La balada del pollo sin cabeza / Ignacio Padilla

¿En qué mal punto el pollo de los hermanos Olsen dejó de ser un pollo para convertirse en otra cosa? Historias así sólo corroboran que en el tirabuzón del tiempo gobierna la casuística del huevo y la gallina, o en este caso, del pollo y su leyenda. Cuando ahora releo mis notas sobre la historia de Mike, el pollo sin cabeza, comprendo mejor que nunca por qué aseguran que la línea de lo narrado es siempre una aporía.
     No puedo evitarlo: cada vez que me pregunto cómo acabó esta historia termino por hablar del día en que decapitaron al pollo. Y siempre, también, enmiendo el rumbo: puede ser que aquel día haya sido, en efecto, el día de la muerte del pollo tal cual era, digamos, su final en tanto pollo. Pero con esa muerte, de haber sido otro el orden de las cosas, ninguna historia digna de contarse habría arrancado: el pollo habría sido sólo un ave muerta y anónima, un pollo más o menos comestible, como cualquier otro pollo. Bien vista, la decapitación del ave esa mañana de julio es propiamente un comienzo. Un gran comienzo, hay que decirlo.
     Y el final, ¿dónde cae? El auténtico final del pollo sin cabeza debe de estar en otra parte. Acaso sea mejor buscarlo en la noche en que el pollo murió, quiero decir, la noche en que de veras murió. El final podría comenzar así: Una noche, Mike, el famoso pollo sin cabeza, se asfixió en un motel de Phoenix, y sus amos, que a costa del ave habían amasado una pasable fortuna, se derrumbaron. Acto seguido podría añadir a este final un epílogo que rezara así: en tiempos de Eisenhower, endeudados por su afición a la ruleta y por la muerte de su mítica mascota, Wilbur y Lloyd Olsen solicitaron mis servicios para disecar el cuerpo del pollo, pues pensaban venderlo al Museo Smithsonian. Desde luego, me rehusé: a esas alturas el cadáver de Mike carecía de lo indispensable para una taxidermia decorosa. Por otra parte, los Olsen me dieron siempre mala espina. Mis colegas en Tucson me habían contado que en otros tiempos, cuando el pollo aún vivía, los hermanos habían impuesto condiciones draconianas para que la ciencia estudiase la milagrosa supervivencia del pollo. Ahora el ave estaba muerta, y de ella sólo quedaban su recuerdo y el rencor que su portento había sembrado en la región. De nada sirvió a los Olsen presentarme a Mike en un frasco de formol: igual los expulsé de mi taller. Tengo entendido que esa misma noche los Olsen perdieron en apuestas sus últimas monedas y arrojaron el cuerpo de Mike a las aguas del lago Ashuntah.

