Así que tu madre va a volver. Los cabos sueltos están por atarse, el ciclo de tu vida está por cerrarse.
Nada se cierra; donde se amarra un nudo, otro se desata.
Por ejemplo, «tu padre ha muerto», cuatro palabras en las que ella le resumió el destino de su padre, eran un ciclo estrecho. Por años se esforzó por caber dentro de ese ciclo, hasta que éste reventó. Estaba regando las rosas de Mamá Ruth y su madre lo siguió hacia el patio, con su vestido amarillo, y sacó a su héroe muerto de la torreta del tanque o del paracaídas, o de las miras del cañón, lo lanzó ignominiosamente hacia la calle y le dijo: «¿Tu padre? Cruzaba la calle camino a comprar cigarros y lo atropelló un camión de basura. El conductor ni siquiera abrió la puerta para mirarlo». Así, con un solo golpe arrancó la insignia del pecho del hombre caído y rompió en pedazos el orgullo del pobre huérfano. «¿Por qué te emberrinchas?». Alargó una mano para tocarle el hombro y una costura reventó en la axila de su vestido amarillo, y ella dijo «Mierda», y retiró la mano y se fue.
Él soltó la manguera, la manguera se alzó escupiendo un poco de agua y cayó estremeciéndose al suelo, y el agua se regó en el camino, en la reja, en el mundo. «¡No es verdad!», gritó, «Maldito sea el vestido amarillo, odio ese pinche vestido amarillo». Agarró un puñado de rosas por el tallo, las estrujó, lanzó las rosas blancas contra la pared de la casa y las espinas le lastimaron los dedos.
Mamá Ruth escuchó el ruido, y se asomó por la ventana, vio el daño y sin preguntar ni qué ni por qué, se enfocó en reparar lo que podría repararse. «Cierra esa llave de inmediato. ¿Crees que soy una Rothschild? ¿Sabes lo cara que llegará la cuenta?».
Él no cerró la llave, se dejó ir sobre el arbusto, y arrancaba las rosas mientras mascullaba: «Mentirosa. No fue un camión, es una mentirosa».
Mamá Ruth apretó el puño en la cornisa y anunció: «No te voy a quitar ninguna espina de las manos, ni una sola, escúchame bien».
Pero esa tarde, los dos sentados en silencio y frente a sus omelets, ella le dijo: «Déjame verte la mano un minuto», le extendió los dedos y le tocó la palma, «tienes todo un jardín plantado en tu mano. Dime, ¿lo que le falta a tu vida es una infección?». Se levantó, alcanzó la caja de costura con los cajones móviles, encendió un cerillo, calentó una aguja con la flama, se puso los lentes de lectura y se agachó sobre su mano y escarbó en la carne con la aguja, y él olía la berenjena frita que ella había comido, y se dijo: «No vas a hacer ningún sonido, cobarde. Agradece que nunca caíste de un avión sobre un campo de tunas, que tu paracaídas no se enredó en las espinas, que no te atropellara un camión». Pero cuando la aguja se clavó en la punta del pulgar y mordió como el diente de un perro, se tragó un grito y exclamó: «Es una mentirosa. No fue un camión». Mamá Ruth levantó la aguja de la piel y sus ojos del puente de sus lentes, y la expresión en su cara decía: «Eso no me incumbe. No voy a meterme entre tú y ella». Se levantó y le llevó dos malvaviscos color rosa: «Ten, come. Seguimos después». Él extendió su mano maltratada para que ella siguiera ahora, sin importar cuánto doliera, porque qué tanto es el dolor de una mísera espina comparado con el dolor de un huérfano de guerra que de pronto se convierte en un huérfano de un camión de basura. Si por lo menos fuera el huérfano de alguien que manejaba peligrosamente y volteó el coche. Pero, ¿un miserable peatón camino a comprar cigarros? Aplastó el malvavisco, redujo su volumen y se lo tragó junto con las lágrimas que le llenaban la garganta, y se atascó el segundo malvavisco en la boca también, para sofocar una grosería en contra del vestido amarillo que se hinchaba en su garganta.
«¿Necesitas un pañuelo?», le preguntó ella.
«No. Dos malvaviscos más», le respondió con la voz atragantada.
Manejó hasta el asilo de Mamá Ruth y se dijo a sí mismo que hoy la llevaría al patio trasero, que pondría la silla de ruedas entre los árboles, el viento era fuerte ahora y se haría más intenso y ella podría escuchar a los álamos que ya empezaban a llenarse de hojas. En sus años, cuando estuvo sana, cuando los vientos salvajes azotaban las ventanas y las persianas, salía a su jardín y se paraba entre los álamos, que se agitaban sonoramente. «Estos árboles hablan con inteligencia», decía, y disfrutaba de su conversación animada. Él pensaba en los álamos, y se acordaba de Iris. ¿Por qué se acordaba de ella? No sabía si era por la cara plateada de las hojas o por su lado oscuro. Ella no le había provocado nada cuando llegó a la clínica quejándose de una tos necia. Se quitó la blusa, lanzó su trenza hacia adelante e inclinó la cabeza. Él frotó el estetoscopio contra sus pantalones para entibiar el disco y no provocarle escalofríos, deslizó la moneda metálica por su espalda amplia, le instruyó para que respirara profundo y escuchó el delicado silbido arriba de sus pulmones. Luego ella colocó su trenza sobre su nuca y él se aproximó hacia ella desde el frente, y le puso el estetoscopio en el pecho. Ella respiró profundo según sus instrucciones, y sus pechos se hincharon, se alzaron y se volvieron a hundir cuando ella exhaló. «Tiene bronquitis», le dijo a ella. «Vístase». Se sentó para teclear el diagnóstico y la receta en la computadora, y un minuto después de que ella salió del cuarto perdió la cabeza.
