Árabes danzantes [fragmentos] / Sayed Kashua

Las llaves del armario
     Siempre me había pasado largos ratos buscando las llaves del armario. Las buscaba cada vez que la abuela salía a dar el pésame a casa de otra anciana del pueblo que hubiera muerto. El viejo armario marrón era como un enorme cofre cerrado con llave que contuviera un tesoro, diamantes y coronas reales. Una mañana, después de que todavía otra noche más me hubiera colado en la cama de la abuela, porque de tanto miedo como tenía no conseguía conciliar el sueño, la vi sacar la llave de un bolsillo secreto que había cosido a una de las almohadas. La abuela me tendió la llave al tiempo que me pedía que le sacara del armario la alfombra de la oración. Al instante salté de la cama. No entendía qué le había pasado a la abuela. ¿Sería verdad que iba a dejarme abrir el armario? Cogí la llave y, al introducirla en el ojo de la cerradura, la abuela me advirtió:
     —Hazla girar con cuidado, que está muy oxidada.
     Unos vestidos blancos colgaban de unas perchas a un lado del armario, mientras que en la parte de los estantes había toallas, unos bombachos de lencería doblados y medias. Bragas no. La abuela no se pone bragas, sólo bombachos. En el estante de abajo estaba la alfombra de la oración, hecha de una pelliza de cordero. Ella misma la había curtido: compró el animal para la Fiesta del Sacrificio, lo desolló, le echó sal a la piel y la puso a secar al sol. En el estante más alto había una gigantesca maleta azul, la misma que había llevado a la peregrinación a La Meca hacía unos cuantos años. Me pregunté qué contendría. Puede que más uniformes de policía, como los que nos trajo de la ciudad santa.
     Cogí la alfombra del estante y la extendí en el lugar habitual de rezar de mi abuela. Rezó sentada, porque ya le costaba permanecer de pie tanto rato.
     La abuela vive con nosotros. Aunque, a decir verdad, somos nosotros los que vivimos con ella. Tiene habitación propia, con un váter al lado y un grifo para las abluciones que preceden a la oración, y nunca va al salón ni a la cocina. Es de la opinión de que quien quiera algo de ella debe acudir a visitarla a la habitación. Ella jamás invadiría el territorio de mamá. Y si mis padres no quieren hablar con ella, ni falta que hace. Por su parte, no tiene intención alguna de tomar la iniciativa de entablar conversación. Un día ésta fue su casa, hasta que mi padre, su único hijo, la recibió en herencia, le añadió unas cuantas habitaciones, se casó y tuvo hijos. De los cuatro nietos varones de la abuela, yo era el único que tenía por costumbre colarme en su cama. Apenas si dormía con el resto de mis hermanos en nuestro dormitorio común. Siempre esperaba a que mis padres se hubieran quedado dormidos y, a hurtadillas, me pasaba a la habitación de la abuela, a su cama. Sabía que yo tenía miedo de los ladrones, de la oscuridad, de los monstruos, y que con ella me sentía a salvo, así que nunca me dijo que no, no vengas más a dormir conmigo, a pesar de que tenía una cama estrecha y muy vieja, de más de treinta años. Yo me despertaba cada mañana al amanecer, a la hora a la que mi abuela estaba rezando. Nunca, pues, había visto la llave y jamás me había pedido que le trajera nada del armario.
     Cuando terminó la oración aquella mañana, se volvió hacia mí:
     —¿Has visto dónde escondo la llave? Nada más te lo cuento a ti y quiero que me prometas que no se lo vas a decir a nadie hasta el día de mi muerte. Entonces abrirás el armario y les dirás a tus tías, que con toda seguridad vendrán en cuanto yo muera, que todo lo necesario para mi ajuar funerario se encuentra en la maleta azul. ¿Lo entiendes? Que utilicen solamente lo que encuentren ahí. ¿Me lo prometes?
     —Te lo prometo.
     —Y a ver si dejas ya esos miedos. Un niño tan listo como tú, ¿qué es lo que te asusta? Deprisa, corre a tu habitación antes de que tus padres se despierten.
    
