Capítulo 1
A la mitad del viaje anual de la clase, rodeado de plataneros gigantes cuyas sombras me recuerdan un lugar distante, recostado junto al río Amud, cierro los ojos para alejar el estruendo creciente del agua y me pregunto: ¿Qué pasará ahora? ¿Qué me falta por vivir? A mi edad, cuarenta y nueve años, todo es tan extraño e inesperado como el rifle que está a mi lado, un viejo rifle que aún me es familiar, de mis días en el ejército, quizás lo único que no ha cambiado desde entonces. Lo acaricio con la punta de los dedos, como un gesto de hermandad de los inadaptados que no pertenecen al New Age. De repente, la felicidad me inunda: si no hubiera partido, mi tiempo se habría agotado más rápido, pero ahora el futuro está lleno de sorpresas, casi como el futuro de mis ruidosos estudiantes, un nuevo rebaño que estalla en la pradera de la vida.
—¡Profesor, profesor! ¡Rotem se cayó del puente!
Me incorporo lentamente, como un turista que está de paso, sin nada que hacer. El niño está sollozando, con su brazo torcido, cojea hacia mí. Uno de los padres viene corriendo. Aliviado, mando al niño lastimado con él, estoy al pendiente de su recuperación desde lejos.
—¡Profesor Dror, venga al agua!
La diferencia entre ellos y yo es ilusoria. Me quito la ropa para quedarme en traje de baño, y como un niño flaco que evita con cuidado un charco de agua fría, avanzo despacio hacia las profundidades, mientras las ninfas en camisetas mojadas danzan a mi alrededor, gritando animadamente y zambulléndose al mismo tiempo. El frío provoca que se agudice la conciencia: todos llevamos un niño dentro, ella jamás saldrá de mi vida. Nunca me dejará vivir. En mi desesperación, ya no me importa moverme para mantenerme caliente; en silencio, absorbo más y más el frío, el cual transforma mis pensamientos y sentidos en hielo, así encuentro confort en la ilusión de que algo cambia gradualmente en mi ser.
Quneitra estaba bañada por una luz fuerte, como si el día nunca terminara, a pesar de que ya eran las siete en punto. La directora me pidió, refiriéndose a mí, bromeando, como el más viejo de los profesores, que contara mis recuerdos de este lugar en tiempos de guerra. Por un instante me entusiasmo y trato de que me escuchen entre el ruido: «Siempre fue una ciudad melancólica. Como pueden ver, el color dominante es el negro».
—¿Quién sabe por qué? —la directora prorrumpe, el tormentoso ruido empieza a disminuir.
Clamor de nuevo.
—¡Por el basalto! ¡Por el basalto!
—Fue la primera ciudad enemiga que enfrentamos. Nuestras guerras siempre habían sido en el desierto, de repente nos encontramos con una especie de ciudad extranjera —mi voz suena extraña por el viento, mis palabras asemejan una confesión y parecen provenir de una guía de turistas al mismo tiempo.
—¡Una ciudad extranjera! —grita uno de ellos y los demás ríen.
—No, en serio —trato de convencerlos—, era tan extranjera como si estuviéramos en Nepal o el Tíbet. Muchachos, no estábamos tan mimados como ustedes, que tan pronto empiezan las vacaciones de verano ya están en el aeropuerto.
—¡Vamos! ¡A comer, tenemos hambre!
El extinto volcán hizo erupción de nuevo. Como piedras, se precipitan hacia los autobuses estacionados abajo.
—Es cierto que es melancólica, como el fin del mundo —susurra una voz sedosa. La veo de espaldas, sólo el brilloso cabello suelto, e imagino la mirada lunática buscando la ciudad por la línea fronteriza—. Apuesto a que sólo fantasmas viven ahí. Quizás es la ciudad vacía del relato de Kafka.