*

Noto con alarma que este epílogo lacustre no servirá para cerrar la leyenda del pollo sin cabeza. Se me ocurre que la historia podría terminar en otro momento, no ya con la extinción de Mike ni con la inmersión de su cadáver en el lago Ashuntah ni con la petición taxidérmica de sus amos. Podría terminar, creo, con la muerte de los hermanos Olsen.
     Hace meses visité por causalidad el pueblo de Fruita, Colorado, y supe que los Olsen murieron ahí hace veinte años, con escasa diferencia de días. Si bien vivieron en el mismo pueblo hasta el último momento, Wilbur y Lloyd Olsen habían dejado de hablarse. Se culpaban mutuamente de la muerte de Mike, y no es del todo improbable que murieran por las heridas que se infligieron una tarde en que la añoranza del pollo y el exceso de alcohol les resultaron tan opresivos que derivaron en violencia fratricida. Nada dicen hoy sobre esa riña los habitantes del pueblo, ni siquiera quienes conocieron a los Olsen y viven todavía para contarlo. A pregunta expresa, los testigos de tal pelea suelen irse por las ramas: miran el horizonte, mascan un tabaco casi siempre imaginario, suspiran y responden solamente que Mike era un pollo grande, así de gordo. Sí, matiza alguien más, Mike era un pollo gordo que no sabía que le faltaba la cabeza. Y ríe. Todos en ese pueblo ríen y mascan sin cesar tabaco imaginario.
     En Fruita, Colorado, la gente habla del pollo sin cabeza con un morbo sazonado de compasión. Se diría que lo extrañan. Los más viejos se estremecen visiblemente cuando cuentan que, en los dos años que duró su gloria, Mike engordó hasta tres kilos alimentado a través de un canutillo que los Olsen le encajaban en el muñón del cuello. Agregan los viejos que con ese mismo muñón Mike se limpiaba las plumas y hasta creía picar alpiste.
     En efecto, parece que Mike lo pasaba tan bien como podría pasarlo cualquier pollo. Ignoraba que le habían descabezado, como ignoraba también que el mismo canutillo que lo mantenía vivo iba a ser su perdición y la de sus amos. Los habitantes de Fruita concuerdan en que era un buen bicho, ese Mike, si bien se le veía poco en el pueblo. Cuando los Olsen partían de gira, la gente de Fruita echaba de menos al buen pollo, y aprovechaba la ocasión para murmurar contra los hermanos, ese par de vivos que cobraban hasta veinticinco centavos por ver a nuestro querido Mike, el Inefable Pollo sin Cabeza.
     Mike estaba asegurado por la nada despreciable cantidad de diez mil dólares. Los Olsen jamás llegaron a cobrarlos, pues a la muerte del bicho la afianzadora arguyó que éste había muerto por negligencia de sus amos. Ellos lo mataron, certifican indignados los viejos de Fruita, afamados mascadores de tabaco imaginario. Cuando entran en confianza y se les van los tragos o la lengua, los viejos aún discuten sobre cuál de los dos hermanos tuvo la culpa de la muerte de Mike. La discusión es, desde luego, bizantina. En los setenta, sin embargo, la polémica alcanzó proporciones épicas. El pueblo de Fruita se escindió entre los que tomaban partido por uno u otro hermano en la responsabilidad de la muerte del pollo. Familias y generaciones enteras entraron en pugna. La disputa trascendió muy pronto la memoria del buen pollo y escaló en campales batallas de orden político, religioso y hasta deportivo. En algún punto de la crisis las autoridades se vieron obligadas a intervenir, y no faltaron las manifestaciones y los porrazos, que sólo cesaron cuando irrumpió en la calle mayor de Fruita una tanqueta bien provista con mangueras antimotines. En recuerdo de esos años turbulentos, el tendero del pueblo conserva tres latas de gas lacrimógeno que está dispuesto a mostrar a los visitantes, previa donación de veinticinco centavos que, asegura, serán destinados a la construcción del Museo del Pollo sin Cabeza, ni más ni menos.