Esa tarde, cuando revisó la lista de pacientes, sus quejas y sus tratamientos, vio: «Iris Shalom, bronquitis aguda. Soltera. Treinta años». Su padre era Shalom Shalom, su paciente corpulento que sufría por ser asmático. Ella le ayudaba en la ferretería Todo Para la Casa y el Jardín. Recordaba que los dedos que abotonaron la blusa rápidamente estaban manchados en las puntas. No recordaba sus pechos. Después de poco tiempo, se dio una vuelta por Todo Para la Casa y el Jardín a comprar una calza para la puerta. Ella estaba parada detrás del mostrador y le explicaba a un cliente cómo instalar un grifo con dos salidas. Ella usaba un overol de mezclilla que escondía su figura y la hacía ver torpe. El cliente examinó el folleto que venía con el producto y ella recogía los tornillos, las argollas de hule, las baterías, los clavos, registraba el precio del lavabo, le regresó el cambio y volteó a mirar al doctor con una expresión que decía: «¿Y qué puedo hacer por ti?». Ella en sí no dijo nada. Y sus ojos eran como semillas de níspero. Él le dijo y vio cómo su padre se aproximaba desde el fondo de la tienda, respirando con trabajo, su camisa reventando sobre su pecho amplio. «Doctor Uriah. Qué honor. ¿Le ofreciste café al doctor, Iris?». Ella le dijo: «No», y sus nísperos reflejaron un silencio suave y terso. Las manos de ella, manchadas, estaban sobre el mostrador, jugando con un pequeño resorte de metal.
«¿Nu?», la animó el padre, y ella se quedó donde estaba. «Papá, vino por una calza para la puerta».
Si él hubiera sido un director de cine, habría obligado a la audiencia a permanecer sobre los dedos manchados de ella, y sobre el mostrador que la separaba a ella de su padre que respiraba trabajosamente en el fondo, para así impedirle relajarse en sus asientos.
«Siéntese, doctor». Shalom Shalom trajo un banquito, lo limpió con el dorso de la mano, «Nu, Iris, pon la tetera».
Ella se estiró para agarrar la tetera que estaba detrás de ella, y cuando escuchó: «no, gracias, tengo prisa», regresó la mano al mostrador. Idiota, se reprendió él, por qué estás colaborando con este Shalom Shalom, como si no tener prisa te hiciera merecer café. Como si el hecho de que tú sepas algo sobre la infección de los tubos bronquiales te diera el derecho de recibir un banco y una taza de café. Una cucharadita de café cuesta más que la miserable calza que acabas de comprar.
Mamá Ruth amaba los nísperos. Pelaba la fruta y la comía sin lavar. Él se los comía como estaban, con el polvo en la cáscara, y cuando estaba hambriento se tragaba las semillas y todo. Durante el periodo de la calle Ben Yehuda 36, no se tragaba las semillas. Las guardaba y las recolectaba, y mientras que su madre limpiaba las escaleras o iba al departamento del profesor para «tomar un poco de aire fresco» las intercambiaba. Diez valían una canica usada, cinco valían la migaja de atención que le otorgaban estos intercambios fútiles.
«No es necesario, doctor, lléveselo gratis», le dijo Shalom Shalom cuando lo vio sacar su cartera.
Pero él mantuvo su cartera abierta y preguntó: «¿Cuánto es?».
«Cuatro shékels», le respondió ella, y barrió las monedas hacia dentro de la caja registradora, ignorando las protestas de su padre: «Iris, pero ¿qué te pasa? Un poco de respeto…». Él jadeó y ella abrió el cajón y le entregó un inhalador. «Aquí tienes, papá, inhala».
él tomó su pequeña bolsa con la calza dentro, salió de Todo Para la Casa y el Jardín y se regañó a sí mismo: «Mira lo que has hecho, compraste una triste calza para la puerta y los obligaste a mostrar sus debilidades. Él se humilló ante ti, ella se rebeló, él se enfadó. Ella fue impertinente, él intentaba jalar aire, ella… ¿ella qué?». Él no sabía. En la tarde taladró un agujero en el piso y colocó la calza y recordó la vena que se estiraba en su cuello cuando ella se volteó para alcanzar la tetera. Después la olvidó. Algunos días después ella llegó a la clínica en pánico, se saltó la fila, le dijo que su padre estaba teniendo un ataque de asma y le pidió una referencia para ir a Urgencias, se hincó para amarrarse la agujeta y tiró todos los contenidos de su bolsa. Él se paró de su silla para ayudarla a recoger sus cosas y recogió las páginas de una partitura musical que se deshojaron bajo su silla. Ella le agradeció brevemente, dobló la referencia para Urgencias y salió. ¿Qué tenía que ver ella con la música?, se preguntó. Si tocaba el piano, sus dedos mancharían las teclas. Por otro lado, el cuello largo y la trenza modesta iban con el piano.