—Y la torre, de hecho, es una mezquita —me apresuro a responder para no desperdiciar el momento en el que, por fin, alguien hace la conexión entre la literatura y la vida.
—Pero, ¿dónde está el reloj? —ella me mira, sus ojos verdes casi grises asoman detrás de unas gafas muy finas, un gris como la niebla que oculta un abismo, como una trampa escondida.
—No hay relojes en las mezquitas —digo hipnotizado.
—Vaya progreso —escucho la seductora voz—, el tiempo no sólo se paraliza, queda anulado por completo.
—¿Y luego? ¿Qué ganamos? —me convierto en el alumno.
—Podemos hacer lo que queramos —sonríe de forma indulgente, como si esa fuera la única respuesta.
—¡Omer! ¡Omer! ¡Profesor! ¡La clase terminó!
Toco su brazo y retrocedo, porque no es claro lo que he tocado, cuerpo o espíritu.
Así fue como la descubrí.
Ella baja por la pendiente delante de mí y tropieza, acelero y pongo mi brazo alrededor de su cintura para cargarla, su cuerpo oculto por un overol es más grande de lo que esperaba. El fresco aroma de su cabello color miel evoca una imagen de ensueño de una vida que apenas comienza, ráfagas oscuras que dispersan pequeñas hojas blancas en el camino, una falda agitándose sobre sus muslos que, con nervioso regocijo, reposan en el asiento de una brillante Lambretta. Cuando me preguntaron en la reunión de maestros cómo podía concentrarme si las chicas se visten así, no se referían a Omer. ¿Cómo?, pregunté, y todas las maestras se rieron, porque pensaban que me estaba haciendo el inocente. Con los pechos y el abdomen al descubierto, no finjas. Son sólo niñas. ¿De qué hablas? ¡Niñas! Saben cosas que ni en tus más salvajes sueños te imaginarías.
La estufa portátil de gas truena afuera de la tienda. Debo comer para dormir. Jamás podría describirla como una niña. El mar es tranquilo, sólo se ven nalgas, recuerdo una de sus frases en el taller de escritura creativa, la cual elogié. Se tardó seis meses para empezar a participar. La primera vez contó un sueño: una balsa navega a contracorriente a lo largo del río y éste se divide en dos afluentes. No me podía concentrar bien en la historia porque oía la marcha fúnebre en mi otro oído. No quiero pensar en eso. Todos dicen que fue producto de mi imaginación salvaje, pero sólo yo sabía lo que había detrás de las quejas de Semadar. Sentía que merecía ser más que una maestra de preparatoria que no iba a ningún lado. Ese maldito legado le llegó de repente cuando uno de sus tíos murió en Francia; le echó más leña al fuego, aunque el efecto debió ser el opuesto. Pero no para una kibutznik como ella, descendiente de una rebelde raza de ascetas. Para ella, el dinero era sagrado. Y no podía tolerar por mucho la discrepancia entre nosotros. Durante la noche se transformaba en una princesa y yo no tenía lugar en su palacio. Estás loco, todos me decían cuando salía, por lo menos ten piedad de Omer, eres tú quien no puede aceptar que ahora le vaya mejor. El dinero corrompe, argumento, siempre lo he sabido. El deslumbrante auto rojo que compró me deprimía, su extravagancia me enfurecía, daba regalos a todo el mundo. No sabes qué es la generosidad, se lanzó en mi contra, por eso estás tan furioso. Entonces, ¿por qué sólo conmigo haces cuentas todo el tiempo?, pregunté. ¿Por qué tu generosidad no está dirigida a mí? ¿La caridad no empieza en casa? Si al menos formara parte de esa abundancia. ¿Sabes que no he ido a Londres en diez años? ¿Cómo te atreves a quejarte?, gritó. Cuando empieces a cumplir con tus obligaciones tendrás derecho a levantar la voz, la rutina te parece una grosería, haces algo útil sólo cuando se te antoja, si eres incapaz de desempeñarte en el mundo exterior, coopera más en casa, ¿por qué siempre tengo que comprar la comida? Porque tienes una manía por comprar, no puedes dormir en paz si el refrigerador no está lleno, este consumismo me parece asqueroso. Recuerdo una riña amarga, que ella describió como fea, pero que me liberó porque en el momento más álgido salí del departamento, como era mi costumbre; me calmé con el aire fresco del fracaso, fui directo a la iglesia de la Santa Sepultura en la Ciudad Vieja. Siempre había una misa donde podía estar, abstraerme, odiar a la mujer que amo y amar a Dios. Pero no quiero pensar en eso ahora, tengo que dormir un poco.
