Disolvencia / José Israel Carranza

No siempre, pero sí tan frecuentemente que parece siempre. No con todo el mundo, pero sí con tantas personas que parece todo el mundo. No se percata cada vez que sucede, pero cada vez que se percata tiene la impresión de que sucede siempre, con todo el mundo, y además la impresión de que siempre estará percatándose. Desde luego que no puede ser así: de llevar la contabilidad minuciosa y exasperante que le permitiera esbozar una consideración estadística del fenómeno, constataría seguramente cómo son más las veces en que no le hace falta decir las cosas más de una vez, y cómo en consecuencia son menos (o no se percata de ellas) las veces en que le hacen falta más veces, dos al menos cada vez —y entonces, pues se percata siempre o casi siempre, queda convencido y cada vez menos sorprendido de que siempre o casi siempre le pase, quizás no con todo el mundo, pero sí tan frecuentemente que eso parece. Con todo el mundo. Tener que repetir las cosas siempre, y siempre que se da cuenta, que es siempre o casi siempre, termina por afirmarse en la certeza de que es así, así ha sido y así va a seguir siendo. Siempre.
     Ha debido ir descartando las explicaciones más obvias, primero, enseguida las más improbables y por último las descabelladas, hasta llegar —espera— a una que encuentre satisfactoriamente razonable. Su voz, sin estar dotada de ningún atributo excepcional, dispone de un rango de volumen que le permite elevarla lo suficiente para gritar debidamente cuando es indispensable —casi nunca, como no sea en las circunstancias desaforadas a las que lo ha conducido una voluntad de entusiasmo perentorio del que no suelen quedar rastros, por ejemplo cuando le ha dado por corear goles en partidos de futbol por los que misteriosamente se ha dejado cautivar, incapaz como es, por lo demás, de manifestar adhesión irrestricta e histérica a ninguna camiseta; o bien si ha de llamar así la atención de alguien, a gritos, por ejemplo cuando un taxi va a pasar de largo sin verlo, o (aquí está ya conjeturando sin fundamento, pues no recuerda haberlo hecho jamás) al correr a alcanzar a alguien que ha olvidado su tarjeta en un cajero automático, o al descubrirse en la insólita necesidad de dar una voz de alerta (tampoco cree que le haya pasado): un peatón ensimismado a punto de cruzar la calle sin precaución, el momento en que una cornisa está por desplomarse sobre la cabeza de alguien… pero, aunque se imagine gritando en circunstancias como éstas «¡Cuidado!», o «¡Eh!», o «¡Ah!» («¡Ah!» sí debe de haber gritado, o algo parecido, ante más de algún sobresalto, quizás al chocar con alguien al dar vuelta en una esquina), lo más probable es que quedara enmudecido del susto y no alcanzara a hacerlo —el peatón volando por la embestida, el otro descalabrado y derrumbado sobre la acera—, y lo seguro es que, de llegar a gritar, con toda oportunidad y con todas sus fuerzas, el prójimo en cuestión se volvería para preguntarle «¿Qué?». Porque, se repite, es lo que le pasa —no siempre, pero casi siempre, no con todo mundo, pero casi, etcétera—: sólo repitiendo lo que dice consigue que se le llegue a entender. De ahí también que siempre —o casi— los taxis pasen de largo, y sólo consiga abordar uno cuando lo encuentra detenido y es inevitable que lo vea —y decirle al taxista adónde quiere que lo lleve es decírselo siempre dos veces.
     De modo que puede elevar la voz hasta convertirla en grito, lo mismo que puede, como cualquiera, articular palabras sin ella, apenas con el aire que da forma a un susurro, o ni siquiera, bastan el movimiento legible de los labios y los gestos pertinentes. En funerales, pongamos, en el cine o en una sala de conciertos, o en presencia de alguien cuyo sueño no se quiere o no conviene perturbar. Bajo el agua en una piscina, se imagina, o en el estrépito ensordecedor de una multitud o en una conflagración. Cree también que, como cualquiera, en caso de necesidad, ha de ser capaz de hallar cómo comunicarse con los ojos (el sofisticado,
delicado y universal lenguaje de párpados, cejas y globos oculares, un código
de vastísimos alcances que no se aprende pero con el que no hay manera de equivocarse), si bien para ello habría de saber primero cómo prescindir de sus gafas oscuras, posibilidad que está absolutamente descartada, pero ése es otro asunto sobre el que iremos más adelante.