Shalom Shalom estaba hospitalizado en el quinto piso, dos pisos arriba de él Eliana estaba haciendo su residencia en neurocirugía. Él fue a visitarlo y se dijo que tendría que ir después a encontrarse con Eliana y comer con ella.
La panza inflada de Shalom Shalom se alzaba debajo de la sábana, su cuello estaba enrojecido y sus ojos hinchados. Él le hizo una seña para que se olvidara de las cordialidades y ahorrara su energía para respirar. Se inclinó sobre él y le dio la mano, y entonces ella entró cargando una botella verde de orina.
«Tráele una silla al doctor, Iris», le ordenó, tosco, Shalom Shalom. Ella se lavó las manos en el lavabo y regresó a pararse junto a la cabecera de la cama, puso sus manos sobre el marco de la cama y él se dio cuenta de que las manchas en sus dedos se habían desvanecido.
Uno de los doctores del piso entró y lo reconoció de la escuela de Medicina. Le dio una ojeada al historial del paciente y dijo: «¿Así que eres un médico general? Es otro mundo. Algo completamente distinto. Un hospital, como sabes, no es una vacación en el campo. ¿Es tu paciente?». Sus ojos se detuvieron sobre el estómago que alzaba la sábana.
«Él es mi paciente», le dijo y no respondió a la mirada que lo invitaba a realizar una consulta susurrada en un rincón del cuarto, no quería que Shalom Shalom adivinara su prognosis no muy afortunada a partir de un entrecejo fruncido y que apresara su respiración dolorosa mientras discutían su destino entre ellos. El doctor escribió algo en el historial, miró brevemente la pantalla del monitor. Su localizador sonó y lo sacó al corredor y más allá. Shalom Shalom suspiró y cerró los ojos.
Él puso su mano sobre su hombro, le dijo «Adiós» y salió, y ella lo alcanzó en el corredor, se detuvo un paso enfrente de él y le preguntó cuáles eran las probabilidades que tenía su padre de recuperarse del ataque. Una luz sesgada penetraba por la ventana e incendiaba una brasa en sus semillas de níspero. Él le explicó la naturaleza del broncoespasmo de su padre y el daño que habían hecho los esteroides, le dijo que su condición se había agravado desde el ataque previo, pero que parecía que se recuperaría esta vez también. A la distancia vio a su compañero de clase caminando aprisa por el corredor con su bata ondeando. Hice bien al dejar este lugar, pensó. Hice muy bien. Se me sugirió que tenía excelentes posibilidades de avanzar y resistí la tentación y regresé a trabajar en una clínica de barrio. No había avance. No había aplausos de colegas elogiosos. Él estaba contento de que su bata no estuviera ondeando por estos corredores. Si se hubiera quedado aquí, no habría podido dejar de medir qué tanto más lejos había llegado que la persona abajo que él y qué tan pronto la persona de arriba lo sentiría respirándole en el cuello, y preocupándose por el asombro que inspira uno y la inferioridad del otro. Esto sin mencionar el hecho de que aquí las camas eran permanentes y los pacientes cambiaban; uno tocaba enfermedades, no personas.
Y aun así todo era extraño porque lo que en realidad quería ser era un director de cine, pensaba que crearía e inventaría nuevos personajes, y en cambio estaba cuidando de los males de los existentes.
«¿No exageran aquí con los esteroides?», le preguntó ella, y él vio que la luz se había movido de sus ojos y ahora trazaba una línea vertical en la pared. Por lo menos la tierra obedecía la ruta que estaba trazada para ella, sin retroceder o adelantarse.
«Los esteroides le están salvando la vida», dijo él. «¿Cómo te está yendo a ti sola con la tienda?».
«Ahí voy», ella deslizó su dedo por el estrecho canal de la ventana e insistió, «pero esas drogas lo están dejando hecho una ruina».
«La opción está entre ser una ruina o dejar de ser completamente», le dijo. Si ella hubiera sido más vieja o más fea, él le habría tocado el brazo o le habría apretado la mano para mostrarle su simpatía. Pero ella era joven, y sus ojos eran atemorizantemente serios, era probable que ella cometiera un error y entendiera una intención distinta a la que él habría querido.
«¿Tocas un instrumento?», se acordó de las páginas de la partitura tirada bajo su silla.
