Celdillas / Tununa Mercado

Al regreso de México a la Argentina en 1987, después de trece años de exilio,  escribí En estado de memoria, un conjunto de textos sobre esa experiencia. El libro será reeditado próximamente por la editorial Seix Barral. «Celdillas», uno de los relatos que lo conforman, llega a abstraer desde la escritura misma un recuerdo traumático que sólo emerge al final. Para abstraer lo siniestro horada en zonas en las que el «saber» no cuenta.

LA ALINEACIÓN DE AGUJEROS IDÉNTICOS a lo largo y a lo ancho y en profundidad de una superficie, con la consistencia mórbida del panal colmado y aun de aquel vacío de cosecha, me producía lo que di en llamar el efecto celdilla: la sensación repentina de estar poseída por un deseo biológico irreprimible de morder. Pero, entiéndase, no de morder con dientes, sino con algún otro general dispositivo humano que no está situado en un lugar del cuerpo, sino en los espacios vagos de la llamada mente. Los dientes, en verdad, no se erizaban, ni se estremecían como en la dentera, pero algo en la boca se fundía y se ablandaba, incluidos los dientes, cuando surgía el deseo súbito y la demanda consiguiente de impregnarse o de fusionarse en la superficie enceldillada.
Milojostienelanoche podía llegar a enloquecerme: vasta superficie perforada, esponja que absorbe con su porosidad el entendimiento. La estructura en bloques enceldillados podía no ser extensa y aparecer reducida en cadenas más angostas y a veces con una distribución en hileras de a dos celdas o de pequeños racimos de varias celdas. La flor de lavanda, por ejemplo, distribuye sus cálices a lo largo del tallo; si se la toma entre los dedos con la espiga inclinada hacia la derecha o hacia la izquierda, de perfil, la sensación comienza a insinuarse porque la formación es de granos azulado-cerúleos y es el tacto el que se sobresalta; se gira suavemente el tallo y se lo coloca ante los ojos, de frente; las diminutas bocas negras de las corolas en ramillete apuntan como cañoncitos y entonces surge, inmanejable e imponderable, la tubulífera demanda mordiente y el estremecimiento de escalofrío interior que la acompaña.
Hongos que al nacer son convexos, pero que se ahuecan como embudos a medida que crecen, hongos que crecen en haces y manojos, apezonados (cf. José Juan Tablada) en el centro cuando son jóvenes y que emiten luces fosforescentes por la noche, como «bolas de lumbre»; hongos con casquetes cónicos o en forma de campana, frágiles, con tallos esbeltos y huecos; hongos tembladores con la superficie como lenguas de gato, hongos cuyas celdillas son láminas, hojuelas, niditos o cráteres; hongos surcados y rebordeados, políporos y esporádicos, cuando estaban ante mí, a mis pies o a la altura de la mirada, desencadenaban la misma desesperación cuyo origen indefinido obligaba a apartarse del sitio lo antes posible
En los períodos de mayor sensibilización a este efecto, la realidad entera se presentaba distribuida en módulos enlazados entre sí formando vastas secuencias de materia. De la descripción plausible del interior de una granada china, por ejemplo —paredes blancas, una vez desprendidas las semillas del fruto queda una carne dúctil y elástica con hondonadas y
correlativas protuberancias agudas, separando los nidos de implantación—, o de la nuez de Castilla, con los meandros y senos de sus circunvoluciones interiores, pasaba a un intento de explicarme los mecanismos con que unas y otras figuraciones se imprimían en mí y me afectaban. Espacios de encaje, cadenas que se aparean, combinatoria incesante de lo cóncavo y lo convexo, de geometrías en las que una línea disparada por el lápiz y al azar sobre el papel se repliega, espontánea, sobre sí misma y convoca a otra a encerrarse en su interior y aun a otra a rodearla y a reproducir, a su vez, con otras líneas quebradas en medio círculo, formaciones similares en un desarrollo creciente, constituían mi manía perpetua de encerrar y de abrir, de difractar y refractar las partículas de lo real.
