Una de las paradojas más extrañas de este mundo globalizado y materialista en el que vivimos es la mala fama que sigue teniendo la avaricia. A diferencia de casi todos los pecados capitales, la avaricia no ha sido promovida al rango de placer permitido e incluso indispensable para el sostenimiento de la economía de mercado. Basta mirar unos minutos la televisión para confirmar que, excepción hecha de la avaricia y tal vez de la ira, los pecados capitales enumerados por Santo Tomás son hábilmente explotados por la publicidad para convencer a los televidentes de que la obediencia a tan ordenados instintos sólo puede reportar beneficios y satisfacciones. Obtener una imagen intrépida a fuerza de desafiar todas las campañas de salud y seguir fumando; llenarse la barriga con dulces, refrescos y papas fritas; gozar de las comodidades de un colchón ortopédico; atraer a los hombres con una gota de perfume o tener exactamente el mismo coche que esa mujer a cuyo paso se detienen por igual hombres, mujeres y niños, son invitaciones a entregarse gozosamente a la soberbia, a la glotonería, a la lujuria, a la pereza y a la envidia, así como a contribuir con ello al equilibrio económico del mundo.
Así las cosas, uno diría que el pecado más utilizado por la publicidad es, precisamente, la avaricia, porque nada de lo que la sociedad de consumo promueve puede conseguirse sin dinero, así que quien quiera seguir el llamado de las sirenas televisivas deberá primero llenarse los bolsillos de billetes. Y una vez adquiridos todos los productos que el dinero puede comprar, es la avaricia, y no otra cosa, la que lleva a los ciudadanos a multiplicar latas, botellas, taladros y coches que ya no necesita. Pero el propósito del avaro, es cosa sabida, no es conseguir dinero para cambiarlo por bienes materiales, sino atesorar el dinero o los objetos sin pensar demasiado en el provecho que pueda sacarles. Yo sé de avaros ejemplares que vivieron y murieron en la miseria más absoluta, incapaces de gastar una sola de las monedas que sus descendientes encontrarían más tarde escondidas en el colchón o bajo una losa.
Para un avaro, atesorar no es un medio para construir, por ejemplo, un patrimonio que hijos y nietos podrán gozar algún día. Quien atesora debe resignarse a que sus escondrijos y cajas fuertes no resistan a la curiosidad de los demás cuando él ya no esté en el mundo para protegerlos. Es incluso probable que el avaro intuya que al encontrar sus bienes, sus hijos, sobrinos o nietos no sentirán gratitud hacia el benefactor, sino que harán escarnio de él y de sus absurdas manías de avaro, y que tal rencor no hará sino duplicar el placer obtenido al gastar el tesoro.
Siempre pensé que la cercanía del pato Donald y de sus tres sobrinitos debía resultarle más bien insoportable a Rico Mac Pato, y que participar en sus aventuras no era sino una manera de alejarlos de su hacienda, e incluso de propiciar algún accidentillo que le permitiera volver solo y aliviado a sumergirse en sus dunas metálicas.
No, la avaricia no es un pecado prestigioso en nuestro mundo. Dicen que, a diferencia de lo que sucedía hace quince o veinte años, el 95 por ciento de las transacciones comerciales que se realizan tiene que ver con el intercambio ya no de dinero por mercancía, sino de dinero por dinero, y que además se trata de dinero que nadie ve porque es puramente virtual. Dicen que el dinero es el rey del mundo, pero en Estados Unidos los bancos castigan a los ahorradores, y la posesión de bienes materiales ya no confiere prestigio ni poder. Nuestro imaginario económico —el mío, por lo menos— sigue recurriendo a las montañas de dinero acumuladas en enormes cajas fuertes, pero los millonarios de hoy se parecen más bien a los pillos que, sin tener un centavo en la bolsa ni un solo par en el juego de cartas, hacen creer al crupier del casino que lleva las de ganar, y al final consigue hacer perder a la casa.
La verdad es que ni Rico Mac Pato ni los especuladores de Wall Street merecen simpatía, y mucho menos compasión. Pero es un hecho que, por lo menos en términos metafóricos, la figura del avaro representa un mundo que quizá ha desaparecido del todo, y que suscita cierta melancolía. Alguien me dijo una vez que las personas tilichentas son, por lo general, más cariñosas que quienes se desprenden de las cosas con facilidad. Tal hipótesis se verificaría en el hecho de que las abuelas o madres —seres cuyo talante amable no es fácil poner en duda— atesoran cada uno de los objetos significativos de la vida de sus hijos o nietos. No metería mi mano al fuego por defender semejante teoría. Sé, en cambio, que uno puede desarrollar vínculos especiales con las cosas y que, contrariamente a lo que parecen decirnos la publicidad y el Fondo Monetario Internacional, no todo puede reemplazarse.