«Canto», le respondió seca y dejándole claro que nada la distraería del asunto por el cual estaban los dos parados junto a esta ventana. Él era doctor. Su padre estaba enfermo. Ella estaba tomando la parte de su padre en esta conexión. Ni más ni menos. Su dedo escarbó nerviosamente en el canal de la ventana y se detuvo. Ella miraba más allá de la ventana y dijo: «Estudié en la academia de música, pero desde que su asma… vendo materiales de construcción».
Él permaneció en silencio. No le dijo que lo sentía ni que ella podría ser lo que quisiera ser. Intentó imaginarla en un vestido de noche parada en un escenario cantando, y su imaginación no logró sacarla del mostrador de Todo Para la Casa y el Jardín, ni arrancarle los overoles de mezclilla y vestirla con ropas finas.
Ella regresó a estar junto a la cama de su padre, y él se fue al elevador y se decía a sí mismo: «Vas a ir a comer con la mujer a la que amas y tus pasos son pesados».
La bata blanca le iba bien a Eliana, estaba toda desabrochada y ondeaba, el gafete rebotaba sobre su pecho al tiempo que se acercaba a él. Él escuchó el golpeteo de sus tacones y pensó: «Es una de esas que ascenderán alto y de prisa, sus piernas nacieron para este ascenso, fornidas, decididas, bellas». Llena de energía y de vida, le contó acerca de un estudiante que había querido salvarse de ser reservista y fingió tener un problema neurológico en la columna, y engañó a los médicos hasta que una de las enfermeras se dio cuenta de lo fácil que se quitaba la piyama y comenzó a sospechar. Ella masticaba y mordía entre las palabras y él se comió un pescado frito e hizo un esfuerzo por escucharla. «Qué es lo que te tiene así de apesadumbrado, ella te está contando sobre los síntomas de un estudiante que puso en ridículo al sistema, describe la espalda jorobada y la cojera fingida, y tú, qué te está molestando, no dejes que el dedo que escarbó nerviosamente en el canal de la ventana escarbe en ti ahora». Los colegas de Eliana pasaron cargando charolas de comida, se detuvieron a decir «Hola», «Adiós» y «Qué hay de nuevo» y mientras tanto él le miraba a ella las manos y examinaba el dedo que estaba enrollado al asa de la taza. Un dedo más delicado que el dedo de la joven que aprendió a cantar arias, y que ahora estaba vendiendo empaques de hule para los lavamanos y atornillando grifos que le habían hinchado los músculos, le habían engrosado los tendones y le habían endurecido la piel.
Tenía tres años cuando se dio cuenta de que su meñique izquierdo estaba permanentemente chueco, y desde entonces sus ojos han buscado los dedos de otros. Eva le dijo: «Ves, cariño, tienes un dedo con carácter, uno que no se alinea con los demás, que hace lo que quiere». Mamá Ruth estaba furiosa: «Cualquiera pensaría que las personas que no se alinean son más felices. ¿Qué es el carácter, a todo esto; puedes comprar pan en la tienda con él?». Ahora, las enfermeras en el asilo de Mamá Ruth le decían: «Tu abuela tiene carácter. Cuando no quiere algo, ni ir a juicio ayuda».
Hoy la llevaría hasta los álamos, y si no le daban espasmos en la mejilla y temblores en su mano, le diría que Eva está por regresar. Manejó su coche despacio. «Música para funciones», estaba escrito en el coche enfrente de él. Música. Iris entró de nuevo en su mente, como un espasmo, hizo que un nervio en su sien saltara y se apagara. «Qué tiene que ver ella conmigo», pensó irritado. Desde que compró la calza de la puerta no ha vuelto a Todo Para la Casa y el Jardín, cuando necesita algo va a otra tienda. «No me atrae», pensó, «no me interesa más de lo que muchas otras mujeres, y sin embargo te deja con una sensación de algo no resuelto, algo que no está completamente claro, como un libro que no te interesa particularmente pero que no puedes dejar hasta que no sepas en qué termina». Una vez ella iba caminando unos metros más adelante que él en la calle, y él apuró el paso para alcanzarla. Iba con un vestido negro. Él supuso que iba camino a alguna función del coro del barrio o de un ensamble local. Una bolsa lisa color café colgaba de su hombro, en la otra mano llevaba su abrigo. Su caminar era tan simple y decidido como su apariencia, sin ostentaciones ni refinamientos ni blanduras. Cuando estuvo cerca de ella caminó más despacio y ocultó su entusiasmo, le preguntó cómo estaba su padre y pensó: «Cobarde, si se tratara de su padre no habrías apurado los pasos». Ella emitía un delicado aroma a jabón, su trenza estaba mojada y dejó un marca oscura en la tela negra.
«Apenas sobrevive», contestó ella mientras caminaba.
«¿Y tú?».
«Tengo un asistente en la tienda, así que puedo respirar».
«Quieres decir, cantar».