    
De manera que ahora me siento responsable del entierro de mi abuela. Ella, por lo visto, sabe algo que yo no sé, porque si no, ¿para qué necesita un ajuar funerario?
     Desde esa mañana en la que la abuela me reveló dónde estaba la llave, empecé a ir corriendo hasta casa entre clase y clase. Sólo disponía de cinco minutos para ir y volver, pero es que vivíamos justo al lado de la escuela. Cuando el timbre sonaba para indicar el fin del recreo, yo lo oía desde casa y siempre me daba tiempo a llegar al aula antes de que el profesor hiciera el camino desde la sala de profesores hasta allí. Nunca llegué tarde. Era el primero de la clase, el mejor de todos los cuartos. Cada vez que corría a casa, me imaginaba a la abuela tendida en su estrecha cama rodeada de sus cuatro hijas llorando y cantando exactamente las mismas canciones que cantaron cuando murió Bashir, el marido de la tía Faten, o cuando murió el tío Shaker, el marido de la tía Ibtisam. Yo sabía muy bien que no tenía que perderme la muerte de la abuela, y siempre rezaba para que me diera tiempo a llegar antes de que la enterraran. Porque tenía que darme prisa en contarles lo de la maleta azul, tenía que explicarles lo del ajuar funerario. Nadie sabía dónde estaba la llave, ni siquiera mi padre, su único hijo varón.
     Por las noches seguí colándome en la cama de la abuela para dormir junto a ella. Pero en vez de tener miedo de la oscuridad, de los ladrones y de los perros, empecé a tener miedo de la muerte de la mujer que tenía al lado.
     La seguridad que había irradiado sobre mí su enorme cuerpo se esfumó. Desde un determinado momento empecé a dormir con ella para protegerla de la muerte. Me despertaba a menudo, contenía la respiración y acercaba el dorso de mi mano a su boca. Mientras notara el cálido aliento sabía que todavía no, que la muerte aún no había venido.
    