     Del murmullo al grito, o incluso antes y después: cuando sólo sirven los gestos, pues el sonido de la voz es inadmisible o innecesario, y basta con mover la cabeza de arriba abajo o de un lado a otro, o valerse de la mano (un dedo, dos, los cinco): en realidad no enfrenta dificultades insuperables para hacerse entender de cualquier manera, y acaba consiguiéndolo de una u otra forma. El problema es que nunca, o casi nunca, es a la primera. Su voz es audible, lo que ha podido verificar, por ejemplo, al escucharla en una grabación: al dejar un mensaje telefónico y pulsar la tecla que lo reproduce para darle oportunidad de borrarlo, corregirlo y dejarlo de nuevo —cosa que desde luego siempre hace—, o en cierta ocasión en que sus palabras fueron recogidas por el micrófono que le acercó un reportero al pedir su opinión sobre los trabajos de pavimentación de la calle por donde pasaba: una pregunta estúpida que sólo pudo responder con la improvisación, también estúpida, de su parecer al respecto («Muy bien, está quedando muy bonito», dijo, y por supuesto que el reportero lo hizo repetirlo, pues no lo había entendido; un par de horas más tarde, casualmente, oyó su «entrevista» en la radio de un taxi, pero el reportero había suprimido la repetición y sólo llegó a transmitirse lo que dijo como si hubiera salido de golpe, elocuentemente, sin el trastabilleo original —si es que lo hubo—, y pensó que nadie habría podido suponer que esas seis palabras inanes, irrelevantes, prescindibles y perfectamente olvidables tuvieron que ser repetidas, una por una, porque su formulación primaria había sido lo suficientemente defectuosa como para merecer una segunda versión). Por lo demás, debe confesar que, desde que está al tanto de esta fatalidad por lo visto irremediable —repetir, repite, lo que dice, porque nunca o casi nunca logra que se le entienda a la primera—, en alguna fecha imposible de determinar, si bien ahora piensa que así ha podido ser toda su vida, o sólo los últimos meses, no importa, importa que apenas ha venido a enterarse; debe confesar, repite, que practica a solas todo el tiempo, es decir, habla solo, o para ser más precisos, aprovecha casi cada ocasión en que se encuentra a solas (cuando está seguro o casi de que nadie hay a la vista que llegue a importunarlo con alguna curiosidad que no sabría cómo satisfacer), ensayando su voz y dirigiéndola a algunos objetos que se encuentren en sus inmediaciones —preferiblemente el helecho llamado Oliver, impasible y atento en el antepecho de la ventana de su recámara, o bien el refrigerador cuando lo abre y lo interroga cordialmente, y naturalmente el televisor, por lo general cuando se halla sintonizado en algún noticiero y las presencias que desfilan por él lo alientan a interpelarlas, increparlas o insultarlas a placer. Dice que se trata de una práctica porque su interés principal es conocer así los alcances de su propia voz, la nitidez de su sonoridad, la eficacia de sus articulaciones, y también detectar las imperfecciones de su dicción a fin de trabajar en ellas y eliminarlas; lo explica porque prevé cómo esta conducta puede inducir a una interpretación desencaminada, sobre todo en lo tocante a su estabilidad emocional, su percepción de la realidad o cualquier otro aspecto relacionado con su salud mental, misma que espera conservar medianamente intacta, al menos mientras esta circunstancia a la que viene refiriéndose no lo conduzca a algo parecido a la desesperación o a ninguna suerte de violencia, contra sí mismo o contra alguien más. Espera dejarlo claro (¿a quién?): lo que busca es oírse, averiguar cómo puede fracasar su voz siempre o casi siempre que la usa para dirigirse a quien sea, con cualquier objetivo y en cualquier circunstancia, y por eso habla con las cosas o con algunas presencias más bien ilusorias, como las de la televisión, más allá de esperar que Oliver, el refrigerador o el Presidente de la República en un noticiero o los dibujos animados respondan a sus parlamentos —aunque con Oliver ha descubierto que va permitiéndose algunas esperanzas, y si algún día se aviniera a deslizar una vocecilla en la que viajara un «sí» o un «no», le extrañaría menos de lo que puede pensarse.
