La niña está
de negro riguroso. Su cuerpo
se adelantó demasiado a las pequeñas nevadas.
No importa si es judía.
No importa
si no lo es. La tía más vieja
se encarga de bañarla. Luego
cinco minutos
la deja sola con su nuevo cuerpo.
No es exactamente miedo
lo que sus dedos tocan.
No es
precisamente sudor
o miedo.
Cuando la tía regresa
con otras tías. Ya no importa si la niña
es tailandesa o maya. O si cayó de la luna.
Esa noche le quitaron
su única muñeca.
Le explican al niño
por qué no debe pegarle a su hermanita.
No usan la palabra amor.
Dicen hombre
como si hablaran del señor que pasa vendiendo pan;
algo dicen
de pétalos y de nubes que se secan,
que se retractan y secan.
El niño intenta explicar algo sobre un pellizco
pero lo acusan de persona,
de hombre y niño y de persona,
de no poner el otro brazo
—como un cristo niño— para nuevos pellizcos.
Persona
siempre había significado
adulto. Persona
no significaba niño pellizcado
sino adulto (maestro, vecino, tendero), adulto.
El tribunal insiste, señala
una diferencia
que el niño nunca terminará de entender.
Cuando los padres salen de la habitación
la niña lo mira
y sonríe.
El muchacho alza la mano.
Sabe que puede responder
lo que guarda en sus cáscaras cítricas
el logaritmo.
Podría hacer cálculos
de su distancia hacia los otros.
Y responder.
De niño
todo era contar:
la cantidad de líneas en la carretera
de la casa de su padre
a la casa sin su padre.
Las hojas que van cambiando
sin querer cambiar.
Su mano podría estar levantada
todo el día
aunque el maestro no la viera, aunque el maestro
no quisiera verlo. O le hablara de mujer:
—déjenla que responda.
Y la diversidad era —diez menos nueve igual a uno—
una palabra que no dormía de noche,
que leía de noche estrellas y ventanas apagadas;
que rezaba corazones abiertos de ternera
y creía
en la felicidad como un hecho inmóvil.
Pero amanecía.
Irremediablemente, irreparablemente
amanecía.
Era difícil
ser aquel muchacho. Y quedarse en el salón
hasta que ya no hubiera piedras ni empujones
—ni aquel maestro— esperando afuera.
Ser aquel muchacho
era difícil.
Una jauría de niños disfuncionales
lo persigue.
Lleva sus ojos, el gato
intenta arbustos, ramas, banquetas,
debajo de un auto,
filos de barda
donde antes pudo esconder su amor oscuro.
Los niños están encendidos como pilotos
de estufa, explotan
como fósforos.
El gato es diferente a ellos. No los sigue
como un perro. No se deja morder.
Pero cayó en la trampa.
Los niños lo rodean como un mínimo pelotón
de fusilamiento.
Por un instante
otro tipo de muerte baja hasta sus ojos. Los niños
echan espuma por la boca, entonan cantos indios
y tambores,
se sacan los golpes de sus padres —y las flechas—
entre los colmillos y los caninos. Los imitan:
comienzan el fusilamiento después de orinar.
Así que esto es la homosexualidad.
De modo que así inicia.
Ninguno querrá recordar lo que pasó esa tarde.