    
La abuela no volvió a hablar conmigo ni del ajuar funerario ni de la maleta, como si se hubiera olvidado de todo ese asunto, como si la muerte ya no le preocupara. En algún momento a partir de quinto, entre las vacaciones de invierno y la primavera, corrí a casa durante uno de los recreos, tal y como era mi costumbre, para encontrarme con que la abuela no estaba allí. El hecho de que la abuela hubiera salido de su habitación constituía un verdadero acontecimiento, porque ella sólo salía de casa si alguien había fallecido y, entonces, tardaba mucho en volver.
     Sin pensarlo dos veces fui hasta la almohada y con sumo cuidado, sin moverla ni un ápice de sitio, metí la mano en el bolsillo secreto y saqué la llave. Recordé que la abuela me había dicho que estaba oxidada, por lo que la hice girar despacito y con delicadeza. Lo único que me faltaba es que ahora se me fuera a romper.
     En el armario se encontraban exactamente las mismas cosas y dispuestas en el mismo orden, como si nada hubiera cambiado. La alfombra, los vestidos blancos, los bombachos. Nada de bragas, sólo medias. No conseguía llegar al último estante. Me quité los zapatos, puse un pie en el estante de la alfombra de la oración, apoyé el otro pie en el estante de los bombachos y logré abrir, con una sola mano, los cierres metálicos de la maleta azul.
     Apenas podía ver lo que allí había. Palpé con la mano unas toallas. ¿Pero cómo? ¿Sólo unas toallas? ¿Ese era todo su ajuar? ¿Unas toallas? Pero si toda la casa estaba llena de toallas. ¿Desde cuándo existen unas toallas especiales para el día de la muerte?
     Corrí a la cocina, me llevé de allí una silla y me subí a ella. Justo en ese momento oí que sonaba el timbre de la escuela. Ya estaba, la siguiente clase iba a dar comienzo, pero esta vez no pensaba rendirme. Que me pusieran falta. Diría que había tenido dolor de barriga. Me creerían, porque era muy buen alumno. Así pues, me olvidé del timbre y me concentré en la maleta. Ahora, encaramado a la silla, podía llegar a ella con mucha más facilidad. Antes de cogerla hice acopio de todas mis fuerzas, pero la maleta era mucho más ligera de lo que había imaginado. No sabía por qué se me había ocurrido creer que el ajuar funerario pesaría mucho.
     Deposité la maleta sobre la cama de la abuela y me puse a inspeccionar el contenido. Las toallas de encima se encontraban cuidadosamente dobladas. Las fui sacando una por una, fotografiando mentalmente cómo estaba dispuesta cada una de ellas, para devolverlas después a su lugar exactamente igual a como estaban antes. Había allí cinco toallas. Debajo de éstas se encontraba extendida una gran tela blanca en la que decía «Meca». Seguro que la abuela deseaba que envolvieran su cadáver solamente con esa tela. Debajo había decenas de jabones, todos fabricados en La Meca. Había también un perfume y una crema de manos, unas pinzas en un envoltorio cerrado, unas tijeras y un cepillo nuevo. Yo no sabía que el ajuar funerario estuviera formado por objetos de aseo. Me sentía muy decepcionado. ¿Por aquello me estaba perdiendo yo una clase de agronomía? ¿Por unas toallas y unos jabones?
     Fue entonces, cuando todo se encontraba ya fuera de la maleta, cuando me di cuenta de que debajo había unos periódicos extendidos. Estaba seguro de que aquello era para proteger el ajuar funerario de la humedad, pero antes de que me diera tiempo a devolver todos aquellos objetos de aseo a la maleta, mis ojos fueron a dar con una foto que había en uno de los periódicos. Todo estaba escrito en hebreo, y yo no había alcanzado el nivel suficiente en esa lengua como para poder leer la prensa hebrea, pero en el periódico, que amarilleaba, se veía una pequeña foto de carné descolorida de un chico joven que me miraba.
     Las manos se me paralizaron. Era una fotografía de mi padre. Aunque bien era verdad que estaba mucho más joven —yo nunca había visto una foto de mi padre a esa edad—, podía jurar que se trataba de él.
     Saqué el periódico y debajo aparecieron más y más periódicos con la misma vieja fotografía de carné. Todos los periódicos estaban en hebreo, mientras que en clase nosotros seguíamos todavía atascados en el «¿Quién viene? Papá viene. ¿Quiénes vienen? Papá y mamá vienen». Tengo que aprender hebreo, decidí. Tengo que poder leer el periódico en hebreo.
     Seguí rebuscando un poco más y vi que debajo de los periódicos había metidas muchísimas tarjetas postales. Éstas sí estaban escritas en árabe. Al instante reconocí la letra de mi padre. Siempre quise tener una letra como la suya, elegante, preciosa, ligeramente redondeada, muy dibujada. Mi padre había sido siempre el mejor alumno del pueblo de Tira. Siempre quise ser como él.
     Saqué una de las tarjetas y me puse a leerla:
    
     Hola, Bashir, ¿cómo está mi hermana Faten? Espero que estéis todos bien. Yo, gracias a Dios, estoy estupendamente, así que dile a madre que deje de llorar. Pronto saldré. Besos a Sharifa, Faten, Ibtisam, Shuruq y los niños.
    
     P.D. Dile a madre que en su próxima visita me traiga un cuaderno y dos lapiceros, unos calcetines y un par de calzoncillos.
    
     Un abrazo de vuestro hermano
     Darwish
    
     La postal tenía muchos triángulos rojos en los que decía algo en hebreo y por el anverso la fotografía en blanco y negro de una soldado comiendo falafel. Oí que el timbre volvía a sonar. Eso era que empezaba el recreo y que al poco rato daría comienzo la siguiente clase.
     Ordené muy deprisa las postales y los periódicos, lo devolví todo a la maleta y la coloqué en el estante más alto. Después de echarle la llave al armario la metí en el bolsillo de la almohada y en unos segundos devolví la silla a la cocina, me puse los zapatos, cerré con llave la puerta de casa y corrí a clase.
     Por el camino vi un entierro. Allí a lo lejos distinguí a mi abuela. Era Abu Ziyad quien había muerto, nuestro vecino, el abuelo de Ibrahim, el de mi clase. Mi abuela odiaba a muerte a Abu Ziyad y yo, por mi parte, odiaba a muerte a Ibrahim.
    