*

Hoy en día da igual quién mató o dejó morir al pobre Mike. Ahora el pueblo de Fruita muestra por ambos hermanos pareja aversión. Piensan que el pollo pertenecía a todos, y que los Olsen son culpables en igual medida, pues no eran más que sus guardianes. El destino les había encomendado cuidar a Mike, y ellos no supieron estar a la altura de su insigne misión. Ningún derecho tenían ellos de lucrar con el maravilloso pollo, no digamos a matarlo. Que lo cuidaron bien por un tiempo, nadie puede negarlo. Pero podrían haberlo hecho mejor.
     A los Olsen los cegó la hybris, claman los sabihondos de Fruita. Milagros como Mike se dan cada miles de años, dicen, y los hermanos Olsen no supieron verlo. ¿Cuántos pueblos en la historia han sido bendecidos con un ser de las características de Mike? Pocos, en verdad muy pocos. No por nada en vida de Mike hubo en Colorado una auténtica epidemia de decapitaciones de aves. Claro que esto, por sí mismo, no es novedad: siempre, en alguna parte del planeta, se está decapitando un pollo. Las estadísticas de Animal Watch señalan con escándalo que sólo en la Unión Americana muere un pollo cada cinco segundos. Pero Mike, se entiende, era distinto, como lo fueron también sus frustrados imitadores. Quienes se dieron a descabezar aves en esos tiempos lo hicieron con el claro propósito de reproducir la suerte formidable del pollo sin cabeza. Y fracasaron: los pollos decapitados con tal fin duraron entre los habituales diez segundos y, en casos contados, hasta dos días. Una mujer de Wichita anunció que había conseguido reproducir el portento de Mike, y procedió a exhibir en su granja a su propio pollo descabezado. La mujer fue encarcelada meses después, cuando trascendió que, si bien había encontrado el modo de mantener viva a un ave sin cabeza por espacio de una semana, guardaba en su granero una provisión de pollos idénticos al primero que esperaban cada lunes la muerte de su predecesor. El llamado Magno Fraude de Wichita sólo sirvió para acrecentar la fama de Mike.
     En su mejor momento, el pollo sin cabeza llegó a reportar a sus amos hasta cuatro mil quinientos dólares en un mes, libres de impuestos. En ese entonces la revista Scientific American publicó un extenso estudio que indagaba en los motivos posibles de la supervivencia de Mike, y concluía que el pollo sin cabeza sólo podía ser una estafa descomunal. Tal como había ocurrido con el desenmascaramiento de sus imitadores, la sentencia de los biólogos sólo hizo más popular al animal. Lo que había comenzado con una simple exhibición morbosa del ave en un granero de las afueras de Fruita derivó pronto en un elaborado ritual. Los visitantes pagaban su entrada al granero, pasaban en grupos de cinco a una improvisada estancia donde Wilbur Olsen los recibía sentado en un sofá rojo. La luz comenzaba por ser tenue y aumentaba en intensidad según progresaba el espectáculo. En la penumbra, con el pollo apaciguado en su regazo, Wilbur hacía gala de sus recién descubiertas dotes histriónicas. Había aprendido a imitar las inflexiones de Billy el Mago Jones, histórico comentarista de beisbol radiado, y con esa voz contaba cómo un día él o su hermano habían decidido desayunarse uno de sus pollos. Era una mañana gris y helada, recordaba Wilbur con la voz prestada de El Mago Jones. El verdugo en turno, que había pasado una mala noche, se distrajo en su ejecución, de modo que el hacha dejó suficiente tronco encefálico para permitir que el animal siguiese vivo. Por supuesto, decía Wilbur Olsen, lo primero que pensaron fue en rematar al animal para acabar con su sufrimiento. Entonces pasó algo, anunciaba Wilbur. Un rapto, una iluminación, llamadlo como gustéis, señoras y señores. Lo que quiera que haya sido, lo cierto es que les impidió seguir adelante con la aniquilación de Mike. Fue acaso un titubeo, decía Wilbur, y luego eso: la epifanía. Los estertores del ave nos hipnotizaron, en cierta forma nos poseyeron, decía. Mike seguía vivo, tenía que seguir vivo. ¿Por qué, señoras y señores?, preguntaba Wilbur Olsen alzando la voz. Y rugía: Porque nuestro Mike es un pollo fuera de este mundo. Con esto las luces del granero se encendían del todo, y los visitantes extasiados podían ver a Mike. Pero aún no lo veían en su total magnificencia: veían un pollo ordinario, un pollo con cabeza en el regazo del elocuente Wilbur. La decepción inicial era enorme. Wilbur fingía sorpresa, luego vergüenza y finalmente indignación. Venía entonces su magistral vuelta de tuerca: cogía al pollo, lo zarandeaba, le apretaba el cuello y de un mordisco le arrancaba la cabeza con escándalo de los presentes, que aullaban al mirar cómo Mike caía al suelo y comenzaba a desplazarse por el granero como si en efecto buscara la cabeza que acababa de perder entre los dientes de su amo.
     Aquélla, claro está, era una cabeza artificial. La auténtica había sido devorada por un gato el mismo día en que Mike fue descabezado por primera vez. Como sea, la actuación de Wilbur Olsen era tan estruendosa como memorable. En suma, un éxito. Con ese mismo libreto los Olsen recorrieron el país de costa a costa. En algún momento las autoridades amonestaron a aquel pequeño circo itinerante: el espectáculo, aducían, era morboso e impropio para niños. Los Olsen se defendieron argumentando que las decapitaciones de pollos eran cosa habitual y pública en el país, pero eso no bastó para que Mike fuese proscrito en los estados de California y Texas. En Arizona, empero, se permitió a los hermanos continuar con su periplo mientras pagasen impuestos y regulasen la edad de los asistentes a su espectáculo.