     (Pero también habla solo, ahora que lo piensa, en el sentido poco halagüeño e incluso indeseable que suele darse a esa expresión. Llega al anochecer a su casa; abre la ventana y conversa un poco con Oliver, pues no ve ningún disparate en dirigirle algunos comentarios triviales sobre la frescura del final de la tarde, sobre los colores del ocaso y las posibilidades de que a la madrugada sobrevenga una llovizna o algún ventarrón y deba entonces hacerlo entrar y cerrar la ventana; no encuentra, repite, sino un comportamiento civilizado en acompañar con palabras el agua abundante que le sirve, vertiéndola lentamente sobre el prolijo sosiego de sus hojas pensativas, a veces limpiando con un trapo el platón de cerámica sobre el que reposa su maceta, todo con la deferencia propia de un barman que atiende respetuosamente a un parroquiano intachable, ocasión inmejorable para el intercambio de impresiones desprovistas de cualquier propósito —si bien Oliver jamás pone de su parte en esa conversación, o no todavía. Servido y dejado en paz, seguramente para perseverar concienzudamente en su propia proliferación, Oliver queda al cabo recortándose contra el cielo indeciso que se cierne sobre la ciudad, y él pasa entonces a lavarse las manos, la cara, los dientes, y lleva consigo los restos de la conversación que no concluyó al darle la espalda al helecho: va hablando solo, para seguir escuchándose, en principio, y quizás rehaciendo las frases últimas con variaciones en los términos, en la entonación, en las pausas, en las combinaciones de consonantes que podrían ofrecer más dificultades a quien las oyera. «No hay expectativas realistas de que esta noche se produzca una aurora boreal en nuestro horizonte, Oliver», se oye decir, y enseguida: «Es impensable que se concreten las condiciones atmosféricas indispensables para que se manifieste una aurora boreal», y luego (el cepillo de dientes en vilo, con la pasta en él, antes de llevarlo a su boca, que abre exageradamente ante el espejo): «Las probabilidades de atestiguar el advenimiento de una aurora boreal o algo parecido son mínimas, sobre todo considerando lo lejos que nos hallamos del Círculo Polar Ártico», y ya rumbo a la cocina «Habría que comenzar por preguntarse de dónde procede esta voluntad de esperar una aurora boreal, dada nuestra ubicación geográfica y las explicaciones elementales para la ocurrencia del fenómeno» —todo, repite, pronunciado en voz alta y clara, o es lo que le parece, pero para entonces ya ha dejado de escucharse, aunque tarda un poco en advertir que ha cesado de prestar atención a su vocalización, sus énfasis y sus afanes de precisión, ese escrúpulo maniático de dar con los términos que mejor den forma a la idea y lleguen a transmitirla sin riesgo de interpretaciones erróneas. Hasta que se descubre preguntándose «¿Qué?», y debe repetirse a sí mismo lo que acaba de decir, pues no lo ha entendido, quizás ya era un murmullo o ni siquiera puede asegurar que lo haya dicho en voz alta).