Un núcleo rodeado por una gran cantidad de subunidades que se comunican —o encierran— por corredores que las ciñen o las liberan era el esquema básico que me dominaba, y a través de él dirigía las modelaciones de mi tacto sobre las cosas y mi visión de la pintura y la pericia de mi oído para organizar los sonidos que a él llegaban. Trataba infructuosamente de discernir la índole de mis respuestas a esos ritmos de la estructura, pero me quedaba en el envoltorio del fenómeno, incapaz de develar su misterio. La sensación se producía, era, por consiguiente, un estado objeto de clasificación dentro de las coordenadas de la especie humana o animal; ¿era acaso síntoma de una patología?; tal vez lo fuera, por la manera en que se negaba a ser descrito más allá o más acá de la metáfora. Muchas veces pregunté a otras personas si a ellas no les provocaba ansias —«dar ansias», el término usado en México para describir el nerviosismo y el desasosiego que producen ciertas situaciones inmanejables, era el apropiado— la disposición en celdas de los panales, pero no encontré a nadie que se hiciera eco de mi inquietud o que simpatizara con mi urgencia por entender lo que me pasaba.
Podría haber buscado el modelo enceldillado en disciplinas diversas, indagar su presencia en la naturaleza y en el arte, pero en ningún sitio habría encontrado el sentido del vértigo que me embargaba cuando aquél se manifestaba. La situación se tornaba persecutoria a medida que descubría que todo lo que me rodeaba estaba cubierto por esa película muelle, aprisionado en ese epitelio elástico y cariocinético, y comencé a intuir que podía quedar atrapada yo también en la obsesión reticular.
En la plancha de sonidos alineados se producen leves desplazamientos, como si en algún ángulo de la masa alguien presionara o introdujera una cuña. Los alvéolos se corren de un lado al otro, de modo imperceptible, y desde adentro o desde abajo de ese elemento sonoro se suceden levantamientos que luego estallan en pequeños volcanes. Aquí y ahora, en este recinto o unidad constituida por mí misma y mis sentidos, no se produce un ver, es decir el ejercicio común de posar una mirada sobre las cosas, sino una idea del ver que no pretende ver sino oír el ver, oír una mirada interior o, más que una mirada, una aptitud para armar el tablero radial de la conciencia, sobre el que se prenden, en la ocasión, los sonidos.
La música dispara su materia en radios y la comprime en nudos, como si fuera una enorme bomba respiratoria, a ritmos escandidos ex profeso o a disritmias fuera de la voluntad, en la serie o fuera de la serie. Encerrada en ese espacio que sólo es real en su parcela de virtualidad, más una construcción operativa mental para describir los efectos de la música que un estado físico, ahora veo lo que oigo; las ondas se persiguen y las junturas en las que unas y otras se reúnen me ciñen la cabeza o me aprietan el corazón, obligándome a un acompañamiento con el cuerpo. Pero el cuerpo no se mueve, estoy suspendida de él, ingrávida, y sin embargo ningún miembro oscila ni tampoco responde a una cadencia de manera evidente. El movimiento, las incisiones del sonido, las secuelas vibratorias en los puntos de intersección deshechos de pronto por las columnas sonoras; el color que se difumina, transparente y cargado de todos sus valores con que las escalas de la composición se suceden y declinan, todo eso transcurre en el recinto de ver lo que oigo, una secreta fábrica, un compartimento separado del sentir corriente de los cinco sentidos pero que los abarca y subsume en condensaciones por ahora sin nomenclatura.
He pasado mi vida en ese compartimento de mi persona; en él siempre es de noche y la sucesión del negro al gris indica los tiempos inactivos, a la espera de la luz. Ésta se anuncia haciendo pasar de un lado al otro, desde arriba hacia abajo, de este a oeste y de norte a sur y por todos los infinitos puntos cardinales intermedios de mi universo, valga la licencia, destellos blancos y brillantes. Cavidad la noche y cavidad también mi recinto a ojos cerrados, ambos guardan la misma incógnita; una aloja al otro o coincide con él, en una superposición que la célula del ver lo que oigo ajusta a designio. Por el modo en que ese presunto comando de la conciencia se resiste a desnudar su naturaleza, he buscado en él las señales del efecto celdilla; sólo allí, desplegado en ese tablero siempre nocturno, podría alguna vez aparecer la sensación muelle y mordiente y dar cuenta de su manera de operar sobre las ansias.