     […]
    
     Parlament
     Aquel fue un tiempo de bonanza: durante mi último año en la escuela primaria asfaltaron la carretera de Tira, llevaron la conexión telefónica al pueblo, el equipo de futbol accedió a la liga, se inauguró la piscina y alguien de Taibe se dedicó a conectar a los vecinos a la televisión por cable.
     No quedó casa en el pueblo que no estuviera conectada y la gente no veía otra cosa por televisión que no fueran los programas por cable del pueblo. Sencillamente les gustaba ver a las personas que conocían salir por la tele. Las veían en los anuncios de las tiendas de ultramarinos que ponían en los intermedios de las películas indias y egipcias.
     Durante el Ramadán, que entonces cayó en verano, decidieron hacer un gran concurso televisivo con premios en el que pudieran participar todos los habitantes del pueblo. Al cabo de dos días el concurso se había convertido en una cuestión de honor, y todas las familias del pueblo entraron a disputárselo tomándoselo muy en serio. Hubo familias que se reunían a diario con el fin de hacer el recuento de cuántos de sus miembros habían logrado dar con la solución de los acertijos y prepararse para el siguiente día de concurso. La fecha de las elecciones estaba ya próxima, y la pugna entre las familias en su punto más caliente. Cada familia pretendía establecer su posición de fuerza en el pueblo por medio del concurso. Nuestra familia era una de las más antiguas del pueblo, pero también de las más pequeñas, así que mi padre sabía muy bien que no teníamos posibilidad alguna en las elecciones. Cuando el concurso terminó, mi padre tenía ya muy claro a quién votar.
     Y es que no se perdió ni uno solo de los programas del concurso. Al principio hicieron unas preguntas muy fáciles, como cuándo había nacido el profeta Mahoma, así que mi padre enseguida respondía. Seguía con los labios las palabras del presentador del concurso. Claro estaba que no tenía intención alguna de llamar para participar con todos aquellos bobos en ese ridículo juego; aunque la verdad es que mi padre no tenía una completa seguridad en sí mismo y siempre se quedaba esperando a oír la respuesta, avalada por la dirección del programa, que pronunciaba el presentador cuando otro oyente se encontraba al aparato.
     Un buen día decidieron plantear preguntas difíciles, como las del famoso concurso israelí de acertijos de Hamitzer, cuyas respuestas debían averiguarse por medio de pistas. Eso fue ya a mediados del Ramadán y la lucha por ganar el concurso del programa se adueñó por completo del pueblo. La gente hablaba de ello por todas partes. Hubo quienes dijeron que el presentador sólo daba paso a las llamadas de sus parientes, por lo que exigieron que se estableciera una comisión con representantes de todas las familias del pueblo y que el programa se emitiera en directo.
     Entonces fue cuando la pregunta más difícil de todas se planteó, preparada por el director de la escuela, que era el padre del presentador. Las familias más grandes tomaron cartas en el asunto y se pusieron a enviar al estudio de grabación a sus muchachos más fornidos, de esos capaces de partirle la cara a cualquiera, para que vigilaran el programa de cerca. Esas demostraciones de fuerza fueron en aumento y el número de representantes de cada familia creció tanto que apenas podía verse ni oírse al presentador cuando formulaba las preguntas.
     Se produjeron desavenencias en directo, ligeros empellones y, de vez en cuando, una sarta de insultos que podían oírse con toda claridad en todas las casas del pueblo. Los responsables de la emisión consideraron que aquello se les iba de las manos y decidieron retransmitir el concurso desde el campo de futbol. Tan sólo los cerebritos y los de las distintas familias que llamaban por teléfono se quedaron a mirar el concurso desde casa, mientras que el resto del pueblo se hacía con un lugar en la cancha nada más levantarse el ayuno diario. Las gentes, apresuradamente, fluían por las calles en dirección al campo de futbol, casi a la carrera, sin haber tenido tiempo de digerir la comida que acababan de hacer a toda prisa.
     Hasta entonces, mi padre no había participado en el concurso. El director de la escuela había estudiado con él en la misma clase, y papá siempre nos había contado que para los estudios el director siempre había sido un cero a la izquierda, que luego había estudiado en un triste seminario para maestros, mientras que sus propias notas, es decir, las de nuestro padre, habían sido las mejores de la clase y que si hubiera tenido dinero suficiente como para terminar sus estudios universitarios, hace ya tiempo que sería médico.
     La gran pregunta en forma de acertijo la formularon el mismo día en que el concurso pasó a desarrollarse en el campo de futbol. Cuando mi padre oyó que el director de la escuela, su compañero de clase, era quien había ideado aquella dificilísima pregunta, se puso en pie y se dirigió hacia la televisión con paso pesado.
     —Traedme un bolígrafo —ordenó—, y ahora, silencio, no digáis nada.
     De manera que cuando el presentador repitió el acertijo, mi padre se lo escribió en la mano: «Del país del Tío Sam. Azul como el cielo. Sólo trae problemas. Puede empezar por dos letras y en él vive Abd al-Wahab». Ahora se lo tomaba como un asunto personal. Porque aunque nuestra familia fuera pequeña, se había hecho con la fama de «culta». Mi padre copió aquellas palabras de la palma de la mano a un cuaderno y se puso a escudriñar palabra por palabra.
     —¿Alguien lo ha resuelto ya? —preguntó.
     —No, todavía no, papá.
     El tiempo iba pasando y la solución no aparecía por ningún lado. Mi padre se puso nervioso y dijo que aquel acertijo debía de ser, en realidad, de lo más tonto, y que él no quería romperse la cabeza como aquellos bobos. La retransmisión del programa continuó hasta la comida que precede al ayuno, aproximadamente hasta las cinco de la mañana. Mi padre permaneció despierto y estuvo pensando en el acertijo. Nadie lo resolvió aquel día, y al siguiente empezaron ya a decir que el director había planteado una adivinanza que no tenía solución y que lo había hecho a propósito. No en vano era él quien representaba a su familia en las elecciones al consejo regional, así que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para que el resto de las familias fracasaran.
     Por la mañana mi padre llamó a la empaquetadora en Kalmaniya y pidió vacaciones hasta el día de la Fiesta de Final del Ayuno, es decir, hasta que el concurso terminara. Después se sentó con todas las enciclopedias que teníamos en casa y se puso a buscar. Comprobó todo lo más íntimamente relacionado con cada una de las palabras del acertijo. Por el pueblo corría el rumor de que alguien ya había dado con la solución. Hubo montones de llamadas y de soluciones, pero todavía nadie había dado con la respuesta acertada. Entonces mi padre se puso a buscarle algún significado religioso a aquella adivinanza. De vez en cuando creía haber descifrado algo y nos decía su propuesta a gritos para que por lo menos nosotros le diéramos la victoria si alguien llamaba al concurso con la misma solución.
     Pasaron unos cuantos días y mi padre fue borrando de la lista todas las respuestas en las que él había pensado y que los demás ya habían dicho. Después decidió comprobar las respuestas que quedaban. Él no iba a llamar jamás, porque no estaba lo bastante seguro de sí mismo, así que decidió presentarse ante el director de la emisora, preguntarle si alguna de las soluciones que llevaba era la correcta y, si resultaba que sí, renunciar al premio, mientras prometía no llamar más hasta el final del concurso. Cuando mi padre volvió de ver al director de la emisora, comprendimos que no lo había conseguido.
     Faltaban dos días para la fiesta, y seguía sin darse con la solución. Los cabezas de familia empezaron a proponer grandes premios para quien consiguiera alzarse como vencedor en la festiva ceremonia de entrega que tendría lugar en el campo de futbol la víspera de la Fiesta de Final del Ayuno.