*

Los Olsen siguieron con su gira y con su dicha mientras se lo permitió la suerte. Viajaron y escandalizaron, prodigaron sus ganancias en innúmeras tabernas, casinos y burdeles del suelo americano, y puede incluso que hayan pasado a Tijuana. Vivieron, en fin, a costillas de su pollo perpetuamente decapitado, hasta que a éste le llegó la muerte, quiero decir, la verdadera muerte.
     La anécdota de la extinción de Mike tiende a parecer sencilla y predecible. Una noche, mientras los hermanos descansan en un motel de Phoenix, el pollo comienza a asfixiarse. Sucede que uno de los Olsen, nunca sabremos cuál, ha olvidado en el lugar de la función el canuto que mantenía al ave con vida. Wilbur corre en busca del canuto mientras Lloyd se desespera por salvar a Mike. Tampoco sabremos nunca qué hizo exactamente en esos minutos el atribulado hermano, o si lo que hizo fue pertinente. Lo cierto es que no fue efectivo ni suficiente: esa noche Mike, el pollo sin cabeza, acabó de encontrarse con la muerte que venía cercándolo desde hacía dos años. Era demasiado tarde cuando el sudoroso Wilbur volvió al motel con el canuto redentor: Mike yacía definitivamente exánime en la alfombra. Lloyd rabiaba.
     El problema con las bendiciones del destino es que rara vez las juzgamos limitadas. No entendemos que nadie merece para siempre su buena estrella, y que la providencia es aliada del demonio, que sólo consiente nuestra gloria por un rato y siempre a cambio de algo. Casi nunca estamos preparados para pagar el precio que se nos pedirá por la gracia sólo aparente de haber sido elegidos por los hados. Eso mismo, o algo semejante, sucedió con los Olsen: no estaban listos para la muerte de Mike, y pagaron haber pensado que su ave viviría eternamente. Tras la muerte del pollo los Olsen se negaron a diseccionarlo, lo guardaron con honores en su frasco de formol y se entregaron a la consunción. Cuando volvieron a Fruita no hubo quien los recibiera como sentían que merecían ser recibidos. Hallaron las ventanas y las puertas cerradas, algunas adornadas con crespones que lloraban menos a Mike que a los muchachos que por entonces se desangraban en Normandía o en Guadalcanal. Por entonces volvieron del frente algunos jóvenes mutilados, y es posible que sus presencias acentuasen la nostalgia del pollo mítico, así como las desavenencias entre los hermanos Olsen. Cuando alguien mencionaba a Mike, el pueblo entero miraba los muñones de sus hijos y añoraba al ave como si con ella hubiera muerto la esperanza de un mundo mejor, más completo y más dulce. En sus campañas de reivindicación, también los veteranos de Corea adoptarían la consigna de Todos somos Mike, y no faltó quien entonces presentase en los juzgados una demanda contra los Olsen por daños a la nación.
     En la década de los ochenta, un renombrado antropólogo de origen croata consagró varias páginas a las connotaciones semióticas y colectivamente fratricidas de esta historia. Su disquisición es ciertamente lúcida, y pretexta el caso de Mike para hacer notables aportaciones a la teoría de la mimesis y el ritual victimario. El filósofo, con todo, no alcanza a iluminar el encono de la sociedad de Fruita contra los amos de Mike, ni los resortes que habrían conducido a éstos hacia la mutua destrucción. Extraña todavía que no hubiese pasado un año de la muerte de Mike cuando los hermanos se declararon en bancarrota e intentaron vender el cuerpo disecado de su ilustre pollo al Museo Smithsonian. Poco después se perdieron juntos en una borrachera campal que acabó en un lío de recriminaciones y navajazos que dio con ambos en el hospital, y más tarde en la tumba. Quizás los Olsen se han reunido ya con su añorado Mike, que tan buena fortuna llegó a significarles y que tanta falta terminó por hacerles. Por desgracia los hermanos no alcanzaron a saber que el tiempo les resarciría indiscretamente sus cuidados del insólito animal, pues ahora, cada mayo desde 1999, el pueblo de Fruita, Colorado, capital mundial de los mascadores de tabaco, conmemora con desfiles y pantagruélicos concursos de comida el Día del Pollo Sin Cabeza.

 

 

Comparte este texto: