hacia los actos. El azul descendió desde lo alto y los que estaban en las cafeterías parecían escarabajos ahuyentados por la luz.
Y apareció el desfile. Un desfile que era todo vigor. La banda fluía por debajo de los arcos de luz y los niños entonaban «Jerusalén Celestial». No había ni un retazo de sombra. La luz del mediodía brotaba del interior de las trompetas. La música potente se volcaba sobre la calzada como una miel espesa, como una vía abierta hacia las alturas.
La gente siguó pasando una larga hora. La luminosidad se fue agrisando y largas sombras se desplegaron por las aceras. El pesado portal, el portal de la luz, se fue cerrando. La gente sacó la cabeza de las cafeterías: por dónde va el desfile. Se arrastraron de nuevo al interior y se escondieron junto a la máquina de espresso.
Un vacío, como al final de todo, bajó sobre las amplias calles. Dos banderas olvidadas ondeaban en la brisa mientras la sombra vespertina se filtraba hacia el interior de los rincones. De pronto vio que su gran enemigo, el comerciante Drimer, iba descalzo. De la cara demacrada salía una mirada hueca, una especie de sospecha, como dentro de una nueva cárcel. Pareció como que se reconocían. Algunos intentaban ocultar, esconderse, buscar refugio junto a las columnas, pero todo era diáfano y trasparente. Un calor extenuado quemaba el rostro de la gente como si se hubiesen agotado todas las fuentes de agua.
Es que nunca me redimiré, le preguntó en una ocasión a Bronda. Ella cerró sus ojos ciegos y le dijo: eres un tacaño, te lo has cosido todo dentro de las mangas y a mí me das como un ladrón. Si me das dinero, seré tu defensora; pero para entonces ya no tenía dinero.
Sintió ahora el peso de sus zapatos. Se los quiso quitar e ir descalzo. Bronda también iba descalza antes de morir. Le pesaban las piernas y solía untárselas con margarina. Dos personas marchaban por la acera de enfrente. Los conocía. El año anterior les había prestado mil liras. No le devolvieron ni un céntimo. Ahora los podía atrapar. Eran altos como sombras que el viento está a punto de dispersar.
Las viviendas se elevaban hacia la noche. Los carteles publicitarios se hacían entre sí señales, como si un tren estuviera por irrumpir dentro. Los comerciantes se iban a encontrar junto a la estafeta de correos vacía. Podía levantarse y precipitarse sobre ellos, arrancarles la piel. Se sentaron en las escaleras como aves de retaguardia que perdieron la bandada. La palidez reptaba por la cara de Drimer. Los dos comerciantes, sus enemigos y enemigos de Drimer, se sentaron a su lado. Tenían el cuello rojo, como si los hubiera quemado el fuego. El comerciante alegó que había quebrado años atrás a causa de los cobros de Drimer, que también estaba ahí.
—Kandel, venga y siéntese con nosotros —lo llamó Drimer.
Quería calmar a Bronda, pero, a decir verdad, cuál era su voluntad. Una vez le dijo que si tuviera dinero alquilaría una terraza alargada. Sin darse cuenta, sus pies lo arrastraron. Se marchó. Una brisa fresca vino a su encuentro al bajar la cuesta. Y dio con el sótano de Bronda. La puerta estaba abierta. Una tenue oscuridad iluminaba la mesa y el banco. Entró lentamente sin quitarse los zapatos. Se acurrucó envuelto en la manta desflecada de lana de oveja. Y un plácido frío, como la nieve, se arrastró por su cuello. Tiró de la manta hasta cubrirse la cabeza y quedó envuelto.
Traducción del hebreo de Marta Lapides
Publicado con autorización de The Wylie Agency (uk) Limited.