     No se le entiende, y a veces ni él mismo lo consigue, y no porque su voz sea débil o borrosa, ni porque salga entorpecida por una incorrecta colaboración de la lengua, los dientes, los labios, lo que ha podido verificar siguiendo al pie de la letra y frente al espejo del baño las recomendaciones de un viejo manual de oratoria que compró hace algún tiempo para mejorar su pronunciación —si es que ahí estaba el problema. Jamás le ha interesado dirigirse a un público, ni siquiera tomar la palabra en una reunión, quizás para dirigir un brindis o algo por el estilo, pero está seguro de haber puesto tanto empeño en las técnicas recomendadas por ese manual que, de darse la eventualidad, podría plantarse perfectamente pertrechado delante de un micrófono en una plaza o un auditorio, y estaría en absoluto control de su elocución, de su respiración, de sus pausas y sus entonaciones… sólo que está seguro también de que nadie lo entendería, por razones que no tienen nada que ver con la fisiología de la voz ni con cuestiones de acústica; por eso mismo, porque terminó por desechar toda causa meramente física, renunció a consultar a un experto en foniatría, y también porque imaginó lo ridículo que habría sido tratar de explicarle lo que le sucede, pues como se ha dicho no es posible que le suceda todo el tiempo, y además siempre que dice algo y le dicen «¿Perdón?», «¿Cómo dijo?», «¿Qué?» o «Disculpe, no lo escuché», que es casi siempre, basta por lo general con que vuelva a decir lo que dijo para salir del paso y que la comunicación fluya sin más traspiés, aunque éstos últimamente vayan multiplicándose, para su creciente inquietud, y comprar unos cigarros, por ejemplo, se convierta en un trámite cada vez más tortuoso para él y para la empleada del Oxxo a la que debe repetirle hasta tres o cuatro veces su solicitud y las gracias, eso si antes ella no desiste y se da vuelta para atender al siguiente cliente, luego de tomarlo acaso por un extranjero o por un deficiente mental, o al menos por alguien con una dificultad específica de la expresión —pero habría que ver de qué perspicacia y de qué compasión es capaz la empleada en cuestión, como para que contemple la posibilidad de que lo suyo sea apenas un trastorno del habla, nada que en realidad quiera decir nada sobre su capacidad intelectual, sino tan sólo un impedimento ocasionado por un accidente cerebral o la manifestación de una lesión del sistema nervioso central, en cuyo caso, y si tuviera el interés y la paciencia de escucharlo, le encantaría ilustrarla sobre las diferencias entre afasias y disartrias, términos con los que llegó a familiarizarse cuando le daba vueltas a la conveniencia de consultar a un foniatra, y también a un neurólogo, a un logopeda, a un fonoaudiólogo, a un estomatólogo e incluso a un maestro de canto y a un locutor, mismos con los que tendría tan poco sentido ponerse a hablar por el mismo motivo que sería insensato tratar de sostener la conversación ilustrativa con la empleada del Oxxo: porque no acabaría nunca.
     Acaso su preocupación quedaría disuelta del todo si se decidiera a no hablar nunca más. Ha sopesado la posibilidad: varias tardes de domingo, luego de que las descubriera por azar, ha rondado las misas para sordomudos que se celebran en un templo cerca de su domicilio. Más que la ocurrencia de la ceremonia en sí (la voz del sacerdote, traducida a lenguaje de señas por un intérprete de pie en el presbiterio y de frente a los fieles, de algún modo estorbaba la expansión venturosa del silencio, amplificado por la altura y la profundidad de la nave pero también denunciado como una ilusión por los rumores de la concurrencia al levantarse y sentarse y al arrodillarse, por el tañido de la campanilla en el momento de la consagración, por los rezos de quienes sin ser sordos ni mudos ni, mucho menos, sordomudos, participaban también, y sobre todo —esto no consiguió explicárselo más que como una arbitrariedad cruel— por la intromisión de un órgano y su música que, por lo visto, nadie habría considerado superfluos), lo que lo impresionó y llegó a entusiasmarlo fue presenciar lo que sucedía al final y ya afuera, en el atrio: las conversaciones que los asistentes tenían por largo rato antes de ir disgregándose y llevándoselas con ellos si se alejaban en grupos o en parejas: una agitación febril de