     Esa noche mi padre no salió de su habitación. Un momento antes de que diera comienzo la retransmisión, asomó por la puerta, se me acercó hasta donde yo estaba en el sofá y con voz y labios temblorosos me dijo:
     —Ve a comprarme cigarrillos, que se me han acabado.
     Cuando volvía a casa le eché una mirada a la cajetilla que llevaba en la mano. Una cajetilla de cigarrillos Parlament, los que le gustaban a mi padre. En el cartón decía en inglés: «American Blue», y había un cielo dibujado. De repente lo vi todo bien claro.
     —Papá, es Parlament —le dije—, creo que la respuesta es Parlament.
     Mi padre se me quedó mirando, me sentó en el sofá y se sentó a mi lado, seguro de que ésa era la respuesta correcta. Tanto él como el director fumaban Parlament largo.
     —Parlament es un cigarrillo americano —le dije—, la cajetilla es azul cielo, los cigarrillos no traen más que problemas, se puede escribir Parlament con fa o con ba (1), y Abd al-Wahab Daraushe es diputado, es decir, miembro del Parlamento.
     Sin pronunciar ni una sola palabra mi padre se abalanzó sobre el teléfono y marcó el número del programa. Por la televisión se veía al director sentado en un sofá azul en el centro del plató. Junto a él se sentaba el presentador, y al fondo aparecían de pie los forzudos de las familias, supervisando la recepción de llamadas. La línea comunicaba. Mi padre se puso muy nervioso y marcó una y otra vez. Después salió de casa y corrió hacia el campo de futbol. Tenía que llegar a tiempo para dar la respuesta correcta antes de que el director la revelara.
     Un cuarto de hora más tarde vi a mi padre por la tele, intentando traspasar la barrera de forzudos que le cerraba el paso hacia el plató. Después el cámara se acercó hasta él y pude oír la voz de mi padre.
     —Tengo la respuesta —dijo.
     El director de la escuela también lo oyó. Lo vi levantarse de su privilegiado asiento, acercarse a su hijo y pedirle que enfocaran a mi padre.
     —Quiero que todo el pueblo sepa que no ha conseguido dar con la solución —dijo.
     El director de la emisora le habría hablado, por lo visto, de los anteriores intentos fallidos de mi padre para resolver el acertijo. El presentador le hizo una señal a uno de los forzudos y mi padre accedió al centro del plató todo jadeante, tomó el micrófono, se encaminó hacia el asiento del director, lo miró a los ojos y dijo:
     —Parlament.
     —¡Correcto! —exclamó al instante el hijo del director.
     Pero éste se levantó, le arrebató el micrófono a mi padre y dijo:
     —No hay solución sin explicación.
     Mi padre volvió a coger el micrófono. En ese momento ya sabía que la victoria era suya. Miró a la cámara.
     —Los cigarrillos Parlament son del país del Tío Sam, el cigarrillo es algo que sólo trae problemas, la cajetilla es del azul del cielo, Parlament se puede escribir con fa o con ba y Abd al-Wahab Daraushe es uno de los diputados del Parlamento.
     Al oír la respuesta, el público quedó más que convencido y no necesitó de ninguna otra confirmación. Todos rompieron en un fuerte aplauso. Hasta el hijo del presentador parecía contento de oír la solución que solamente él y su padre conocían, así que empezó a jalear al público.
     —Enhorabuena —felicitó a mi padre—. Ha ganado usted cinco kilos de carne picada de la carnicería El Triángulo.
     Pero, entre tanto, mi padre y el director de la escuela seguían con la mirada clavada el uno en el otro y jadeantes. Ahora todo el público aplaudía, contento de que un miembro de una familia pequeña hubiera dado con la respuesta. Mi padre seguía allí micrófono en mano, mirando al derrotado director. La cámara lo centró en la imagen en el momento en que se acercaba el micrófono a la boca para decir con la sonrisa de un vencedor:
     —Ha sido mi hijo, es mi hijo el que ha dado con la solución […]
     

  Traducción del hebreo de Ana María Bejarano

 

(1) La lengua árabe carece del fonema /p/, de modo que para representar ese fonema en palabras extranjeras usa las letras f (fa) o b (ba). (N. de la T.)

 

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