Sonrió a medias y luego su expresión volvió a ser seria. Le preguntó que dónde cantaba. En el coro municipal. Sí, tenía algunos solos. ¿Qué cantaban? Todo. En ese momento estaban ensayando música romántica del siglo xix. Chopin. Mahler. Intentó imaginarla en el escenario, estirando el cuello largo, abriendo mucho la boca como una cantante en una pintura de Degas de tal manera que la gente en la primera fila podía verle las anginas en lo profundo de la garganta. Se acordó de lo rojas y endurecidas que estaban sus anginas cuando fue a verlo con bronquitis, cuando respiró profundo y sus pechos se levantaron. «Hace el amor como canta», pensó, «seria, silenciosa, sin humor, a plena luz, con la misma naturalidad con la que canta y cambia un grifo». Ella cantaba música romántica y no había nada de romántico en ella. Nada de perfume, nada de maquillaje, estaba dispuesto a apostar que sus calzones eran blancos y de algodón. Caminó con ella hasta la esquina. Se paró en el cruce. «Doy vuelta aquí», le dijo. «Si de verdad te interesa, puedo conseguirte boletos para un concierto».
Los consiguió. Acudió a recoger las medicinas mensuales de su padre y puso los boletos en su escritorio. «No me costaron nada», se negó a tomar su dinero.
El día del concierto estaba cansado y desinteresado y fue a regañadientes. Se mezcló con la audiencia que entraba, fue engullido por ella, y se mezcló con ella al salir. «Ella no me vio, pero yo sí a ella. No es mala, pero, como pensaba, no es ninguna romántica».
«Estuviste muy bien», le dijo cuando fue por las medicinas de su padre. «Fui al concierto».
«Lo sé, te vi». Lo miró con sus dos semillas de níspero. «Cuando estoy en el escenario siempre hay alguien o algo para quien canto. Esta vez fuiste tú».
Estaba alarmado. «Burro. ¿Por qué la estás engañando?».
«No te preocupes», ella le adivinó el pensamiento. «No pienso que te hayas enamorado de mí ni nada, pero cuando estás frente a un público, siempre hay alguien en quien te concentras y por quien te esfuerzas. Y permíteme ser clara, yo tampoco me he enamorado de ti, simplemente eres nuestro doctor».
Se sintió aliviado y también sintió una punzada en el corazón. Si ella no fuera la hija de su paciente, él la habría llevado a algún lugar silencioso para tomar café, no en pos de algo en el futuro, sino en nombre del pasado. Su franqueza, su solidez, su estabilidad le recordaban a Mamá Ruth. Un día ella también sería el pilar de alguna familia, un apoyo para los endebles, un ancla para los vacilantes.
Manejó despacio. Estaban comiendo sus papillas, y no molestaría a Mamá Ruth ahora, llegaría después de que la cambiaran. Y pensar en alguien dándole de comer papilla en la boca y limpiándole la baba de la barbilla a su puerto seguro…
En esta calle por la que manejaba ahora, como en muchas otras calles, Eva lo había arrastrado a él y sus triques y le había dicho: «¿Estás llorando? Olvídate de Mamá Ruth». Ella había colocado su puesto de madera en el pavimento y él se había sentado en un cojín a cuadros junto a sus pies, le contó los dedos, se durmió o lloró. Tenía cuatro años. El mundo era malicioso y abrasivo, y Mamá Ruth era su puerto seguro. Desde las alturas del cojín en el que se sentaba veía los pies de las personas que se detenían para ver a las mariposas, sus sombras caían sobre el cojín y lo arropaban, y cuando regateaban por alguna imperfección en el cristal, el intervalo de sombra se alargaba hasta que el cliente se rendía o se iba. Una vez se detuvieron un par de sandalias grandes, con dedos gigantes que salían de ellas. Las pulseras en el tobillo de Eva tintineaban frente a éstas. Él se durmió y despertó y las sandalias seguían ahí, y a la mañana siguiente estaban en el umbral de la puerta del cuarto de Eva y la puerta estaba cerrada. Él se robó las sandalias, las separó, las intercambió, la sandalia izquierda al lado derecho y la derecha al lado izquierdo, las apuntó hacia la salida, dijo «Sandalias loquitas», y se regresó a la cama.
Pero los zapatos de extraños no era ninguna sorpresa para él, frecuentaban su casa como la lluvia y el viento jazmín, pasaban una noche o se quedaban durante días o semanas. No soportaba a todos esos extraños, pero los esperaba. Durante esos días Eva estaba absorta en su felicidad y no tenía nada de atención para él: «Estoy ocupada, cariño, dormirás en casa de la abuela, ¿sí?».
«Sí». Apretaba el puño alrededor de su pequeño cepillo de dientes y no aflojó los dedos hasta que la reja de la casa de Mamá Ruth se cerró tras de él. Estos postes de madera con sus bisagras oxidadas garantizaban la seguridad del jardín, y todo era familiar y esperado. Después de que guardó su cepillo de dientes en el vaso con agujeros, junto al solitario cepillo de dientes de Mamá Ruth, buscó un lugar donde guardar sus miedos, y le preguntó: «¿Mamá Ruth, no es nada?»