Librada enteramente a las manifestaciones propias de ese cuerpo que soy yo y las propias de mi recinto, celular por añadidura, distribuido en arcos alveolares como una enorme circunferencia subdividida según sus polos y diámetros, presa por lo tanto de la obsesión geométrica y la cariocinesis sin fin que puede llegar a pulverizar la realidad, buscar allí la respuesta al enigma significaba un riesgo: que por mediaciones perversas o intersticiales del inconsciente, la superficie fundante perforada pudiera de pronto volverse persecutoria e incontrolable. Ya de una lejana vigilia que debe haberse producido en los años cincuenta recuerdo que la sensación muelle y pulida de miles de pequeñas cavidades distribuidas en hileras dentro de una caja y dispuestas para la implantación de algo, tal vez de piezas que no llegaba a identificar, cavidades ya vacías de esas piezas, redujo mi persona a un ser minúsculo y asediado, mientras el recinto se agrandaba a su antojo, como si hubiera cobrado una vida propia y amenazante, sin mí pero, paradójicamente, en mí. El compartimento que me incluía y era yo misma creció más allá de nuestros límites, dejándome convertida en un hoyuelo, ocupando el terror todo el espacio.
No podía, pues, entregarme sin reservas a la producción ilimitada de imágenes de mi fábrica oculta. Si bien esas duermevelas no me aportaban una explicación del efecto celdilla, constituían mi alimento principal; esporádicas, se escamoteaban al deseo de sumergirme en ellas y durante largos períodos permanecían (y permanecen) cerradas, bloquéandome la aventura y obligándome a controlar la percepción. Allí sondeaba yo sin embargo, pese al riesgo, alguna escena perdida que pudiese haber configurado el síntoma, quería encontrar en el ensueño lo que la razón me negaba, y la búsqueda no podía tener otro lugar que el recinto de ojos cerrados para adentro, donde la concentración es máxima y la pérdida de imágenes mínima.
Recordaba otra sensación que se me había producido durante un acceso de alta fiebre, hace unos treinta años: el cuarto donde yo dormía, superpuesto como de costumbre a mi secreta recámara de ensoñación (o de ver lo que oigo o de ver lo que miro con los ojos de la conciencia o de la mente), se fue despegando con lentitud de ella (de la secreta recámara) como si una fuerza ajena lo levantara o, mejor dicho, izara su armazón y la separara, dejando invisibles las paredes, dejándolas sólo «soplo», sin cuerpo, y dejándome, en consecuencia, sin estructura, desestructurándome, lisa y llanamente, desmoronando mi yo y mi yo/recinto.
Esos peligros me acobardaron muchas veces ante la empresa y he evitado sumirme en encierros tipo caracol; incapaz de manejarlos a discreción y a placer, optaba por la salud mental, como si ésta fuera un camino y el obstáculo celdilla pudiera ser eludido por decisión propia.
Un día, después del regreso a la Argentina, decido rastrear, a cualquier costo, las zonas prohibidas de la memoria para ubicar el momento en el que la superficie de la celdilla recibe la marca siniestra. Surge una palabra, hacinamiento, pero a ella se le suma un efecto o una acción: la especie pulula, es proliferante. Y por el corredor estrecho que me deja la conciencia sólo llego a paredes sobrelabradas, a bajorrelieves vastos y densos en los que las salientes y las entrantes parecen llamar al tacto por su morbidez. Pero el tacto se niega a lo que la visión define cada vez más en su verdad: los frisos que se muestran para el reconocimiento son las primeras imágenes por mí vistas y registradas hace más de cuarenta años, en unas fotografías de campos de concentración que archivaban mis padres. Cuerpos amontonados y muertos; cuerpos alineados dentro de fosas, llamadas con pertinencia fosarios; entrañas de una cámara de gas expuestas en un corte transversal (la puerta ha sido abierta); columnas de un desfile militar nazi, los cascos redondos vistos desde arriba, encolumnados, en su caja rectangular y cuadriculada. Ese orden instaurado por el terror repele y al mismo tiempo devora; si se lo elude, de cualquier modo triunfa, la cavidad gana la partida.

 

 

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