Algunas veces los odio y otras los amo. A veces me digo: les pondré a todos cinco, y otras quisiera ponerles un diez. Son traicioneros como yo. Le doy un trago a mi café negro y empiezo la clase: «Una pala se usa para la agricultura y para cavar. Ayuda a que las cosas crezcan y también se usa para cavar tumbas». Hablo en voz baja, desde lo más profundo, con una voz que me parece convincente, incluso hipnótica.
La clase empieza a murmurar.
—Profesor, ¿a qué se refiere con cavar?
—¿Tomamos apuntes sobre agricultura?
—No, sobre sepultureros —alguien responde gritando.
Fuertes carcajadas. Alboroto. Mueven las bancas, sacan la comida de las loncheras.
—Profesor, ¿puedo salir a tomar algo?
—¡Nadie va a ningún lado! —digo molesto.
—Sólo un momento para ir al baño.
—Escucharon lo que dije.
Cuando el tumulto disminuye, trato de regresar a esa voz, escriban lo que se les ocurra. Pueden buscar en el alma, ¿no?
El alboroto comienza de nuevo. ¿Qué tiene que ver el alma, profesor?
Una nueva ola de gritos y risas se convierte en mis adentros en un sólido bloque de ira. ¿Cuánto durará mi paciencia? ¿Cuánto tiempo puedo permanecer como una isla silenciosa en medio de un mar de ruido? Respiraciones profundas, ojos cerrados. No marques las arrugas, concéntrate, relájate. Veo a lo lejos con una mirada indiferente, molesta y resuelta. El ruido se dispersa como un tiroteo después de una batalla terminada. Sólo quedan estallidos aislados de ruido, hasta que otra vez hay un silencio absoluto y comienzan a escribir. Vacío, me quedo en mi silla.
Y luego veo la sonrisa, una sonrisa a medias ilumina sus ojos serios. Oculta algo sinuoso, dulce, virginal y experimentado al mismo tiempo, la sensualidad se oculta en el borde de sus labios. Quizás es simplemente astucia. ¿Qué calificación pedirá a cambio de esta provocación?
Ella se levanta y se acerca, apoyando los codos en mi escritorio.
—Quiero mejorar mi calificación en lectura creativa.
¡Te tengo, dulce ladrona! Para mis adentros, repito una frase del video de Winnie Pooh que Omer es capaz de ver más de diez veces en una tarde. «¿Quneitra te ha inspirado?».
Se endereza sin gracia, su cuerpo torpe bajo los tirantes del overol.
—No estaba concentrada debidamente en el examen.
—Está bien, entonces te haré un examen oral mañana a la hora del lunch.
La felicidad me invade. A pesar de mi semblante indiferente, disfruto conquistarla. De inmediato dirijo mi inesperada alegría hacia la clase.
—Veamos qué han escrito, ¡al menos una obra maestra! —digo entusiasmado.
—Profesor, no tengo apuntes.
—¡Escriban, no tomen apuntes! —digo furioso—. Una historia no es un apunte. ¿Cuántas veces tengo que decirles que aquí escribimos, no apuntamos?
—Profesor, no entendí qué nos pidió que hiciéramos.
«Está bien, está bien, hagamos otra cosa». No permitiré que mi felicidad sea enterrada bajo una nueva conmoción. Me abro paso entre las filas de las bancas, pisando mochilas, puestas en el piso, entre envolturas de sándwiches, cáscaras de fruta, y pastelillos; me pongo al lado de Katia.
—Cava sin escribir —la sorprendo—, danos una imagen verbal de tu casa en Rusia.
—No entiendo. ¿Dónde la dibujo?
—En la mesa, no importa dónde —digo exasperado.
Ella se ríe. Con su uña larga, rasga la madera: «La casa estaba aquí, grande, amarilla, dos leones salían de las paredes, solíamos aventarles piedras pero siempre fallábamos, y aquí enfrente, al otro lado de la calle», mueve su uña, «estaba el bar con los borrachos, era muy peligroso pasar por ahí. Y aquí», dibuja un círculo, «estaban los juegos y al lado, aquí, la embajada, no recuerdo de qué país».
—¿Qué clase de ensayo es ése? —grita alguien.
—Es un relato, no un ensayo —corrijo tranquilamente—. Su descripción me parece muy viva, como si hubiera estado ahí. ¿Qué ciudad es?
—Taskent.
—¿Ven?, ya conseguimos algo, hemos estado unos minutos en Taskent —dije sin la esperanza de obtener algo de esta clase.
—Profesor, ya sonó la campana.
—Busquemos una sombra en la esquina, quizás bajo el olivo, así los jugadores de basquetbol no nos molestarán —la guío a través de la cancha de concreto que reverberaba por los golpes de la pelota y los gritos.
—No he leído todo el material, desde ahora se lo digo.
—No importa. Veamos cuánto has asimilado de lo que has leído.
Al sentarse, un pequeño demonio azul armado con un trinche se asoma bajo el tirante de su brassiere negro, el cual, sin querer, hace a un lado un mechón de pelo que le cae en el hombro.
—¿Es una estampa o un tatuaje?
Con una sonrisa en apariencia inocente: «¿Qué?».
—Ese demonio.
—No me lo puedo quitar.
—Ah.
El dibujito se esconde de nuevo en su cabello. Glóbulos transparentes de sudor entre sus labios rosas y su larga y recta nariz.
—¿Qué quiere que le diga?
—Tal vez podrías decirme si es posible imaginar un tipo específico de héroe a partir de los libros que hemos leído este año.
—¿Te molesta si fumo?
—No.
Saca un cigarro de su bolsa, inhala profundamente, inclina la cabeza hacia atrás y echa el humo hacia el monte Sion, en las afueras de la Ciudad Vieja. El humo se mezcla con la niebla de las montañas de Moab. «Un hombre sin Dios».
—¿Eso qué significa?
—Un hombre que no siente necesidad de rendirle cuentas a nadie —su voz es clara y decisiva.
—¿Estás diciendo que no tiene conciencia? —trato de ocultar mi curiosidad.
—¿Eso crees? No es que no tenga conciencia. Hay algo dentro que lo contiene.
—Un misionero podría decir que, si algo lo contiene, eso prueba la existencia de Dios.
—O que se trata de un ser humano.
—Bien. Ahora, en tu opinión, en el libro de Imre Kertész, Sin destino, ¿esa cualidad ayuda al héroe, el niño que describe sus experiencias como sobreviviente de los campos, o le estorba?
El cigarro permanece entre sus labios, lleva las manos a sus agujetas, ajusta una.
—Le ayuda, porque no le interesa quejarse, rezar o hacer cuentas con Dios. Es genial, ve el mundo como es.
—Un mundo sin recompensas ni castigos.
—Exacto, nadie puede ayudarlo, sólo él mismo. Está solo y es fuerte.
—¿Cómo llamarían Sartre o Camus a un hombre así?
—Fácil, es un ser humano auténtico.
—¿Qué?
—Un hombre que tiene su propio criterio, que no actúa según las convenciones.
