En Robinson ante el abismo. Recuento de islas, Bruno Hernández Piché (Montreal, 1970) da cuenta de sus exploraciones sobre la condición humana en el presente, a partir de la arquetípica figuración de ésta como entidad insular.
Es conocida la propensión demasiado humana a asumir el mundo como un libro, un sistema de signos legibles conforme a diversos códigos. El que elige Hernández Piché es obviamente topográfico: lo humano como la terredad (1) insular; la isla como el territorio del deseo acotado por la Hidra de la privación: la tribulación a un tiempo obstante y estimulante: el avatar ahora posmodernista, y por fuerza escéptico, de la vieja utopía: siempre desacreditada y agónica, siempre con más vida que el Fénix.
Aquí «explorar» equivale a «ensayar», «tantear»: una actividad acorde con un estado de ánimo signado siempre por la reserva, la inseguridad, la prudencia heurística, el rechazo al dogma. El archipiélago verbal que ofrece Hernández Piché se aleja por completo de la euforia apologética, que convierte a la Isla en solar predilecto del Paraíso. Por supuesto, la fascinación también habita en la mirada de la que surgen estas páginas, pero se trata de un entusiasmo desencantado: oxímoron típico de nuestra era de esperanza morigerada —cuando no anulada— por los más variados modos del desengaño. Donde acaso se evidencia con más nitidez esa tonalidad, a un tiempo cauta y admirada, es en el ensayo que el autor dedica al gulag soviético. Da la impresión de que Hernández Piché ha necesitado unas 120 páginas para descubrir al «auténtico» hombre-isla: la escritura en sí como vía de indagación: la identidad de camino y meta: el método como senda que se traza justo al transitarla. Los testaferros del sistema totalitario «son los verdaderos hombres-isla» (p. 129), concluye el ensayista, después de haber creído que lo eran sus víctimas. «Por su obviedad [ese] resultado debió habérseme presentado antes» (p. 128), pondera con asombro: un despiste feliz en la medida en que desemboca en una verdad, pero a su vez yerro sustractor de la buena luz con la que el prosista ya había podido ver y comunicar, con notable eficacia, que en realidad todos —tirios y troyanos, esbirros y víctimas, solitarios o engentados…— cuadramos bien con la metáfora de la isla. Gracias a ese vaivén incierto y asombrado, las páginas de Robinson ante el abismo agregan afabilidad y acaso una entrañable confraternidad al tono socarrón, desgarbado —aunque también veraz—, que en general rezuman.
Con todo y ser importante, no es ese timbre lo que sostiene este recuento de ensayos-isla o variaciones sobre el hombre-isla. El sillar de apoyo de este libro es una especie de paninsularismo antropológico: todo lo que existe es visto según la óptica de un sujeto que ya se ha asumido a sí mismo como isla y que, por ello, se ceba en la insularidad de lo humano. Aunque el autor llega a hablar de «auténticos hombres-isla» (p. 131), refiriéndose a los agentes de un totalitarismo abstracto, impersonal, anónimo, en contraste con sus víctimas, que incluso pueden blasonar nombres como Ajmátova o Mandelshtam, lo cierto es que el hecho de ostentar un nombre no agrega ni quita nada a la condición radicalmente insular del individuo contemporáneo. No es descabellado colocar esta intuición nuclear de Hernández Piché en la tradición de las antropologías —es decir, visiones de lo humano— menos complacientes con el género del que formamos parte. La reducción del hombre a isla —fenómeno a un tiempo objetivo y subjetivo— se emparienta, entonces, con la que por caso efectúa Esquilo, al figurárselo como sombra de humo, así como a algunas de las que emprende Nietzsche, como cuando por ejemplo lo concibe cual mera combinación de vegetal y fantasma, o la que realiza Coetzee al interpretarlo kafkianamente como simple insecto, en una cita que el propio Hernández Piché reproduce (p. 114).
Entre las desmesuras de la modernidad reciclada en que nos desenvolvemos se cuenta, justamente, la insularización del individuo. Se diría que, con el tiempo, el arquetipo del hombre a-islado pero dueño y señor de la isla solitaria, forjado por Daniel Defoe, ha dado paso a la figura de Robinson como encarnación simbólica de la isla. Ese deslizamiento comporta el cambio cualitativo debido a la superación de la diferencia inicial entre sujeto e isla, por la identidad entre ambos términos en relación. Hernández Piché descubre esa indistinción: Robinson es él mismo una isla; el relato de Dafoe deriva, así, en una miríada de historias de islas sobre o junto a islas y ya no importa tanto la topografía concreta en la que despliega su existencia. A fin de cuentas, a esto alude el autor cuando afirma que «el instinto de sobrevivencia tiene forma de isla» (p. 117).