Hace pocos días, por ejemplo, me di cuenta de que mi chamarra de mezclilla ya no estaba en el armario donde solía estar desde hace por lo menos dos años. La certeza de que la había perdido definitivamente sólo vino después de haberme negado varias veces a revisar con detenimiento el clóset, y tras haber fingido que otras prendas iban mejor con mis atuendos que la chamarra faltante. No es la primera vez que me pasa: así como los paraguas suelen desaparecer en cuanto escampa, los suéteres y las chaquetas ligeras pierden su carácter necesario cuando el sol se impone y se deslizan de mi cintura, donde, por una mala costumbre que viene de mis años escolares, suelo llevarlas amarradas.
La normalidad de la cuestión, sin embargo, no mitiga el disgusto que siento al perder algo. Cada vez que esto sucede, sin importar el valor material del objeto, me reprocho a mí misma no haber sido más cuidadosa, y doy por hecho que nunca será posible recuperar o sustituir el objeto perdido. Durante un tiempo viví en una ciudad pequeña que contaba, entre sus no pocas linduras, con una oficina de «objetos encontrados». Gracias a ella, olvidar la mochila en un café o en el autobús podía no ser un accidente irreparable, pues siempre existía la posibilidad de que alguien, convirtiendo el objeto perdido en un «objeto encontrado», pensara en llevarlo a aquella idílica oficina. Así, aunque lo más frecuente era que las bolsas, mochilas o portafolios fueran entregados a sus dueños ya sin sus contenidos más valiosos, la oficina de objetos encontrados estaba ahí para afirmar que entre las cosas y las personas hay vínculos imposibles de sustituir.
Tal vez el miedo de perder alguno de los objetos que componen nuestro universo cotidiano esté relacionado con esa otra forma de avaricia que consiste en atesorar recuerdos. Sé que al decir esto me arriesgo a proporcionar datos suficientes para quien quiera calificarme de retentiva, pero una de mis angustias más recurrentes es olvidar definitivamente las imágenes, el orden y los nombres asociados a momentos felices de mi vida. Poco puede decir de esa angustia quien no tenga, como yo, una memoria resbaladiza y desprendida, dispuesta a vaciarse cada vez que nuevas informaciones deben ser procesadas.
Conozco algunas personas capaces de guardar en la memoria fechas exactas, direcciones y señas precisas, el número de página de cierta referencia bibliográfica, trazos de ciudades visitadas una sola y lejana vez en la vida. Darme cuenta de las habilidades mnemotécnicas de los demás, sobre todo cuando éstos pertenecen al más estrecho círculo familiar, es entender que, si bien no son alarmantes, mis olvidos e imprecisiones tampoco son del todo normales. En cualquier caso, hay memorias cuidadosas, ordenadas, provistas de anaqueles exhaustivos donde millones de recuerdos aguardan el momento en que sus dueños los necesiten. La mía, en cambio, sólo conoce una habilidad más o menos rara, que consiste en retener los rostros de la gente, relacionándolos con el contexto al que pertenecen. Más allá de eso, mi memoria tiende al desorden, y se resiste con frecuencia a entregarme los datos que le solicito.
Así como me he propuesto dejar de amarrarme los suéteres en la cintura, amarrar el paraguas a mi bolsa o guardar las llaves siempre en el mismo sitio, he intentado mirar las cosas que me importan con más intensidad, como si eso convirtiera mis ojos en una especie de cámara fotográfica. Durante unos años, la estancia en un país extranjero se convirtió en un afán cotidiano por registrar detalles, colores, formas y sabores que en un futuro no muy lejano habrían de desaparecer de mi vida. Como una amante clandestina, vivía como si al día siguiente no fuera a tener nada, esforzándome en guardar en alguna parte de mi memoria todo lo que no iba a poder llevar conmigo de regreso. Ahora, muy lejos de ahí, llevo grabadas muchas de las cosas que me propuse guardar conmigo toda la vida: la forma y los colores de ciertos árboles, el color exacto de la cantera con que estaban construidas las casas, la longitud de la playa y el azul intenso del mar en las mañanas de invierno. Sobre todo, guardo como un tesoro amargo e inútil aquella tristeza, aquella avaricia descarada con que fui capaz de apropiarme de las cosas.