manos y gesticulaciones sobre la que parecía prevalecer una atmósfera de comprensión generalizada y fuera de toda duda, sin espacios para los equívocos, las confusiones, los malestares fugaces a que dan ocasión las torpezas en la expresión como las que a él lo caracterizan: la manera que tenían los sordomudos de entenderse —y desde luego que él no tenía cómo entenderlos— se le antojó óptima en su gracia y su ductilidad: las danzas de las manos y los énfasis del rostro (las cejas y las bocas, sobre todo, que también intervenían en esas danzas, alzándose y abriéndose), en su modulación elocuentísima del silencio para transformarlo en palabras, inaudibles, sí, pero más claras y más concretas que las que produce la voz, le parecieron un estadio superior de la comunicación humana, aunque al tiempo que iba acercándose a esa ponderación excesiva e infundada —perdía de vista, sobra decirlo, que lo que apreciaba era una comunicación suplementaria cuyo origen radicaba en una carencia: el lenguaje de señas es una emulación del lenguaje al que es imposible darle forma sin una voz, voces que en los casos que atestiguaba afuera del templo faltaban o no podían ser escuchadas, un lenguaje hecho para que se materialice entre una laringe que lo emita y un oído que lo perciba—, ya iba ganándolo la nostalgia propia de los anhelos para los que se está fisiológicamente impedido: no sólo le habría hecho falta ser sordo, o mudo, o sordomudo, sino además que el resto del mundo también lo fuera. Así que, al cabo de esas pocas tardes en que se apersonó con toda su atención dispuesta a presenciar las conversaciones de los asistentes a esas misas cuando salían (y alegres, le daba la impresión: imaginaba que eran encuentros que difícilmente tendrían lugar entre ellos fuera de los domingos por la tarde, que sólo ahí se verían y se pondrían al corriente, e imaginaba también lo que serían las vidas en que llevarían sus silencios a cuestas, y las complicaciones que pasarían para hacerse entender, en la prolija sonoridad de lo cotidiano), terminó por renunciar a considerar la condición del sordo, o del mudo, o del sordomudo, como una vía de escape para su propia condición, la de alguien a quien nunca se le entiende, o casi nunca, y sólo se permitió en adelante suponer, para descartarlo enseguida, lo sencilla que sería su vida si transcurriera en un silencio como aquél, un silencio en el que no cupieran los silencios cada vez más torturantes que seguían a sus elocuciones defectuosas, incomprensibles, a las repeticiones que se veía obligado a hacer, a la angustia que ya lo sobrecogía apenas avizoraba el siguiente intercambio de palabras con quien fuera, para lo que fuera, y de los que no podía prescindir —además de lo cual había pesado también, en su alejamiento, el hecho de que aun cuando hubiera decidido renunciar a su propia voz, o a lo que quedara de ella (¿era eso, estaba perdiendo la voz?), para alcanzar lo que tenían aquellos seres hechos de manos y gestos habría tenido que entrenarse en el aprendizaje de su código, y la sola perspectiva lo desanimaba, no tanto por el esfuerzo que habría supuesto, sino por lo poco útil a fin de cuentas que le habría resultado aplicarse a él, pues para que hubiera tenido provecho —ya no hablemos de sentido— habría tenido que sumarse a esa comunidad (¿era una comunidad?), quizás integrándose incluso al culto al que acudían o tal vez sólo a las reuniones que seguían a dicho culto, y qué iba a saber él de esa gente, qué interés auténtico y justificable podría tener en lo que fuera que los moviera o los preocupara —por no pensar en el interés que ellos podrían tener en él, y cómo lo habrían visto, además, emperrado en sumárseles sin necesidad evidente, que de no percatarse de inmediato no les tomaría mucho tiempo hacerlo—, sobre todo si a estas alturas ya iba obsediéndolo una voluntad irrecusable de aislamiento y de autoproscripción, fruto de la circunstancia que atravesaba, y que no se veía cuándo fuera a remediarse o concluir, encima de todo lo cual cabía la posibilidad espantosa de que sordos y mudos y sordomudos, de haberse acercado a ellos tras haber adquirido las destrezas indispensables en el lenguaje de señas para que le entendieran, tampoco le entendieran nada.

Fragmento del libro en progreso Salida.

 

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