Así pues, en estos ensayos, Hernández Piché deja entrever de diversas maneras que el «caballero de la triste figura» de nuestro tiempo o el «último hombre» escarnecido por Nietzsche —al que de seguro deberíamos imaginar «más último» que el de los tiempos del pensador alemán— o el «hombre sin atributos» de la Kakania oteada por el ojo ácido de Musil son como avatares antecesores del hombre-isla. Dado el paninsularismo implícito o expreso de estos ensayos, no extraña que el hábitat preferente de esa humanidad insular sea la gran urbe tardomoderna, vista como «isla de concreto» (p. 21).
Pero, aun cuando por momentos Hernández Piché se refiere a esa especie de sujeto empobrecido como «náufrago» (pp. 20 y 21), no son la tristeza o la desazón los sentimientos que entornan a su caracterización antropológica. Con todo, esa ciudad insular atiborrada de náufragos-isla «respira pletórica de vida» (p. 21). Lo mismo cabe extrapolar de todo espacio habitado por el hombre-isla.
La deriva insular del individuo puede ser vista como una trampa inevitable de la actual etapa de la Modernidad. El nimbo de utopismo que siempre ha rodeado a las mejores figuraciones de la isla parece haber actuado como señuelo ante una humanidad que carga el fardo de su desamparo entre los extremos de la masa y la soledad: huir del aislamiento, dirigiendo los pasos hacia alguna isla siempre y de por sí «bienaventurada»: terminar hecho isla en el intento. Revelación que Hernández Piché registra bien, cuando apunta que, a estas alturas de la historia, «la insularidad […] es una metáfora de lo humano» (p. 54).
En realidad, una mutación bastante siniestra: última derivación, hasta ahora, del utopismo pervertido que gestó y parió tantos infiernos de diverso signo a lo largo del siglo xx. A este fenómeno espiritual y moral habría de aludir el abismo mencionado en el título del libro.
Por ventura, Hernández Piché jamás se deja dominar por la amargura que fatalmente acompaña a muchas de estas revelaciones de su aguda inteligencia. El ensayo que, por cierto, dedica a la utopía (p. 24) es una bella muestra de equilibrio entre una acre lucidez ante las implicaciones de lo que Ernest Bloch llamaba «utopía abstracta» y la jocundia comprensiva suscitada por ese epítome del utopismo y la insularidad posmodernista, que son las célebres Islas de Ciudad Universitaria. Además, de manera muy discreta y acaso involuntaria, Hernández Piché deja colar una suerte de «ethos de la metáfora»: ya que la insularización de lo humano deriva en un tópos negativo, destructivo, a la postre nihilista, cabría esperar que «podamos reconocernos unos a otros en nuestra propia humanidad […] a través de nuestras metáforas» (p. 54), incluyendo entre éstas, paradójicamente, la propia figura de la insularidad humana.
Con materiales como los que refieren las líneas precedentes y muchos otros, que sería abusivo detallar aquí, Hernández Piché ha dado forma a un libro. Afirmo esta obviedad para resaltar que Robinson ante el abismo resulta de una fecunda intención de renovar el ensayo. Más que el apego a un patrón formal canónico, lo que motiva la escritura de Hernández Piché es una autónoma voluntad de forma, al servicio de una libre y alígera vocación de verdad. Estas dos pulsiones complementarias son las que garantizan la unidad de un objeto textual hecho de islas de expresión. Así, estos ensayos en los que hallan pertinencia lo mismo enviones narrativos que crónicas, memorias, datos procedentes de la tradición literaria, anotaciones de cariz periodístico, citas ajenas a toda pretensión moralizante… difieren entre sí, en lo que hace a modos y tonos, y se alejan de la estela discursiva de Montaigne o de cualquiera de los cultores modélicos del género. Si todavía cabe insistir en verlos como «ensayos» es por su carácter de tanteo arriesgado, en parte inocente, abierto a las cifras de una realidad humana cada vez menos amable.
Estamos, pues, ante un libro-isla: el territorio expresamente acotado para que cohabite lo mucho que dice Hernández Piché, por obra de una pericia formal bien ajustada a su notable perspicacia intuitiva y analítica, con las presencias y las voces de toda una ristra de videntes y demás ínsulas ilustres. En esta «isla del diálogo» ingeniada por Hernández Piché, también se lee la palabra o se percibe el aliento de la nómina de sus afinidades intelectivas y afectivas, desde Magris hasta Luis Ignacio Helguera, pasando por Chesterton, Eliseo Alberto, Arreola, Bohumil Hrabal, Vila-Matas, Julien Gracq, Sándor Marai y muchos más. La ínsula Hernández Piché se da su propia tradición: el espejo donde mirarse, cotejarse, nutrirse… hasta reflejarse en un libro-isla de islas, rumbo al hipócrita isla-lector, su hermano, su semejante.
Robinson ante el abismo. Recuento de islas, de Bruno H. Piché. unam / El Equilibrista, col. Pértiga, México, 2010.
1. Categoría que arrebato al gran poeta venezolano Eugenio Montejo.