«No es nada», respondió y su firmeza disolvió sus miedos, los vaporizó y liberó esa burbuja que le presionaba la mitad de las costillas. Ninguna serpiente se arrastró por su panza en la terraza, ningún bandido le apuntó con el cañón de su pistola en ninguno de los cuatro grandes cuartos, ningún ladrón se escondió en el segundo piso, donde estaban guardadas las escasas pertenencias de Eva, ningún gángster lo esperaba en el pasillo del baño y la muerte era una rara aflicción que afectaba sólo a los desafortunados. Mamá Ruth puso un sillón en su cuarto, que iba bien tanto para un niño de cuatro años como para un hombre de cuarenta, y él durmió en él desde entonces, cuando su madre lo corrió de la casa y ese cuarto se convirtió en su hogar. Pasó todo el resto de su infancia, juventud y adultez temprana ahí. Como soldado y como estudiante de Medicina también durmió en ese sillón, miró por la ventana arriba de éste y veía las ramas oscuras del ciprés que cortaban el cielo y las matas de agujas de pino que cepillaban el aire y los cuervos que se apresuraban entre licencia y deber, graznando desde la punta del pino y dando de comer a sus crías en el ciprés.
En sus primeros años Mamá Ruth todavía se esforzaba: «Havaleh, puedes vivir con el niño en el segundo piso, podemos crear una entrada privada para ti. Este niño necesita un lugar permanente. ¿Quieres que termine completamente loco?». Eva respondía que era exactamente lo contrario, que los niños con lugares permanentes eran los que terminaban locos y no tenían ni idea de cómo lidiar con la vida. Su hijo, en cambio, podría manejarse sin importar a dónde lo llevara la vida.
Y la vida lo llevó a muchos lugares diferentes. Era demasiado pequeño para recordar todas las estaciones de camino al techo de la calle Ben Yehuda 36. Pero recordaba la calle Ben Yehuda. Una puerta en la cocina se abría hacia el techo, la balaustrada de piedra que rodeaba el concreto era más alta que su cabeza y enmarcaba el cielo. No veía los árboles, ni los coches, ni a la gente, sólo el final de su mundo y el inicio del cielo, la morada transparente y flotante del Abuelo Nahum y de Dios. Y también todo lo que planeaba y volaba y se lanzaba en picada entre los dos mundos. Nube y ave, avión y pluma extraviada, humo de chimenea, bruma de la mañana, relámpagos radiantes, lluvia a medio camino, una luna verde pálido, vías lácteas y estrellas. Ahí aprendió a distinguir entre los susurros de los que planean en el cielo, y el ruido de aquellos que caminan por la tierra. Se acostaba en su colchón, bebía jugo de frambuesa de una botella y escuchaba los sonidos que se elevaban desde la calle. Risas y regaños, lágrimas, gritos, pleitos y chillidos. Ahí también aprendió los contornos de su madre en la oscuridad. Una silueta larga y delgada recargada contra la balaustrada con el brillo de un cigarro centelleando en la comisura de los labios. Algunas veces una figura extraña se le unía y el brillo rojo se duplicaba, veía a las dos siluetas enredándose entre ellas, desapareciendo del horizonte para ser tragadas por la oscuridad en el techo, escuchaba risas y gorgoteos, suspiros y jadeos. Y sin importar qué tan entrelazados estuvieran sus brazos y piernas con los de quien fuera que estuviera con ella, al final siempre terminaba sola, recargada contra la balaustrada saludando a alguien que desde abajo gritaba: «Adiós, cariño».
El día que llegaron a vivir ahí, ella dejó su mercancía en la tienda del relojero. «Cuídamelos por unos minutos, voy a ver un departamento y regreso enseguida», le dijo. El relojero levantó un ojo de la lupa, la examinó con ojos entrecerrados y le dijo que estaba bien. Subieron las escaleras y en el tercer piso él se detuvo y dijo: «Me duelen las piernas».
«¿Y las mías no?», le respondió ella, y lo cargó hasta el quinto piso.
«Ouch, ya eres todo un hipopótamo», se quejó y él le preguntó qué era un hipopótamo y ella se quedó callada, porque se abrió la puerta y un hombre descalzo con un cuello muy largo estaba parado ahí, en playera y shorts, y dijo: «Sabía que vendrías».
«No sabías nada. Es absolutamente temporal, una semana o dos y me voy».
«Ya hemos escuchado eso antes», le dijo, «éste es el reino», e hizo un gesto con el brazo para abarcar todo el departamento y el techo.
«Vaya reino», se rió ella, y encendió un cigarrillo. «¿Quieres vivir en el techo, cariño?», se inclinó sobre él y lo paró derecho y miró alrededor hacia la cocineta, y el abarrotado rincón donde dormir y el rincón donde sentarse, abrió la puerta del techo y la luz la inundó. Sorprendida, dijo, «Oooh, hay una hectárea de techo, ven a ver, cariño, mira qué cerca estamos del cielo». Su pequeño zapato dio un pisotón en el piso y le susurró a ella «Ya, anda, dime qué es un hipopótamo».
Ella no le respondió porque en ese momento el hombre de los pies descalzos le tocó los rizos y le dijo: «Este castaño te va mejor que el negro».
«Entonces, cariño, ¿quieres vivir en el cielo?».
«Pero el hombre no vivirá con nosotros», le buscó la mano y oyó cómo el hombre se reía.
«Claro que no vivirá con nosotros. Sólo tú y yo», ella le tomó su manita, se inclinó hacia él y le preguntó si estaba dispuesto a quedarse con el hombre en lo que ella iba por las mariposas a la tienda del relojero, y él alzó los hombros y bajó los cinco pisos con ella, y subió con ella de nuevo, mientras ella cargaba una bolsa pesada y su puesto de madera.
Apretó la boca alrededor de un cigarrillo extinguido, sus nervios enviaban señales furiosas a sus pequeñas piernas, que intentaban mantener el paso que ella imponía.
El hombre no vivió con ellos. Se puso sus tenis, amontonó sus pertenencias dentro de su mochila y dijo: «Adiós, Señora Adán», y se fue.
Havaleh. Eva. Ella. Y ahora Señora Adán.
«¿Por qué te dijo eso?», le preguntó, y ella dijo: «Oh, no estoy de ánimo para todos tus porqués. Dormirás aquí», señaló un pequeño colchón cubierto con una manta roja, «y yo dormiré acá», puso su chal sobre un colchón largo, y los dos colchones estaban en ángulo recto entre los dos, dibujando una letra L. Él se sentó en su colchón y observó su nueva casa, la mesa endeble, los extraños utensilios con los que comerían, el umbral inundado por la luz del techo y la penumbra en el interior. Ella le sirvió jugo de frambuesa en su biberón y él lo tomó y miró sus movimientos. Ella abría y cerraba las puertas de las alacenas de la cocina, abrió los cajones y los azotaba, abrió y cerró la llave, tiró un poco de ceniza en el lavadero, sacudió la mesa rota, movió las dos sillas, corrió la cortina floreada que separaba al baño de la estancia. Ahí comerían, dormirían, ahí jugaría él y ella hilaría cuentas y fumaría. Ella abrió y cerró latas, levantó la tapa de una olla y la volvió a cerrar de golpe, abrió el refrigerador, se agachó para llegar a la repisa de abajo, sacó un tarro de crema de cacahuate, metió un dedo en la pasta amarillenta y se lo llevó a la boca, sacó una botella de vino medio vacía, tomó un trago largo y la regresó al refrigerador. Se levantó y vio los ojos del niño fijos en ella desde su colchón y se echó a reír.
«Estamos en el techo del mundo, cariño, ¿te das cuenta?». Le hizo cosquillas en el estómago, y él se rió y de inmediato se puso serio. Se inclinó hacia él en el colchón. «¿Por qué estás tan berrinchudo? ¿Qué, crees que a Daffi le va a ir mejor en la vida? Tú tienes suerte. Cuando crezcas me vas a agradecer. Daffi va a ser tan cuadrada como un mosaico, y tú serás lo que quieras ser».
Él no entendió nada. Apenas tenía cuatro años. Daffi no tenía ni dos. Sabía lo que era un mosaico, peor no lo que era cuadrado. Siguió tomando su biberón y preguntó: «¿Por qué ese hombre te dijo Señora Adán?».
«Por qué, por qué, por qué», se reía ella, «todo el día por qué. ¿No te cansas de hacer preguntas?».
«¿Y qué es un hipopótamo?», recordó él.
El hombre descalzo que les había enseñado el reino no vivía con ellos, pero su silueta visitaba el techo por las noches y le hacía cosas a ella. Y quizá era la silueta de alguien más o de varios más. Él estaba acostado en su colchón pequeño y los miraba desde una grieta en la puerta, y cuando desaparecían en la oscuridad del techo, esperaba que reaparecieran, que se alisaran las ropas y encendieran cigarros.
«Cambias de departamento como otras personas cambian de calzones», le dijo Mamá Ruth a ella, y él la escuchó y se acordó de Daffi, a quien tenían que cambiar tres veces al día porque se hacía pipí, y un día sería un mosaico cuadrado o cuadrada como un mosaico. No sabía cuál de las dos.
No tenía ni idea de si vivieron en ese techo por dos semanas o por un mes, le parecía que no había sido más de un mes, porque sólo una vez la luna estuvo llena, el zepelín amarillo e inflado de Dios, como la llamaba Eva, y estuvo sobre el techo. «Apágala», le rogó a ella, «Apágala ya».
«Qué te pasa, cariño, para el final del mes se le habrá salido todo el aire y será del tamaño de tu ombligo». Ella le puso papel celofán azul sobre los ojos y la luz amarilla se volvió más tenue y verde. Odiaba aquel ojo extraño mirándolo, se tocó el ombligo y mantuvo el papel celofán sobre los ojos hasta que una nube la cubrió y se elevó y se encogió y regresó a Dios.
Había setenta pasos de la calle al techo. En los primeros días sus piernas eran demasiado cortas, y en el tercer piso jadeaba y resoplaba y se detenía para recobrar el aliento. Su pie derecho se paraba en un escalón y esperaba al izquierdo. Y los dos se detenían en la piedra fresca hasta que el derecho se levantaba al siguiente escalón y esperaba de nuevo al izquierdo. «Vamos, qué es lo que te pasa», le gritaba ella desde el cuarto piso. Sus piernas largas devoraban los escalones y se saltaban uno cada tres. Con el tiempo sus piernas se acostumbraron a la pendiente, aprendió a sujetar el barandal, a colgarse de él para adquirir impulso, juntar las rodillas, doblarlas y saltar al siguiente escalón. Esta habilidad la fue perfeccionando con los años mientras ella lavaba escaleras y él la esperaba hasta abajo. Desde entonces odiaba los elevadores, no soportaba estar encerrado en una caja sellada y respirar las exhalaciones de las bocas y los estómagos de los extraños que estaban encerrados con él. Las escaleras, en cambio, eran su perdición. Le habrían dado las tomas iniciales de miles de películas si hubiera sido un director de cine, por ejemplo, un dedo llamando en vano a la puerta hasta que se desespera y desesperado escribe con la uña «Estuve aquí» en la puerta, o el Don Juan que llega sigilosamente y se va silbando «El descanso le pertenece a los exhaustos», o la puerta de Bauman abriéndose un poco, o mucho, dependiendo del humor del perro, o la grosería y la araña muerta lanzada a las escaleras desde la puerta del profesor, y la joven con el tatuaje y…
Eliana vivía en un edificio con un elevador y una escalera bien cuidada. Las puertas eran pesadas e impenetrables, con cerrojos de metal que caían al piso, y las caras de los residentes eran como las puertas, selladas y graves.
«Pueden besarme el culo», así desdeñaba Eva a los residentes de los edificios acaudalados que ella limpiaba. Ponía la cubeta en el escalón, tomaba el trapeador como una lanza. «Aferrados a sus diplomas y su dinero y sofocándose. Y tú, cómete tu durazno afuera, que si lo embarras en el barandal me las vas a pagar». Estaba nerviosa, el letrero de «No fumar» la hacía enloquecer. Detuvo el trapeador para no golpear las puertas y limpiaba la tierra de sus umbrales con sus manos y con una cara que decía: «Pueden besarme el culo o lo que sea».
Mamá Ruth le dijo alguna vez: «Espero que para la resurrección de los muertos tengas un trabajo normal, para que tu pobre padre no tenga que volverse a morir».
Mamá Ruth estaba avergonzada. La gente decía que ella tenía una casa propia con dos pisos y una hija que limpiaba pisos y que vivía con su bebé en un departamento rentado. Que hablaran. Ella no iba a decirles que la había invitado a vivir con ella en el segundo piso y que le había prometido hacerle una entrada privada o que le había ofrecido ayudarla para tener un pequeño negocio con el dinero del seguro de Nahum, después de que se retiró de la vida. Que hablaran. Para eso tenían boca.
«Madre, es mi vida, seré lo que quiera ser».
«Crees que es tu vida, Havaleh, pero es la vida del niño también».
Él no entendía mucho, pero pensaba que era algo bueno que no hubieran iniciado un negocio porque Nahum necesitaría su dinero para empezar de nuevo cuando sucediera la resurrección de los muertos.
«¿El niño? Conmigo el niño está aprendiendo lo que ninguna escuela le podrá enseñar».
«Ya hemos escuchado eso antes», le dijo Mamá Ruth, «La autorrealización, el carácter y no sé qué tanto, que será lo que quiera ser. Todas esas palabras suman una rotunda nada. ¿Quieres saber lo que será? Será un loco. Eso es lo que será».
Las escuchaba y no sabía a quién creerle. Algunas veces sentía que Mamá Ruth tenía razón y que él estaba enloqueciendo, aunque no sabía qué quería decir eso.
En cualquier caso, agradecía que Eva no le hiciera caso, a él le gustaban las escaleras, especialmente las de los edificios viejos, y sobre todo la de Ben Yehuda 36. Las escaleras ahí eran suaves y sus bordes estaban gastados y redondeados. Se sentaba en el escalón más alto y se deslizaba cinco pisos, setenta escalones. La mujer del segundo piso le dijo que sus pompas hacían un muy buen trabajo y que no se necesitaba ni una aspiradora ni un trapeador.
Cada vez que se añadía una nueva escalera a la lista, se paraba en el escalón más bajo, ponía atención y sabía si había viejos en el edificio, si había niños, si había perros. En los edificios «de negocios» no había ninguno de éstos. Ahí había hombres con lentes, siempre apurados, ocupados y sombríos. Ella le dijo que eran abogados, que caminaban con la nariz alzada y que le sacaban la lengua al mundo. «Dios nos salve de que seas un abogado cuando crezcas».
«¿Y qué debo ser?».
«Por lo que a mí respecta, puedes ser un volador de papalotes o un conductor de trenes» […]
Traducción de Pablo Duarte, a partir de la traducción
del hebreo al inglés de Dalya Bilu