—Entonces, ¿Meursault, de El extranjero, hubiera podido sobrevivir a un campo de concentración?
—Sin duda no le hubiera caído del cielo de forma inesperada.
—Porque el cielo, como lo leímos en el poema de Szimborska, es sólo el cielo, no la casa de Dios.
—¿Estás de acuerdo? Es sólo aire, átomos de agua. Ni siquiera es azul. Aunque a veces, durante los exámenes, miro hacia el cielo y espero que Dios me ayude.
—¿Te gustó Sin destino? —no le pregunto con el fin de calificar sus conocimientos, sino para escuchar su opinión.
—Es un libro estupendo. Creo que debería ser agregado a la Biblia.
—¿Qué tiene que ver con la Biblia?
—¿No le parece que el Holocausto es un acontecimiento que la justifica? Y también agregaría el libro de Kaczetnik, Salamandra, y el testimonio de ese asesino nazi en los juicios de Núremberg.
—¿Cuál testimonio? —me pareció una idea fantástica incluir en la Biblia descripciones apocalípticas que ni siquiera los profetas pudieron imaginar.
—El que describe a una familia parada al borde de la fosa. La abuela carga a un niño de un año y le canta, el padre lleva de la mano a un niño de diez años, apuntando al cielo y explicándole algo, y la madre los mira y llora. Pero, ¿sabe qué me impresionó más del libro que estudiamos?
—Puedo suponerlo —ahora es mi turno de sorprenderla.
—¿Y bien? —ella me lanza una mirada provocativa.
—Lo que dice al final, que incluso en torno a los hornos de Auschwitz había algo parecido a la felicidad —dije con orgullo infantil, como si fuera yo el examinado.
—¿Cómo lo supiste?
—Me asombró también en su momento —dije con cuidado. Ahora puedo ver a Omer como una aliada.
—Le preguntan cómo era el infierno y responde que no conocía el infierno, que ni siquiera podía imaginar cómo era —dice apasionadamente—. Puede describir un campo de concentración, porque lo conoce, pero no el infierno.
—¿Recuerdas cómo lo explicó?
—Cree que es imposible aburrirse en el infierno. Me parece increíble. Aun en Auschwitz, dice, había momentos de aburrimiento, después del trabajo y antes de la comida, temprano por la tarde incluso sentía nostalgia, ¿sabe? —duda, sus ojos se desvían más allá de la iglesia escocesa, hacia el desierto—, en cierto sentido, lo envidio. Tenía más o menos mi edad cuando estuvo ahí.
—¿Lo envidias? —estaba conmocionado.
—Sí, por estar en el infierno. Bueno, nunca aceptó esa definición, sin embargo, estuvo en el infierno, ¿no?
—Sí.
—Entonces, ¿no te parece fantástico, una experiencia trascendental única? Y el hecho es que habla de la nostalgia.
¿Una experiencia trascendental? Por un momento me desconcierto, contemplo esta susceptibilidad con sospecha. ¿Cómo puede decir algo así? ¿Qué clase de vida lleva para sentirse así? Pero luego empieza a reírse y me tranquilizo. Sólo es una niña y lo dijo para ser original a toda costa.
—Dime, ¿dónde has estado todo el año? —sonrío aliviado.
Se ríe y desvanece la risa con los dedos que aún conservan la gordura de la infancia. El rostro delicado y alargado, los ojos verdes se nublan como una ensoñación al estilo Modigliani.
—No entendí nada hasta que tuve un momento de introspección.
—¿Cuándo fue?
—Contigo, cerca de Quneitra.
—¿En serio? —me siento sorprendido.
—No, estoy bromeando. ¿Pasé?
—Por supuesto.
—¡No bromee! ¿Me pondrá un 9 en la boleta? […]
Traducción de Nadia Mondragón,
a partir de la traducción del hebreo al inglés de Chaya Galai